El
helicóptero de Leonardo ha sido para mí un objeto recurrente de mis pensamientos
y de mis más desaforados e incomprensibles sueños. Me ha acompañado desde mi
infancia y creo que su silente y reposado vuelo me acompañará hasta mi final ya
cercano. Con una nitidez impresionante recuerdo la vez primera que vi, para mi
asombro, aquel artilugio que semejaba algo así como un tornillo aéreo, fue algo
así como la visión y el estado de ánimo posterior que experimenté como una revelación al conocer
el enigmático odradek de Kafka o el golem
de la mitología judía. Mi padre me mostró aquel objeto que no cabía en mi
imaginación temprana, allá en las cimas andinas.
Pero estaba allí y no pude
apartarlo de mi aparato neuronal. Era persistente y tenaz y parecía violar las antiguas
leyes de la asociación mental. Pasaron muchos años desde aquel encuentro con el
artilugio volador davinciano, quien me siguió con su vuelo subrepticio hasta la
occidental llanura caliente. Cuando allí me coloqué mi primer pantalón vaquero
sentí que la parte superior de mi existencia se iba de ascenso tras aquel
maravilloso ingenio del siglo dieciséis. Luego traté infructuosamente
fabricarlo con mis torpes extremidades. Nada. Me salieron, eso sí, primitivos submarinos
y carritos movidos por gomas enrolladas.
Con las cometas tuve algún éxito pasajero, pero no logré dar con la
formula secreta que animaba aquel pájaro en espiral de mis sueños. Me puse en
contacto con un viejo y encorvado relojero suizo para que me ayudara en mi
empresa, la que ya daba signos de agotamiento y extenuación. Me dijo con su voz
gutural derivada de la nicotina, que yo
seguiría fracasando si no encontraba aquella maravillosa llave que daba con el
conjuro que me abriría el camino hacia el vuelo giratorio. No logre despegar
del suelo sino en las noches cuando vencía la ley gravitatoria al caer en
brazos de Morfeo. El insensato Icaro y los hermanos Montgonfier, así como los
planeadores del brasileño René Dumont eran mis búsquedas en aquellos
interminables anaqueles de la biblioteca de mi escuela de primaria. Planeadores
de lona y madera, seres en suspenso y
globos aerostáticos iban y venían a hacerme más placentera mi existencia que
parecía extraña e incomprensible a mis compañeros de escuela. Sólo María
Fernanda Martínez me comprendía y hasta animaba mi insensata búsqueda de la
flotabilidad. Antes de acudir, casi con desesperación, a los hermanos Orville y
Wilbur se me ocurrió una mañana colocarme dentro de la cabeza primorosa de Leonardo,
pero el presente con todas sus nimiedades y fruslerías arruinó esa empresa,
pues no podía evitar modernizar el pasado que le tocó vivir al magnifico dibujante renacentista. Poco a poco me di
cuenta que la historia de Occidente era una búsqueda y una delirante empresa
por gobernar los aires, los etéreos espacios. Desde la antigua pneuma de los
presocráticos, los querubes y serafines
medievales hasta llegar al capitán que quería acabar con las guerras
desde el aire y el famoso cañon Columbiad, nacidos de la imaginación prodigiosa
de Julio Verne. En 1969 aquel sueño profético del francés se hizo realidad con
el diminuto artefacto llamado Apolo 11 que profanó la superficie selenita aquel
mes de junio de mi adolescencia. Volátiles artefactos tripulados o no que
desembocan en los impalpables drones del presente. Todo se me parecía como una eterna manía
por regir las nubes y los vahos celestiales. Un mediodía sucedió lo que no
esperaba jamás. Un aeroplano cargado de rumiantes se precipitó en las cercanías
de mi hogar dando muerte por incineración a los vacunos. Pensé que la mano de
Leonardo tenía alguna responsabilidad lejana en aquel sombrío suceso aéreo, pero
aquello no era posible y caí en cuenta de que era producto de mi imaginación,
una quimera que me hacía derivar toda la realidad que se presentaba a mis ojos
de los bocetos del dibujante renacentista. Allí se detuvo el autogiro de
Leonardo, que no era otra cosa que mi propia vislumbre adolescente.