martes, 29 de julio de 2014

El Meco: Yo respeto el agua

Desde que yo me conozco sé de la existencia de Heriberto José Torrealba, mejor conocido con el amigablemente de El Meco. Nació, me dice en muy baja voz en entrevista que le hago en mi Oficina de Cronista, en la vieja maternidad de la calle Lara de Carora, hijo de Demetria, de quien dice se deriva aquel apelativo de madre e hijo: La Meca y El Meco. Es de aclarar que entre los caroreños decir tal palabra no significa el nombre de la más sagrada ciudad de El Corán, capital de Arabia Saudita. No. Meco o meca se refiere a un animalito, preferentemente un caprino, que ha sido abandonado por su madre y amamantado por una mamá sustituta.
Todo el mundo lo conoce por una sin igual destreza para la natación, el deporte de las piscinas. Pero, por una paradoja de la vida, aprendió a bracear en un pozo que existió en el viejo y ya desaparecido Hotel Bologna de la avenida Miranda con calle Curarigua de Carora. En esa improvisada alberca lo enseñó Yoel Millán, un oriental de paso por estos lares y quien era docente en el Colegio Cristo rey de los padres escolapios españoles. Pero también le da lecciones en el Parque de Recreación Dirigida Dr. Ricardo Álvarez cuando era su director el profesor Gerardo Armao.
Pero el aspecto más sorprendente de este hombre de caminar lento y de piel bastante oscura, es el inapreciable servicio que hace a la comunidad al rescatar cadáveres de personas que mueren por inmersión. El primer cuerpo sin vida que descubre, pero no lo saca, me aclara, fue en el barrio Torrellas en una laguna que quedó allí tras la construcción del dique que protege a la ciudad de las arremetidas del “arroyo aprendiz de río”, el Morere.

Cuando sucede una tragedia por inmersión  lo buscan en la casa de Telmo Mendoza, en la calle Lara. Nunca ha sacado de las aguas a un cadáver femenino. Tampoco cobra nada por hacerlo. Lo que me quieran dar, dice enfático. Cobrar sería irrespetar el cadáver, agrega. En su trabajo no se ayuda de nadie. No toma aguardiente para darse valor este simpático caballero que es completamente vegetariano. Mira, Luis, me dice, a veces duro hasta cinco minutos debajo del agua. Hago mi labor muy lentamente. Nunca trabajo de noche. Esperen a que amanezca, le digo a los familiares, sentencia. Yo respeto el agua, repite de vez en cuando.
La mayoría se ahoga porque no saben nadar, los calambres hacen el resto. Ha sacado ocho cuerpos sin vida de los pozos dejados por la compañía Vinccler. Sueña de continuo que se está ahogando, aunque nunca ha estado en peligro de morir por inmersión. “Nunca sueño con los ahogados que he sacado”.
Cosa curiosa: solo ha sacado  un niño en peligro de morir, y sucedió en el balneario de Las Veritas. Su salvataje más riesgoso fue en la hacienda Puricaure donde sacó a un cristiano de entre las aguas de una laguna infectada de bosta de vaca y orines con una visibilidad muy pobre. En Pozo de Piedra se ahogó Naudy Zambrano, rememora, pero lo sacó Carlos El Sospechoso.
Yo saco los muertos agarrándolos por la mandíbula, así me enseñó el profesor Charles Sombart en el Polideportivo, dice casi pensando en voz alta. Otra cosa, agrega, yo no llevo cuenta de los muertos que he sacado, pero son más de diez. Tampoco voy a los velorios de los muertos que yo rescato. Pero si es un chamito sí.
Me comenta que de los tres niños ahogados en la piscina del Centro de Profesionales, apenas sacó uno. En el Parque del Consejo Venezolano del Niño y en el Círculo Militar no se ha ahogado nadie, dice haciéndose la señal de la cruz. Del río Morere sacó uno cuando estaba empozado, que es mucho más peligroso, advierte. A veces debe esperar hasta tres días para que floten los cuerpos, lo que sucede cuando le revientan los pulmones, comenta este insigne nadador que jamás ha hecho su trabajo en aguas de mar. Se persigna constantemente.
El alcalde ing. Julito Chávez lo premió con un diploma y botón. Dicta clases de natación y de salvamento en el Polideportivo y la Alcaldía de Torres le paga. Allí está formando al continuador de su extraordinario oficio, pues se siente ya pesado por efecto de su edad, 66 años. Luis, me dice mi amigo desde la infancia en el barrio Trasandino, voy a retirar mis cestas tiques. Se levanta y se retira con pasos acompasados este sencillo hombre que se vanagloria de no haber robado nunca y de no tener enemigos.

sábado, 19 de julio de 2014

Profesor Ladislao Zsarolyani

Lo conocí en el Ciclo Básico Madre Emilia de Carora en 1977, cuando comenzaba mi ejercicio docente. Era todo un personaje, extrovertido, carismático y excéntrico, quizá por aquello de haberse criado en Maracaibo este descendiente de padres húngaros. Estudió su licenciatura en historia en la Universidad de Los Andes, Mérida, entre los años 1966 a 1970, junto a los Profesores Juan Bautista González, “Tita”,   María Pérez y el merideño Ergino Vielma Vielma. Yo llegaría a esa casa de estudios emeritenses en 1972.
La gente aún lo recuerda -después de treinta y cuatro años de su infausta muerte- por varias cosas, todas ellas heteróclitas y singulares. La primera de ellas era su motocicleta, vehículo de transporte raro por aquellos años en Carora. Más de una vez me dio un empujón desde Fe y Alegría y el Ciclo Básico Madre Emilia en Campanero hasta mi casa en el Grupo Ramón Pompilio Oropeza. La brisa despeinaba su rubia melena de las estepas magiares, al tiempo que emprendía conversaciones de cualquier tema con marcado acento maracaibero mientras nos acercábamos al Trasandino en su flamante moto italiana marca Vespa.
Me dicen que nació en Hungría a finales de la Segunda Guerra Mundial en un campo de concentración nazi, y que por ello mostraba en su pecho un hundimiento,  producto quizás de la desnutrición que de seguro sufrió severamente allí su madre. Tan pasmosa situación explicaría por qué en su infaltable morral no faltaban, al lado de varias cajetillas de tabaco, lecturas sobre ese fenómeno del pasado siglo XX: el totalitarismo nazi fascista.
Lo otro fue su trágica muerte en 1980. Sucedió que fue a Inglaterra a realizar estudios de posgrado en historia. Como era un fumador impenitente y contumaz, una noche se quedó dormido y la colilla del cigarrillo incendió su colchón y por ello se asfixió allá en la “Pérfida Albión”. No supo cómo y de qué murió. Fue su ultimo cigarrillo.
Fue traído a Venezuela en una urna sellada y enterrado en un bello pueblo trujillano, situado a 1.740 metros sobre el nivel del mar, La Mesa de Esnujaque. ¿Cómo pudo suceder aquello tan extraordinario? Me dice Vilma Mendoza, la sempiterna secretaria del Madre Emilia, que cierta vez alquilaron un autobús para hacer un recorrido andino. Al ver aquel poblado de clima y gentes tan agradables exclamó Ladislao: “Quiero que al morir sea yo sepultado en este pueblito”. Dicen que aquella decisión la tomó porque neblina, flores y verdor de la altiplanicie cordillerana le recordaron  su natal nación magiar.
Amaba a la “tierra del sol amada”, Maracaibo. Cierta vez le dijo un colega que en un bar de prostitutas había un espléndido mural con el Puente sobre el Lago. Estaba el desprevenido profesor de visita en casa de su novia, cuando de repente tocó a la puerta Ladislao diciendo en alta voz: “Fulano, vámonos pues pal Yatai”. “Yo no hallaba dónde meter la cara”, dijo el cordial andino y docente aquel que me contó la anécdota.
Cuando se supo la trágica noticia de su deceso se realizaba un encuentro del beisbol tradicional caroreño. Cuando el narrador, Oswaldo Bastidas, pidió un minuto de silencio por el alma de aquel docente, se cumplió rigurosamente aquel pedimento y hasta hubo lágrimas en el estadio.
En homenaje a su recuerdo, la Biblioteca del Madre Emilia lleva su heteróclito y significativo nombre. Decisión bien tomada pues era un impenitente y voraz lector de cualquier cosa que cayera en sus manos. Cuando vi su fotografía colgada en aquella sala de lectura sentí una enorme tristeza por aquel simpático docente que ahora es cuando tenía que dar de su singular talento a su país de adopción.
Como era extranjero, pero con título de Licenciado en Historia de Venezuela, cosa insólita, no pudo ejercer cabalmente su profesión. Por esa razón dictaba clases del idioma de Shakespeare, lo que lo conminaba a asistir a nuestras desaparecidas salas de cine. De esa manera se pulía en los giros y modismos de la lengua anglosajona. Yo lo vi más de una vez en el Cine Bolívar, confundido entre el público de galería comentando con los chamos las cintas. Una de ellas, recuerdo con nitidez, fue la audaz operación de rescate de un avión secuestrado por los palestinos que el ejército israelí realizó de manera sorprendente en el aeropuerto de Entebbe en Uganda en 1976.
En sus clases utilizaba de manera magistral su pasión cinéfila. Me cuenta Orlando Álvarez Crespo que Ladislao preguntaba quién había visto tal o cual película, y desde allí comenzaba a dictar su cátedra haciendo uso de los comentarios de los chamos de la cinta en cuestión. Todo un docente que la fatalidad nos lo quitó prematuramente.

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...