martes, 11 de noviembre de 2014

Antonio Zubillaga Herrera. Un paladín de la cordialidad

Toño Zubillaga fue un amigo que heredé de mi padre, Expedito, casi desde nuestra llegada a Carora en 1960. Se retira de la vida terrena este descendiente de esa altiva raza de seres humanos, los vascos españoles. Llevaba bien colocado su apellido, que en la inmemorial lengua vascuence significa puente. Eran, y siguen siendo los Zubillaga, el puente, el vínculo y pasadero  entre los que fueron  (y son aún) grupos sociales colocados unos al margen de los otros: los godos cara coloradas y el populacho de al otro lado de la quebradón  Carora.
Fiel  a esta condición de intermediarios culturales, los hombres y mujeres que han llevado orgullosos tan sonoro apellido, han jugado un papel de primer orden en el entendimiento y aveniencia en una sociedad marcada por la polarización social y cultural, y que se expresó simbólicamente en una prohibición ya desaparecida  y odiosa: la de sentarse la gente del común en los bancos de los cara colorada en la iglesia de San Juan Bautista de Carora.
Los Zubillaga no han sufrido de este complejo y a veces incomprendido comportamiento separatista y prejuicioso. El primero de ellos en llegar a Venezuela, en 1794, Agustín Luis, pronto se puso al servicio de la causa republicana; Chío Zubillaga se enfrentó a la clase social, que se asemeja a una casta y de donde él mismo provenía, colocándose del lado de los humildes y analfabetas. Los Zubillaga han sido de tal manera mayordomos de las cofradías, dentistas, maestros de escuela, boticarios y farmaceutas, tenderos, jugadores de pelota criolla, beisbolistas, cantantes, comerciantes de víveres, empleados bancarios, administradores, oficios tan diversos en los cuales el contacto con el populacho era inevitable y a la vez fecundo en el camino de la creación de lazos perdurables de amistad y entendimiento.
Toño fue en sus mocedades un galán entre las damitas de los barrios caroreños, a ello contribuía, sin duda, su inconfundible y gutural voz, la que identificaba el beisbol tradicional, la segunda religión de los caroreños. Debo destacar que mi padre y Toño eran grandes amigos, camaradería que se selló cuando Toño apadrinó a uno de mis hermanos nacidos en Carora: Carlos Enrique. Mientras vivíamos en el Grupo Ramón Pompilio Oropeza, todos los meses de diciembre llegaba el regalo navideño para el retoño caroreño de Expedito.
 Cuando se produjeron los abruptos cambios políticos de finales de siglo XX, se colocó inmediatamente al lado del proceso que se inició en 1999, tal y como Chío Zubillaga lo hubiese hecho indefectiblemente.
Era un lector infatigable y por tal razón visitaba mi Oficina de Cronista con cierta regularidad a la búsqueda de un título nuevo de nuestro sello editorial. No le gustaba que le diera libros prestados, porque ello le impedía subrayarlos y hacerles notas marginales. Observé que a cada párrafo leído le hacía una equis de cabo a rabo. Hace poco me pidió el poema Vuelta a la Patria, de Pérez Bonalde, el cual lo bajé de internet, lo engrapé y se lo entregué en La Flor de Carora, su lugar de rochela consuetudinario y en el que estuve el día de ayer extrañando su amigable y bonachona presencia.
En cierta ocasión me acompañó al lecho de enfermo del Obispo de Carora, Monseñor Eduardo Herrera Riera, para que le hiciera una entrevista cuando este príncipe de la Iglesia  Católica veía inevitable el ocaso de su existencia terrenal. Nos reímos a carcajadas  con las ocurrencias y salidas de Eduardo.
Se nos marcha un paladín del entendimiento y de la cordialidad, un caballero que sufrió de la adversidad al perder su matrimonio y a una de sus hijas en la primavera de la existencia, pero nos queda un hermoso e inmarcesible legado de Toño, casi en su totalidad creado y construido por su expansiva personalidad: una versión sin par y extraordinaria del hombre cordial y generoso.

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