Toño Zubillaga fue un
amigo que heredé de mi padre, Expedito, casi desde nuestra llegada a Carora en
1960. Se retira de la vida terrena este descendiente de esa altiva raza de
seres humanos, los vascos españoles. Llevaba bien colocado su apellido, que en
la inmemorial lengua vascuence significa puente. Eran, y siguen siendo los
Zubillaga, el puente, el vínculo y pasadero
entre los que fueron (y son aún) grupos
sociales colocados unos al margen de los otros: los godos cara coloradas y el
populacho de al otro lado de la quebradón
Carora.
Fiel a esta condición de intermediarios
culturales, los hombres y mujeres que han llevado orgullosos tan sonoro
apellido, han jugado un papel de primer orden en el entendimiento y aveniencia
en una sociedad marcada por la polarización social y cultural, y que se expresó
simbólicamente en una prohibición ya desaparecida y odiosa: la de sentarse la gente del común en
los bancos de los cara colorada en la iglesia de San Juan Bautista de Carora.
Los Zubillaga no han
sufrido de este complejo y a veces incomprendido comportamiento separatista y
prejuicioso. El primero de ellos en llegar a Venezuela, en 1794, Agustín Luis,
pronto se puso al servicio de la causa republicana; Chío Zubillaga se enfrentó
a la clase social, que se asemeja a una casta y de donde él mismo provenía,
colocándose del lado de los humildes y analfabetas. Los Zubillaga han sido de
tal manera mayordomos de las cofradías, dentistas, maestros de escuela,
boticarios y farmaceutas, tenderos, jugadores de pelota criolla, beisbolistas,
cantantes, comerciantes de víveres, empleados bancarios, administradores, oficios
tan diversos en los cuales el contacto con el populacho era inevitable y a la
vez fecundo en el camino de la creación de lazos perdurables de amistad y
entendimiento.
Toño fue en sus
mocedades un galán entre las damitas de los barrios caroreños, a ello
contribuía, sin duda, su inconfundible y gutural voz, la que identificaba el
beisbol tradicional, la segunda religión de los caroreños. Debo destacar que mi
padre y Toño eran grandes amigos, camaradería que se selló cuando Toño apadrinó
a uno de mis hermanos nacidos en Carora: Carlos Enrique. Mientras vivíamos en
el Grupo Ramón Pompilio Oropeza, todos los meses de diciembre llegaba el regalo
navideño para el retoño caroreño de Expedito.
Cuando se produjeron los abruptos cambios
políticos de finales de siglo XX, se colocó inmediatamente al lado del proceso
que se inició en 1999, tal y como Chío Zubillaga lo hubiese hecho
indefectiblemente.
Era un lector
infatigable y por tal razón visitaba mi Oficina de Cronista con cierta
regularidad a la búsqueda de un título nuevo de nuestro sello editorial. No le
gustaba que le diera libros prestados, porque ello le impedía subrayarlos y
hacerles notas marginales. Observé que a cada párrafo
leído le hacía una equis de cabo a rabo. Hace poco me pidió el poema Vuelta a
la Patria, de Pérez Bonalde, el cual lo bajé de internet, lo engrapé y se lo
entregué en La Flor de Carora, su lugar de rochela consuetudinario y en el que
estuve el día de ayer extrañando su amigable y bonachona presencia.
En cierta ocasión me
acompañó al lecho de enfermo del Obispo de Carora, Monseñor Eduardo Herrera
Riera, para que le hiciera una entrevista cuando este príncipe de la
Iglesia Católica veía inevitable el
ocaso de su existencia terrenal. Nos reímos a carcajadas con las ocurrencias y salidas de Eduardo.
Se nos marcha un
paladín del entendimiento y de la cordialidad, un caballero que sufrió de la
adversidad al perder su matrimonio y a una de sus hijas en la primavera de la
existencia, pero nos queda un hermoso e inmarcesible legado de Toño, casi en su
totalidad creado y construido por su expansiva personalidad: una versión sin
par y extraordinaria del hombre cordial y generoso.