lunes, 5 de agosto de 2019

El Lienzo Tocuyo

Una protoindustria algodonera colonial


En la “Ciudad Madre de Venezuela”, El Tocuyo, se elaboraba ya desde el siglo XVI, año 1550, en talleres u obrajes textiles, el muy famoso Lienzo Tocuyo, tela burda, producto de alta calidad hecho de algodón, y a veces con lana de ovejas, que se exportaba muy lejos, pues iba a dar hasta el norte de la Argentina, Chile central y Perú, Riohacha, Tunja, en Nueva Grabada, Colombia, y las islas del Caribe, así como también a España y otros países europeos, nos refiere Ermila Troconis de Veracoechea. Con él se elaboraba ropa, camisas, mantas, paños, toallas, sábanas, forros de colchones, delanteras de cama, costales o sacos donde se empaquetaba el papelón. Fue una apreciable protoindustria algodonera situada en el estado Lara, Venezuela en tiempos coloniales, iniciada durante el mandato del Capitán General y Gobernador de la Provincia de Venezuela Juan Pérez de Tolosa, 1545-1547.
Estos obrajes tocuyanos, los más importantes del país durante los siglos XVI y XVII, resultaron de la confluencia de la habilidad de los aborígenes para con el algodón, planta americana, y los telares artesanales traídos por los españoles. Obrajes hubo en Quíbor, los Humocaros Alto y Bajo, Yacambú, Chabasquén. Los cristianos enseñaron a los indios a hilar algodón, una técnica hasta entonces desconocida en tierras americanas. Hubo obrajes muy grandes. La encomendera tocuyana Felipa de Mora, refiere el investigador chileno-venezolano Pedro Cunill Grau, tenía en 1653 en sus haciendas uno de ellos que ocupaba 250 aborígenes,  en Humocaro más de 100 indios coyones, y en Quíbor más de 150 indígenas ayaguas, camagos y gayones.
El lienzo tocuyo ganó prestigio con gran rapidez. Llegó incluso a ser utilizado como moneda en época de escasez de efectivo en monedas de cobre con un valor de un peso por cada cinco varas, y animó las ferias dominicales en la plaza mayor de El Tocuyo colonial. Se empleó en las duras tareas mineras en los Andes americanos y jornaleros agrícolas y urbanos. Jugó de esta manera un papel análogo al de la mezclilla con la que se elaboraron los jeans en Estados Unidos en su incontenible avance hacia el Oeste. Incluso, su nombre indígena, Tocuyo, aparece en el Diccionario de la Lengua Española, 2010, página 1.272.
Este lienzo fue a dar a las ferias andinas y centros mineros de Suramérica a lomos de las muy fuertes mulas y burros tocuyanos, barquisimetanos y caroreños, los que tanto exaltó nuestro Mariano Picón Salas. Eran esas mismas mulas que se disputaban los jerarcas de la Iglesia Católica durante la Colonia, y que al despuntar el siglo XIX iban a ser el medio de transporte de los ejércitos libertadores que salieron de Venezuela bajo la conducción de Bolívar y Sucre.
Hay en esta bella historia de nuestra artesanía colonial un elemento clave a destacar: la religión. Recordemos que los cristianos pensaron en el siglo XV y XVI haber llegado al Paraíso Terrenal y que sus habitantes, los indios americanos, vivían en estado de naturaleza, casi desnudos, mostrando sus hermosos cuerpos cobrizos. Pero esa admiración inicial dio lugar al recato en el vestir luego de que en España se realiza el Concilio de Trento en el siglo XVI. Se obligaba desde entonces a los indios “cubrir sus desnudeces” para asistir a los actos religiosos y misas dominicales. De tal manera se forja una representación teatral absoluta entre los aborígenes americanos, dice el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, al verse obligados a los aborígenes vestir ropas europeas.  Nuestra cultura es en ese sentido una teatralidad, pues se vieron obligados los aborígenes a asumir vestidos y conductas que no les pertenecían. Y allí tuvo el Lienzo Tocuyo un papel muy importante en este cambio psicológico en buena parte de Suramérica y las islas de Caribe.
 






La música en Carora colonial

Juancho Querales
(!875-1947)

Hace ya mucho tiempo, cuando nuestro país era una colonia de España, entraron como hermanos de la Cofradía del Santísimo Sacramento de Carora en el año 1679 dos personajes muy interesantes que ponen de relieve la enorme importancia de la oralidad y de la música en toda sociedad. Ellos eran el payador Diego Tomás de Parada y el maestro de horganos, el español Pedro Lozano. No sabemos si residían en la ciudad del Portillo, pero lo más importante de destacar es que estos caballeros eran elementos muy significativos y primordiales para aquella sociedad donde la religiosidad católica de la Contrarreforma era decisiva y vital. A ello se deberá agregar necesariamente el carácter fundamentalmente oral de nuestra cultura, puesto que la Colonia y la Republica sufría de un mal que hasta hace poco nos acompañó: el analfabetismo.

Estos dos “abuelos de los músicos” de la Venezuela de hoy, eran personajes muy respetados y cumplían una función determinante en una sociedad ya alejada de nosotros en el tiempo y que quizá por ello se nos dificulte comprenderla. Don Diego Tomás de Parada ejecutaba La payada, que es un arte poético musical perteneciente a la cultura hispánica, que adquirió un gran desarrollo en el Cono Sur de América, en el que una persona, el payador, improvisa un recitado en rima acompañado de una guitarra. Cuando la payada es a dúo se denomina «contrapunto» y toma la forma de un duelo cantado, en el que cada payador debe contestar payando las preguntas de su contrincante, para luego pasar a preguntar del mismo modo. Estas payadas a dúo suelen durar horas, a veces días, y terminan cuando uno de los cantores no responde inmediatamente a la pregunta de su contendiente. Es un arte emparentado con el versolarismo vasco, la regueifa gallega, el trovo alpujarreño, el juego de los albures mexicano y el repentismo cubano. Este tipo de «discusión dialéctica» responde a un patrón que ha estado presente en un gran número de culturas, y forma parte de la tradición asiática, de las culturas griega y romana y de la historia del Mediterráneo musulmán. Es, como se habrá notado, es el antecedente del contrapunteo de los llanos colombo-venezolanos. El contrapunteo venezolano es propio de la cultura llanera (Región de los llanos -Colombia–Venezuela) y tiene sus raíces en la copla y el canto repentista o improvisado, lo que en el Río de la Plata denominan Payador (Payada). Este arte milenario, muy difícil de ubicar en su nacimiento histórico, está presente en casi todas las culturas del mundo. La improvisación puede ser en solitario (Juglar–Trovador – Payador–Coplero) o con un contrincante o más (Copleros –Contrapunteros–Payadores). En las grabaciones de hoy en día de los trovadores repentistas, lo que se hace en realidad es una emulación de ese canto improvisado, ya que las letras están elaboradas, tanto en el caso de las payadas Ríoplatenses o de los contrapunteos llaneros; para que exista  el verdadero contrapunteo o payada improvisada, la cuestión tiene que ser en el momento, sin libreto, en forma totalmente espontánea, la que puede ser grabada o no pero en vivo y en directo. Contrapunteos venezolanos que nos dan una acabada idea de los ritmos, las formas, las variaciones y los instrumentos usados del contrapunteo llanero serán: Florentino y el diablo, compuesta en 1940 por Alberto Arvelo Torrealba, un sublime monumento lirico, Las coplas amargas de Francisco Montoya, Las coplas a Ezequiel Zamora, entre otras.
En la ciudad de Carora destaca El Negro Tino Carrasco, quien según dijera el gran escritor merideño Mariano Picón Salas, es parte de una inmensa tradición rapsódica venezolana que remonta a las viejas canciones coloniales, a los cantares de gesta de la Independencia y la Federación y a todas las peripecias contemporáneas que pule y elabora su inventiva de artista, se pone a hablar con su garganta. En su Corrido de las cien mujeres, que por la influencia de la versificación y la agilidad de los retruécanos parece la obra de un Lope de Vega selvático y mestizo que no tuviera otro maestro que la más alegre y desenfadada naturaleza. Darle al Negro Tino un pie forzado ya lo estará desarrollando y devolviéndolo como una gallarda serpentina. En su cédula electoral se llama Celestino Carrasco, pero con el cuatro y la bandolina en la mano y ya en trance de improvisar, nadie lo nombra sino El Negro Tino.

No era menos importante Don Pedro Lozano, maestro de horganos (sic), pues el órgano era un instrumento musical complejo y de difícil ejecución. Juan Sebastián Bach (1685-1750) era un extraordinario ejecutante y afinador de estos instrumentos de los pedales y los tubos sonoros de la época barroca.  Era este instrumento el antecedente del piano de teclas que hoy conocemos. Toda iglesia debía contar con un órgano y con su respectivo ejecutante. En 1637 se adquiere el primer órgano en Coro. Y este fue el caso de la Iglesia de San Juan Bautista del Portillo de Carora, la cual posee un magnifico órgano desde mediados del siglo XVIII, lo que quiere decir que Pedro Lozano no lo ejecutó, pero bien podría decirse que prepara el camino para los futuros maestros y ejecutantes de órganos residentes en  la ciudad de Carora.
Era la época del dominio de la monarquía española y su más eficaz instrumento de justificación ideológica: la Contrarreforma católica y consecuencialmente el arte pictórico, arquitectónico y musical barroco.
Estos antecedentes, el payador que ejecuta su arte en la plaza pública, y el organista recluido en un recinto religioso,  pueden bien constituirse en el inicio de lo que hemos dado en llamar el genio de los pueblos del semiárido y su expresión más acabada: el enorme talento musical y literario que poseen estas tierras semidesérticas del occidente venezolano.  Tierra por excelencia musical y melódica que no tiene parangón con otras regiones de nuestro país. Acá será el escenario en el que en el siglo XVIII nacerá el más acabado folklor mestizo del trópico venezolano: el tamunangue, una suite de danzas al ritmo del tambor africano, los instrumentos cuerdófonos hispanos y las maracas aborígenes. Ninguna otra parte del país y del continente americano muestra tan compleja manifestación de la cultura popular. Por ello el sabio Francisco Tamayo, al estudiar nuestra realidad geográfica múltiple y variada, dijo enfáticamente que en Lara nace lo venezolano. En Lara -aquí es terminante Tamayo- se reúnen y confunden casi  todos los medios físicos y biológicos del país (y) se ha estado engendrando un tipo humano de características medias, equilibradas. Esta síntesis humana (mestizaje, otro elemento que resalta el positivismo filosófico) de todo o de casi todo lo nacional es el tipo venezolano por antonomasia, por ser expresión total  de los cuerpos y de las almas de aquellas regiones parciales. Barquisimeto, y agregamos a Carora y El Tocuyo,  es el crisol donde se polariza el mestizaje más acabado y hermoso de Venezuela donde el talento música tiene evocaciones vasconcelianas.    


Singularidad cultural tocuyana

A la memoria de doña Ermila Troconis de Veracoechea 

El Tocuyo es una de las ciudades venezolanas de más orgullosa tradición y solera de la cultura hispánica. En el siglo genésico XVI, como capital de la Provincia de Venezuela, se convierte en la Ciudad Madre de Venezuela, pues desde allí partieron las expediciones  fundadoras de Barquisimeto, Carora y Caracas, se inicia la economía nacional con sus obrajes de indios y negros, donde se hila el famoso Lienzo Tocuyo, tejido que se exportará  a la Nueva Granada, Perú, islas del Caribe, Argentina,  Chile y Europa.
Junto a Barquisimeto y Carora constituirá El Tocuyo lo que he llamado el “Triangulo de la cultura colonial católica y barroca”, lugar en donde al socaire de los siglos se ha creado un auténtico “genio de los  pueblos del semiárido” del occidente patrio. Tal es una categoría de análisis en construcción, creada por quien escribe, para comprender tan explosiva y asombrosa calidad de nuestra cultura larense, la que resalta con mayor propiedad en los géneros de la música y la literatura.
                                                                                                                                                                                                                       La cultura de habla castellana, católica y barroca tiene en esta añeja ciudad morandina su expresión en los conventos coloniales regentados por monjes franciscanos, las cátedras latinas, de gramática y retórica, el canto y la música barrocos, el colorido y frenético carnaval de extracción colonial que asombraría al mismo Mijail Bajtin, las nutridas cofradías y hermandades de la Iglesia Católica y el inigualable baile negroide, la suite de danzas más completa de Hispanoamérica, el tamunangue o sones de negro; el golpe tocuyano.
En ese portentoso escenario nacerán manifestaciones culturales asombrosamente originales: la Escuela Pictórica de El Tocuyo, la cual tenía relaciones con la de Quito, allí descollará el anónimo Pintor de El Tocuyo, a quien don Alfredo Boulton dedicara memorables ensayos; el filósofo escotista Dr. Tomás Valero Torrellas escribe en la lengua del Lacio en el siglo XVIII su obra en dos volúmenes Teología Expositiva. Epígono del pensamiento venezolano, se le ha llamado “Platón americano”. Es una obra que espera su  traducción al castellano  y su justa reedición.
Durante el azaroso siglo XIX destella un extraordinario pedagogo que funda el colegio particular de La Concordia: el bachiller Egidio Montesinos Canelón, un timido personaje que nunca salió de El Tocuyo. En este sorprendente instituto de secundaria cursarán su “trienio filosófico” de nuestra educación del siglo XIX dos luminarias del positivismo en Venezuela: el historiador y político  Dr. José Gil Fortoul, autor de Historia constitucional de Venezuela, el sabio, políglota y masón  Dr. Lisandro Alvarado, autor de Historia de la Guerra Federal en Venezuela, Glosario del bajo español en Venezuela,  así como el educador caroreño Dr. Ramón Pompilio Oropeza, fundador del Colegio La Esperanza o Federal Carora en 1890.
A comienzos del siglo  pasado se creará en esa conservadora y ultracatólica ciudad -qué paradoja tan fenomenal- el primer círculo de estudios marxistas de Venezuela: El Tonel de Diógenes, una repercusión en estas remotas tierras de la gran Revolución Bolchevique de 1917, obra de los jóvenes de aristócratas cunas José Pío Tamayo, Alcides y Hedilio Lozada, firmes opositores de la tiranía gomecista, quienes además fundan la inigualable revista La Quincena Literaria, la que aparecerá  entre 1925 y 1929.  Y como si fuera poco  allí destaca la figura estelarísima de nuestro “Baudelaire del semiárido larense”, el poeta Roberto Montesinos, autor, en 1925, de La Lámpara Enigmática, un poemario prologado por Lisandro Alvarado, que al decir del crítico literario Hermann Garmendia representa una luz honda, de extracción francesa, nutrida de alucinante sustancia poética, hace brusca irrupción proyectando una luz firme en el panorama de nuestra literatura nacional. Y también en “la ciudad de los lagos verdes” nacerá uno de los padres del relato fantástico en Latinoamérica, otro es Jorge Luis Borges: Julio Garmendia, autor de La tienda de muñecos, en 1927, La tuna de oro y del maravilloso cuento La manzanita criolla. Es un humorista singularísimo, proyectado a veces a lo fantástico, un maestro del doble sentido.

El semiárido larense es, pues, una de las regiones con mayor significación cultural de Venezuela. Tiene un ethos, un carácter y personalidad idiosincráticos que lo distinguen en el concierto de la cultura de habla castellana del país. “Es que en el Estado Lara, sostiene el sabio larense, profesor Francisco Tamayo, se ha ido engendrando una singular síntesis humana, el tipo venezolano por autonomasia, Lara es el crisol donde se polariza el mestizaje. En Lara nace lo nacional, lo venezolano.” Y El Tocuyo, como se habrá visto, tiene un estelarísimo significado en la constitución de este genio de los pueblos del semiárido.





Réquiem para Héctor Ávila Pérez


de izquierda a derecha: Víctor Hugo Rodríguez Burgos, 
Luis Cortés Riera Godofredo Arroyo y Héctor Ávila Pérez


Si alguna vez escribo una crónica con tristeza, es ahora cuando me entero de la muerte de Héctor, mi querido amigo por más de medio siglo. Lo conocí en la casa del Partido Comunista, cercana al Liceo Egidio Montesinos, por allá, a fines de la década de los 60, junto a algunos guerrilleros que se habían acogido a la política de pacificación del doctor Rafael Caldera. Sufría de un mal que no lo abandonó jamás: la dromomanía, es decir que caminaba sin cesar y sin pausas por las calles de Carora, la ciudad que lo ve nacer hace 74 años.
Era un buen lector y siempre cargaba un libro entre sus manos. Era asiduo de los diarios Panorama de Maracaibo y El Caroreño. Amaba el llamado Séptimo Arte, y me decía que sus películas favoritas eran El Chacal y también Las fresas de la amargura. Conversador y amigo de muchos, odiaba las injusticias y por ello abraza la causa del socialismo democrático, hasta que la niveladora le sorprende en casa de Victoria, su hermana, quien le prodiga solícitos cuidados.
Cuando me fui a estudiar a la UCV en Caracas en 1970, mi sorpresa fue mayúscula al encontrarlo allí, junto a otro personaje popular caroreño: Pedrito Chávez, El Drácula.  A las puertas de esa casa de estudios pedíamos dinero con unos potes diciendo que era para las guerrillas, lo que cual era una falacia. Sin embargo el presidente Caldera habló por la televisión condenando esta conducta nuestra diciendo que para entrar o salir de la Universidad había que pagar una suerte de peaje.
En 1971 abandona  Héctor el partido de los hermanos Ricardo y Aníbal Arroyo y se va tras las ideas de Teodoro Petkoff, con las afiebradas lecturas de su polémico libro Checoeslovaquia, el socialismo como problema. En enero de tal año, y en compañía de Juan Hildemar Querales, conocido como el Míster Solo, Nelson Martínez y mi difunto hermano Arnoldo Cortés, fundan el partido Movimiento Al Socialismo (MAS) en el Distrito Torres. Recientemente me dijo que quería volver al viejo Partido Comunista, pues el MAS se había convertido en un partido de derecha.
Cuando el presidente Caldera cerró la UCV debimos marcharnos a la cordillerana ciudad de Mérida y su flamante Universidad de Los Andes. Otra mayúscula sorpresa me llevé, pues allí estaban instalados ya, Héctor Ávila y Pedro Chávez, con sendas tiqueras del comedor universitario. Con apenas la primaria aprobada, Héctor pasaba como estudiante universitario que luce suéteres Chemises importados de Francia y costosos blujeans Levi norteamericanos, que habla con cierta soltura y donaire. Se ganaba la vida rotulando letreros para la compañía cervecera Polar de Mérida, cuyo gerente era un caroreño,  Adelis Álvarez.
En cierta ocasión lo llevé al Centro Experimental de Arte de la ULA, dirigido por el famoso pintor Carlos Contramaestre. Nos inscribimos y yo asistí con él a varias e interesantes sesiones,  hasta que las clases en la Escuela de Historia arrancaron en abril de 1972. Héctor se sintió solo y abandona rápidamente la escuela de pintura al ver que yo proseguía mis estudios universitarios. Pero esa breve experiencia artística lo marcó para siempre, pues repetía muchos años después “yo estudié en el CEA con Luis Cortés”.
Era hermano de una familia de veteranos educadores: Ligia, Victoria, Cruz Mario e Iván. Pero a quien siempre tenía en su memoria fue a su desaparecido hermano, ido de manera trágica en mala hora: El Negro Ávila. En cualquier ocasión rememoraba la incomprensible  y absurda muerte de El Negro en la plazoleta de El Néctar. Era un galán, muy apuesto y por quien las muchachas suspiraban cuando trabajaba como docente interino en el Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza, dirigido entonces por mi padre, Expedito Cortés.
Cuando nace mi tercer hijo, la niña María Fernanda en 2015, recibí en la Policlínica Carora la atenta y cordial visita de dos de mis inseparables amigos: Pedrito y Héctor.  Es que estos personajes populares y a quien la ciudad recordará por mucho tiempo, que ahora son tributarios de la Tierra, no me podían fallar. Es más, me atrevo a confesar que mi éxito como estudiante se lo debo en parte a estos dos caballeros solterones, bohemios y amantes de la risa y los chistes, quienes en  más de una vez me brindaron una arepa rellena con carne “esmechada” en el mercado de Mérida o unas cervecitas bien gélidas en el serrano bar de Luiggi.
Se fue Héctor Ávila, un “pana” del cual guardaré un afecto muy especial por haber sido mi inseparable durante muchos años. Me quedaré esperándolo por siempre en mi Oficina del Cronista Municipal.  Dios te reciba en su regazo.



La Escuela de Los Anales en sus 90 años

A la memoria del Dr. Federico Brito Figueroa 
Cuando quien escribe hacía sus estudios de Historia en la Universidad de Los Andes, Venezuela, conoció  por vez primera de la existencia del gran historiador judío-francés Marc Bloch, quien acompañado de Lucien Fevbre fundaría la afamada Revista de la Escuela historiográfica de  Anales,  el 15 de enero de 1929, mientras enseñaban en la Universidad de Estrasburgo. Europa está destruida tras la primera Guerra Mundial. La vieja rivalidad franco-germana determina que el Estado francés envíe a esta ciudad fronteriza lo mejor de su intelectualidad para hacer contrapeso a la enorme influencia tudesca. La guerra había terminado, sí, pero una nueva conflagración más terrible y destructiva  se atisbaba en el horizonte y volvería a destruir al viejo continente, ella se llevaría la preciosa vida de Bloch, combatiente entonces de la resistencia contra los nazis.
Pero no se crea que la Escuela de Anales irrumpa de súbito y repentinamente en 1929. No, pues  ya Bloch y Febvre habían comenzado a escribir una historia nueva y revolucionaria desde antes de tal año. El primero de ellos se especializó en historia de la Edad Media, y el segundo en el crucial siglo XVI europeo. En 1924 Bloch publica Los reyes taumaturgos, obra que da inicio a la llamada historia de las mentalidades colectivas, una de las fortalezas de esta corriente historiográfica. Martín Lutero, Un destino, escrito por Febvre, verá la luz en 1928, cuando antes, en 1911, edita su Felipe II y el Franco Condado, una región de Francia analizada con criterio de totalidad u holísticamente, otra de las novedades que incorpora Anales.


 En el primitivo directorio de la Revista de Anales figuran  hombres extraordinarios: el sociólogo de la memoria Maurice Halbwachs, los historiadores Henry Hauser y el medievalista belga Henry Pirenne, entre otros. Estos hombres se propusieron hacer una historia distinta a la del historiador alemán, padre de la historia científica, Leopold Von Ranke (1795-1886), es decir una historia no sólo política y afincada en los grandes hombres, batallas y tratados internacionales, sino una historia de todos los grupos humanos. En este sentido es una clara superación del historicismo alemán de Ranke, y del positivismo historiográfico francés por excelencia de Charles Seignobos y Charles Langlois.
Con Anales se produce una profunda imbricación de la historia con otras ciencias sociales: la geografía de Vidal de la Blanche, la sociología durkheniana, la antropología de Marcel Mauss y Levi Bruhl, la lingüística de Ferdinand de Saussure, y eventualmente el psicoanálisis freudiano. Antes de Anales los historiadores ignoraban los avances de tales ciencias y se concretaban al manejo erudito de los documentos de archivo. Esto explica la carga documental tan pesada de los trabajos investigativos del positivismo, en donde el historiador casi desaparece del escenario.
La Escuela de Anales ha pasado por varios períodos. El primero con Bloch y Fevbre, el segundo con Ferdinand Braudel, Charles Morazé, Roger Mandrou, el tercero con Pierre Vilar, Jacques Le Goff, Pierre Chaunu, Nathan Wachtel, Marc Ferro, Georges Duby, Francoise Furet, Michel Vovelle, entre otros. Las obras más importantes escritas por estos notables investigadores son La sociedad feudal de Bloch, El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, escrita por Febvre, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, de Braudel, a los que debemos agregar El nacimiento del purgatorio, de Le Goff, La muerte en Occidente desde 1300 hasta nuestros días, de Vovelle. Y no podríamos olvidar Cataluña en la España moderna, del hispanista Pierre Vilar.
 Las posibilidades de conocimiento y de método de la Escuela de Anales fueron introducidas desde México a Venezuela por el Dr. Federico Brito Figueroa, como docente de la Universidad Central de Venezuela y Universidad Santa María,   labor que ha continuado en el Estado Lara el Dr. Reinaldo Rojas, quien ha creado con el concurso de un sólido equipo, la Maestría en Enseñanza de la Historia en el Pedagógico Luis Beltrán Prieto Figueroa, la Maestría en Historia, convenio UCLA-UPEL y la Fundación Buría, y desde su reciente creación, nos hemos incorporado con gran entusiasmo y entrega al Doctorado en Cultura Latinoamericana y Caribeña, también de la UPEL-Barquisimeto.  



El Presbítero Doctor Carlos Zubillaga Perera y la Encíclica Rerum Novarum


Fue una vida bastante efímera  la de este extraordinario levita caroreño, pero su legado espiritual y de acción social en  favor de los humildes y más necesitados permanece en el tiempo venciendo el olvido y la indiferencia. Murió a los 31 años en Duaca, Estado Lara, en 1911, al caer accidentalmente desde el techo de la iglesia de San Juan Bautista, lugar donde subió para huir de un imaginario felino que le perseguía.  
Carlos era el hermano mayor de otro ser humano excepcional: don Cecilio “Chío” Zubillaga Perera, quien en aquella Carora de tiempos del gomecismo se enfrentó  al latifundismo, convirtiéndose en “la voz de los sin voz” y que hizo de su casa una verdadera universidad popular. Desafió ardorosamente con su praxis, fundamentalmente a través del periodismo, a su propia clase social, los “godos de Carora”, hasta su deceso ocurrido en 1948. Es la figura capital del siglo XX en el Distrito Torres.
Lo que poco se conoce es que existe una continuidad y secuencia entre el hacer social de Carlos y de Chío. A la muerte de su hermano, Chío recoge las banderas de lucha de su hermano sacerdote y doctor en teología, que no eran otras que la búsqueda de Dios entre los pobres, tal como lo estableció la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, documento fundamental de la Iglesia Católica aparecido en 1891. 
Después de estudiar en la Universidad de Caracas y alcanzar brillantemente el título de doctor, con una tesis que se inscribe en la atmósfera del documento papal de León XIII, con el nombre de La Iglesia y la civilización, regresa Carlos con entusiasmo juvenil a Carora a ejecutar en los hechos y en la dura realidad social lo que aparece escrito en la primera encíclica social de la Iglesia.
 El padre Carlos, al llegar a Carora encuentra a un cura, Lisímaco  Gutiérrez, ya de 50 años casi, solo, que ya había dado pasos: funda en 1902 el Hospital San Antonio, una congregación religiosa femenina dedicada a la atención de dicho Hospital, dos periódicos El pan de San Antonio y El amigo de los pobres, y un proyecto cultural en la zona de la capilla de El Calvario y en los caseríos de la Otra Banda. El padre Carlos se incorpora de inmediato a la obra comenzada por el Pbro. Gutiérrez y dota al Hospital del edificio, reconstruye la iglesia de San Dionisio, abre una escuela nocturna para obreros entre 1905 y 1906. Todo esto nos lleva a pensar que por esto el humanista Luis Beltrán Guerrero dijo que quienes por primera vez y de manera concreta se acercaron a lo que iba a ser la Teología de la Liberación latinoamericana en estos pueblos del interior, fueron estos dos curas, quienes se identificaron con una Iglesia no tradicional, una Iglesia que se abría a descubrir a Dios en medio de un durísima realidad social.

 El padre Gutiérrez recibe influencia del Concilio Vaticano I, convocado en 1870 por el papa Pío IX. Habría que averiguar por qué  Gutiérrez se interesa por lo social. Yo justifico más al padre Zubillaga, pues se formó en el Seminario de Caracas con la Rerum Novarum y encontró algo de esa Iglesia social en Carora en 1905. Con su muerte trágica, se puede decir que tal obra social se había venido abajo al quedar el padre Gutiérrez en soledad y anciano en Carora. El Pbro. Dr. Carlos Zubillaga fue un talento y de un temple tal, que yo no dudo nunca que quien influye en Chío es Carlos, y que la obra de aquél tiene su raíz en la del malogrado sacerdote Zubillaga, muerto en mala hora a pocas semanas de haber sido sacado de la ciudad por cuestiones de chismes.
El sábado 29 de diciembre de 2018 fui invitado como Cronista Oficial de Carora por el padre Alberto Álvarez y el abogado Gerardo Pérez González a decir unas palabras en ocasión del traslado de los restos mortales  del padre Carlos desde la  derruida iglesia de San Dionisio  hasta la iglesia de San Antonio, su creación. Allí destaqué la necesidad de dar a conocer a las nuevas generaciones el ejemplo de entrega y de sacrificio por los más humildes y necesitados del padre Carlos. Este excepcional religioso debe pasar a ser parte constitutiva del imaginario colectivo venezolano. Y tiene sobradas  condiciones para merecerlo.   







La extraña y fascinante lengua de los indios piraha


Dedicado a la antropóloga Jacqueline Clarac de Briceño
Quizás el más grande sorprendido de las investigaciones realizadas por el misionero Daniel Everett en 1986 sobre la lengua de los aborígenes piraha del Brasil, ha debido ser el famoso lingüista estadounidense, nacido en 1928, Noam Chomsky. En efecto, los recientes descubrimientos de este religioso han revelado que la lengua de tales indios amazónicos no emplea oraciones subordinadas, es decir que desconoce la recursividad, o sea incluir una cláusula dentro de otra, que es una condición necesaria y presente en todas las lenguas del orbe, y que dio pábulo para que este eminente y reconocido lingüista judío-americano del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) presentara su radical y extraordinaria idea de la existencia de una gramática universal. Es un axioma de la lingüística desde que Chomsky publicó en 1957 su libro Estructuras sintácticas.
 El piraha es fonológicamente la lengua más simple conocida, pues apenas posee diez fonemas, uno menos que la lengua de los rotokas de Papua-Nueva Guinea, mientras el castellano tiene 22, de los cuales17 son consonánticos y cinco vocálicos. La lengua piraha usa cinco canales para su discurso: la información puede ser hablada (forma habitual), silbada, tarareada, gritada o codificada en música. Las lenguas silbadas son escasas, lo que hace del pirahã un objeto de estudio muy interesante para delimitar la importancia del tono y de la cantidad/intensidad en la comunicación oral. Es una lengua  aglutinante que usa muchos afijos para expresar diferentes significados También usa sufijos que comunican evidencialidad, una categoría gramatical que no poseen las lenguas europeas. El sufijo /-xáagahá/ significa que el hablante está completamente seguro de su información. 
Además de no poseer número gramatical, es una de las pocas lenguas donde no existen ni los numerales ni el concepto de contar (existen otros casos entre las lenguas aborígenes de Australia, como el warlpiri). Los piraha no conocen el concepto de contar. Sólo usan medidas aproximadas y en pruebas son incapaces de distinguir con exactitud entre un grupo de cuatro objetos y otro colocado de manera similar de cinco objetos. Cuando se les pide que dupliquen un grupo de objetos, duplican el número correcto de objetos en media, pero casi nunca aciertan el número exacto a la primera. Viven en un mundo no pitagórico, muy lejos de Occidente.
Es, además, la única lengua conocida sin palabras para expresar los colores; aunque este punto todavía es discutido. A mi manera de ver solo distinguen las diversas tonalidades del verde, que es su entorno amazónico dominante.

Pero hay más. Los piraha van a contrapelo de Occidente, pues desconocen el pasado y también el futuro. Viven un eterno presente, cuando nuestra cultura sobrevalora el futuro. Por ello son felices y relajados como los animales. Toda una lección para nosotros que vivimos abrumados por el reloj. Su memoria histórica es endeble y poco se ocupan de genealogías y linajes. No conocen de bisabuelos y bisabuelas. Su sistema de parentesco es el más sencillo que se conoce.
 Carecen de mitos fundacionales y por ello de cosmogonías, lo cual asombraría al mismo Claude Lévi-Strauss, padre del estructuralismo. No tienen literatura escrita u oral. Un pueblo que piense de tal modo será refractario entonces a cualquier religión que les presente la idea de un Dios trascendente colocado más allá del tiempo. Respecto a Dios, tampoco les entra en su cabeza. "¿Quién creó las cosas?", les preguntó Everett. "Todo es lo mismo", respondieron, queriendo decir que nada cambia y por lo tanto nada fue creado. La eternidad de los cristianos, por consiguiente, les carece de sentido.  Cielo e infierno son meras entelequias. Lo que importa es que el río Maici, que es tributario del gran Amazonas, les provea de peces ya, en este momento. Son empiristas radicales.

Everett, quien estudió lingüística en la Universidad Estatal de Campinas y es profesor de la Universidad de Pittsburg, llega donde este pueblo feliz de unos 400 miembros como misionero religioso. Pero al conocerlos íntimamente después de convivir con ellos durante siete años se le ha creado una verdadera crisis de conciencia religiosa. Dios solo existe en el lenguaje y no tiene existencia real, es mera palabrería, le enseña este aislado pueblo del trópico. Hogaño Everett se declara no confesional, o lo que es lo mismo, ateo. Sin embargo otros investigadores, Bonilla y Calavia, niegan que estén frente a un pueblo ateo.
A principios del siglo XX habló el sociólogo alemán Max Weber del “desencantamiento del mundo”, como una pérdida de los valores y certezas que da la religión, es decir la secularización de la sociedad moderna. ¿Será posible que desde unas remotas aldeas de Brasil y con el descubrimiento de Everett de este mundo roussoniano del buen salvaje, se esté dando comienzo al  verdadero y definitivo desencantamiento del mundo?

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...