martes, 22 de septiembre de 2020

El nacimiento del Liceo Egidio Montesinos de Carora

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No se imaginaba el rico y acaudalado comerciante don Andrés Tiberio Álvarez, entonces primera riqueza del Distrito Torres,  que sus planes de abrir un Colegio de enseñanza secundaria de carácter particular o privado en Carora  en 1890 iba a tener tan inmensas consecuencias. La primera de ellas es la de que desde el Colegio La Esperanza, que tal fue el nombre que inicialmente se le dio al instituto,  nace al año siguiente, en 1891, el Colegio Federal de Segunda Categoría de Carora, y que en los días que corren ese centro educacional recibe el nombre de Liceo Egidio Montesinos, institución ésta heredera de las glorias de aquellas dos anteriores. Carora toda se debe a este par de notables instituciones educativas nacidas en el ya lejano y turbulento siglo XIX venezolano.

Sucedió en abril de 1890, hace 130 años, al pie  del busto del General Pedro León Torres que se erigía en la Plaza Bolívar de Carora, cuando un grupo de “patricios caroreños” vio venir de la iglesia San Juan al joven abogado recién egresado de la Universidad de Caracas, Dr. Ramón Pompilio Oropeza. Le propusieron que tomara la rectoría  de un centro educativo de secundaria “para tanto joven que languidecía en la ignorancia”, pues ya habían desaparecido los Colegios San Andrés del Dr. Ezequiel Contreras en 1855, y el Colegio de La Paz del Dr. Lázaro Perera en 1886, a lo que debemos agregar que el Colegio de La Concordia del bachiller Egidio Montesinos se hallaba distante, pues funcionaba en la “ciudad madre” de El Tocuyo. En este grupo de notables de Carora se contaban el próspero comerciante Amenodoro Riera, don Adolfo Meléndez, don Andrés Tiberio Álvarez Urrieta y don Ignacio Álvarez. Estos caballeros pertenecían al “patriciado caroreño”, clase social dominante que aun hoy exhibe rasgos de casta, que era la única que era capaz de acometer aquella empresa de cultura, pues el carácter semiclásico y alejado de la práctica de tales estudios, constituía un escenario cerrado para la gente humilde y analfabeta. Era aquella una educación de castas y privilegio de unos muy pocos en aquella Venezuela pobre, enfermiza, analfabeta y en donde las diferencias de clases sociales eran muy profundas.

Es necesario destacar que en menos de un mes y sin la intervención del Ministerio de Instrucción, los padres y representantes lograran establecer un plantel de educación secundaria. La obra fundacional, eso sí, contó con el concurso del Concejo Municipal de Carora y también de los “patricios caroreños.” Fue la obra de la iniciativa ciudadana de una remota y aislada localidad del occidente de Venezuela como Carora, acostumbrada a resolver por sí misma sus propios problemas.

Así, convocan a un acto público para inaugurar el Colegio La Esperanza el 1° de mayo de 1890, en una antigua casa del siglo XVIII ubicada en la calle del Comercio. Preside el acto el general Federico Carmona, junto a Andrés Riera, Antonio María Zubillaga, Andrés Tiberio Álvarez, Ramón Pompilio Oropeza y Amenodoro Riera. Los alumnos instaladores fueron 22, todos varones, pues las mujeres no tenían acceso a la educación secundaria, ellos eran: Rafael Fidel Montesdeoca, Pedro Francisco Carmona, Heriberto Álvarez, Pablo José Álvarez, Rafael Lozada, Dionisio Álvarez, Florentino Santeliz, Pablo González, José María Zubillaga, Ignacio Zubillaga, Froilán Rafael Álvarez, Ernesto Álvarez, Ramón Riera, Juvenal Montesdeoca, Juan Bautista Franco, Fortunato Franco, Porfirio Álvarez, Ignacio Andrés Álvarez, Rafael Riera, Valerio Santeliz, Pedro Antonio Crespo. Firman el Acta de Instalación del Colegio La Esperanza: Federico  Carmona, Andrés Riera, Antonio María Zubillaga, Andrés Tiberio Álvarez, Dr. Ramón Pompilio Oropeza y Amenodoro Riera.

Los padres de familia fundadores recogieron una suma de dinero estimada en 9.000 bolívares para que La Esperanza funcionara durante un año como instituto privado o particular. El Colegio cobraba una mensualidad de 20 bolívares por cada alumno, el Rector ganaba un sueldo de 400 bolívares por mes, el Vicerrector 300, se pagaba alquiler a la municipalidad una suma de  80 bolívares mensuales. Como se ve, el instituto no poseía local propio, pues los gobiernos del siglo XIX no tenían una política sistemática de construcción de edificios escolares. Tampoco existían las pizarras, ni la tiza ni los pupitres.

Los catedráticos o docentes eran apenas dos: el bachiller Mariano Álvarez, quien dictaba las clases de Geografía y Cosmografía, Aritmética, en tanto que el Dr. Ramón Pompilio Oropeza se encarga de las de Gramática Castellana, Etimología y Sintaxis, Latinidad, Griego. Como se podrá observar, era un plan de estudios bastante anacrónico, que ya estaba superado en Europa y Norteamérica, donde dominaban las Humanidades Clásicas sobre la Ciencia Natural. Era una enseñanza libresca y muy teórica, no existían laboratorios para realizar experimentos en Física o Química.  Otras asignaturas del Colegio y que hogaño nos parecen una rareza eran: Retórica, Cosmografía, Etimología, Prosodia, Astronomía, Cronología. A estas heteróclitas y extrañas asignaturas agreguemos las más conocidas: Física Experimental, Aritmética, Francés, Latín, Gramática Castellana, Pedagogía.

Once meses luego de fundado el Colegio La Esperanza, el instituto fue colocado en el presupuesto de la nación en 1891 por el breve gobierno del presidente de Venezuela Dr. Raimundo Andueza Palacio y su Ministro de Instrucción, el novelista Eduardo Blanco. Pasó desde entonces el instituto a llamarse Colegio Federal Carora, se le anexa una escuela de Agrimensura, y  una escuela primaria,  dirigida por Rafael Lozada.

Los primeros bachilleres en Ciencias Filosóficas egresados del Colegio en 1894 fueron Ignacio Zubillaga, Beltrán Perdomo Hurtado, Pedro Francisco Carmona Ramón Riera Álvarez, Pablo Álvarez Riera y Rafael Márquez. Lograron su título luego de cursar en “trienio filosófico” de nuestra semiprivilegiada, semiclásica y semiaristocrática educación secundaria del siglo XIX. Esta condición de privilegio educativo no solo era exclusiva de Carora, pues así también sucedía en el resto de Venezuela e Hispanoamérica.

En 1895 el instituto sufrió un conato de cierre durante el gobierno del general Joaquín Crespo, presidente que funda el Colegio Federal de Carabobo, un doloroso hecho que era insólitamente frecuente en aquella Venezuela de montoneras y golpes de estado y que no termina sino cuando el general Cipriano castro derrota la Revolución Libertadora en 1904, nuestra última guerra civil.

Hasta el año 1898 egresaron del Colegio 28 jóvenes bachilleres en “Ciencias Filosóficas”, entre los que destacan Dimas Franco Sosa, Juan Bautista Franco, Rafael Lozada, Rafael Tobías Marquis, Carlos Zubillaga Perera, Miguel Ángel Gutiérrez Oropesa. En 1899 no hubo clases por causa de la guerra.

 En 1900 el presidente Cipriano Castro y su Ministro de Instrucción Dr. Félix Quintero suprimen la institución toda, el Colegio de secundaria, la Escuela de Agrimensura y la Escuela primaria anexa. Lo mismo sucede en 1903 cuando el ministro de Instrucción Dr. Eduardo Blanco decreta la supresión de las universidades del Zulia, Carabobo, el Colegio Superior de Guayana, todo lo cual dice Mariano Picón Salas, será “Una constante perniciosa de nuestra historia republicana. Una dolencia profunda que no era tan sólo de la Educación, sino de todo nuestro organismo histórico.”

 En septiembre de 1900 los doctores Ramón Pompilio Oropeza y Lucio Antonio Zubillaga reabren la institución con su antiguo nombre de Colegio La Esperanza, pero como particular o privada, tal como había nacido en 1890. Este cierre como Colegio Federal se prolonga por largos 11 años, hasta que el nuevo presidente de Venezuela, el general Juan Vicente Gómez y su Ministro de Instrucción Dr. José Gil Fortoul, reabren el Colegio Federal Carora al situarlo de nuevo en el presupuesto nacional. 

 

El 16 de septiembre de 1911 se reabre el Colegio Federal Carora en un acto solemne presidido por Ramón Pompilio Oropeza, Lucio Antonio Zubillaga y Rafael Lozada. Los alumnos que se incorporan son Felipe Alcalde, José María Aldazoro, Ramón José Álvarez, Ricardo Álvarez, Federico José Carmona, Fenelón Perera, Roberto Montero, Carlos y José Clemente Montesdeoca, Pastor Oropeza, Juan Bautista Gallardo y José Franco.   Venezuela respira un aire de tranquilidad, pues el viejo caudillismo del siglo XIX estaba derrotado para siempre y la estabilidad económica aparece con los inicios de la actividad petrolera y la llegada de las compañías norteamericanas al suelo patrio.

 

En 1925 fallece el Sub Director del Colegio, Dr. Lucio Antonio Zubillaga, en tanto que su fundador, el Dr. Ramón Pompilio Oropeza muere en 1937, después de casi medio siglo de fecundo magisterio, venciendo enormes dificultades: incomprensión, guerras civiles, epidemias, obsolescencia académica, cierres intempestivos de la institución. Pese a todo este cuadro de miserias e incurias el Dr. Ramón Pompilio Oropeza y el Dr. Lucio Antonio Zubillaga formaron una de las generaciones intelectuales más  brillantes de Venezuela de la primera mitad del siglo XX.

 

 

Estos fueron los inicios de los Colegios La Esperanza y Federal Carora, instituciones donde se formó una verdadera elite cultural compuesta en su mayoría por elementos que se extraen del “patriciado caroreño”. Entre ellos podemos destacar al Dr. Pastor Oropeza, al Pbro. Dr. Carlos Zubillaga, Juan Bautista Franco, Dr. Rafael Tobías Marquís, Dr. Ricardo Álvarez, Federico José Carmona, Cecilio Zubillaga Perera, Dr. Ambrosio Oropeza, Br. Rafael Lozada, Dr. José Herrera Oropeza, Dimas Franco Sosa, Dr. Luis Beltrán Guerrero,  Miguel Ángel Meléndez, Dr. Ambrosio Perera, Dr. Juan Oropesa (sic), Pablo Álvarez. José Herrera Oropeza, Antonio Herrera Oropeza, Alí Lameda, Elisio Jiménez Sierra, Dr. Guillermo Morón, Dr. Eddie Morales Crespo, Dr. Agustín Zubillaga, Dr. Gustavo Leal, Dr. Carlos Gil Yépez, Dr. Juan Sequera Cardot, Dr. Pablo Álvarez Yépez, Dr. Luis Rosas, Dr. Homero Álvarez, Luis Oropeza Vásquez, Dr. Carlos César Rodríguez,  Dres. José Elías, Salomón y Jacobo Curiel Bravo, Obispo Eduardo Herrera Riera, Dr. Lulio Chávez, Dr. Hermes Chávez Crespo, entre otros.

También cursaron estudios secundarios en el Colegio Federal Carora prósperos hombres de negocios y propietarios de haciendas ganaderas como Flavio Herrera,  Teodoro Herrera, Gonzalo González, José Alejandro Riera, Octaviano Herrera, Pablo Riera, Germán Herrera, Leopoldo Perera, Carlos Herrera, Ricardo Meléndez Silva, Mario Oropeza.

El sexo femenino se incorpora muy tardíamente a la educación secundaria en Carora. En 1931 el Dr. Oropeza recibe a las primeras alumnas en el Colegio Federal: ellas son María Luisa Rodríguez, Eva Teresa Acosta, Emérita Acosta, Sacramento Suárez, Leoncia Castañeda.  La primera bachiller en obtener su título fue la señorita Sacramento Suarez, en 1935.

 Como hemos podido observar, la educación era un privilegio al cual tenían acceso contadas personas. Esta desigual situación se fue disolviendo paulatinamente y la “educación de castas” que dominaba dio paso a la “educación de masas”, como acertadamente escribió el Dr. Luis Beltrán Prieto Figueroa.

En el año 1949, cuando mandaba manu militari al país la Junta Militar de Gobierno, el Colegio Federal Carora pasa a llamarse, siguiendo el modelo francés, Liceo Egidio Montesinos, en honor al maestro tocuyano del joven Ramón Pompilio Oropeza, quien recibió su título de bachiller en el Colegio de La Concordia de las manos de este insigne educador larense y venezolano en 1886.

 

Este ensayo se alimenta de las siguientes fuentes:

Cortés Riera, Luis Eduardo. Del Colegio La Esperanza al Colegio Federal Carora, 1890-1937. Fondo Editorial de la Alcaldía del Municipio Torres, Fundación Buría. Carora, 1997. Trabajo de Grado de Maestría tutorado por el Dr. Reinaldo Rojas, y fueron jurados el Dr. Rafael Fernández Heres y el Dr. Federico Brito Figueroa. 

Mora Santana. Luis Eduardo. Del Colegio Federal Carora al Liceo Egidio Montesinos, 1911-1969. Trabajo de Grado de Maestría tutorado por el Dr. Luis Eduardo Cortés Riera, los jurados fueron la Profesora, Magíster en Educación Neffer Álvarez, y el Profesor, Magíster en Historia Taylor Rodríguez García. UPEL, Barquisimeto, 2005.

 

Carora, septiembre de 2020.

Luis Eduardo Cortés Riera.

cronistadecarora@gmail.com

 

viernes, 18 de septiembre de 2020

Carora en 1969 - A la memoria de Víctor Julio Ávila

   Ese año ha quedado como fijación permanente en mi memoria por haber ocurrido tres hechos trascendentales entonces: la llegada del hombre a la Luna, el Cuatricentenario de Carora y mi graduación de bachiller en el Liceo Egidio Montesinos. Habría que agregar la disolución de la banda rockera británica de Los Beatles y el allanamiento manu militari de la Universidad Central de Venezuela por el Dr. Rafael Caldera I.

 Las instituciones de gobierno en la Carora de hace medio siglo eran once y empleaban a 538 personas. Hogaño habrá que multiplicar esta cifra por 10. Lejos estábamos del monstruoso crecimiento del Estado, de lo que llama Octavio Paz el “ogro filantrópico”. El Censo de población arroja en ese tiempo la cantidad de 31.934 almas en aquella ciudad pueblerina y cordial que era Carora.

En ese entonces contábamos apenas con siete alojamientos: Hotel del Comercio, Hotel Parrilla Italia, Hotel Familia, Hotel Lara, Hotel Victoria, Hotel Bologna de Livio Martinengo, Hotel Mara. El líder político más resonante por su atrabiliario léxico  era el falconiano Jesús Morillo Gómez, dirigente del partido social cristiano Copei, quien llega a la ciudad del Portillo a trabajar en los Silos de Adagro de la avenida Miranda.

Las instituciones  de gobierno que empleaban a más personas eran el Ministerio de Educación con 132 empleados, a todos los cuales se les cancelaba Bs. 161.500,00 cada mes; la otra era el Concejo Municipal con 132 empleados (hogaño somos 824) que devengaban, entre todos, Bs.165.000,00 mensualmente.

La Oficina de Identificación y Extranjería, “La Cédula”, que estaba ubicada en la calle Lara, era atendida por cinco funcionarios, el más emblemático de ellos era el popular y dicharachero Blas Meléndez, los salarios montaban a Bs. 14.521,00 mensuales; la Zona 4 del Instituto Agrario Nacional (IAN) daba trabajo a cinco personas cuyos sueldos mensuales ascendían a Bs. 5.450,00; tres ciudadanos atendían el Ministerio del Trabajo, la Comisionaduría, quienes ganaban globalmente Bs. 2.144,00 cada mes; el Ministerio de Obras Públicas (MOP) laboraban cinco personas, quienes ganaban Bs. 6.030,00 mensuales; en “la” INOS o Instituto Nacional de Obras Sanitarias trabajaban 36 ciudadanos, los cuales devengaban globalmente Bs. 38.145,55, salarios que ganaban para extraer y distribuir  un agua de alto contenido de hierro y salitre sacada de los pozos subterráneos de La Miel, ubicados en la vía Lara-Zulia.

En el Ministerio de Comunicaciones se ganaban el pan 62 personas, 14 en Tránsito Terrestre, ubicado al lado del Centro Lara, 40 en la Oficina de Correos, calle Lara, esquina calle Sucre, ocho en la Oficina de Telégrafos en la calle Bolívar, todo ese personal ganaba Bs. 33.171.80 cada mes; 26 personas trabajaban en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, ubicado entonces en la calle Lara, los cuales percibían Bs. 33.292,40 cada 30 días; el Ministerio de Justicia daba empleo a 38 ciudadanos, seis en el Registro Subalterno, donde descollaba el amable y gentil escritor don Antonio Crespo Meléndez, tres en la Medicatura Forense, cinco en el Juzgado del Distrito, allí brillaba la eminente Doctora Lida Álvarez de Briceño Canelón, en tanto que en el Consejo Venezolano del Niño (CVN) lo hacían 24 personas, uno de ellos ni amigo Profesor Gerardo Armao Vásquez, todas esas personan recibían salarios que montaban los Bs. 23.068,00 mensuales; y finalmente en el MAC o Ministerio de Agricultura y Cría, Región 3, cuyas oficinas se situaban en la avenida Miranda, empleaba a 41 venezolanos,  quienes devengaban cada 30 días salarios que sumaban Bs. 48.635,oo; no dispongo de datos de la Comandancia de Policía, que funcionaba en la calle Comercio, en la casona donde nace el Colegio La Esperanza o Federal Carora en 1890, hogaño frente a la Casa de la Cultura, eminente obra  ésta del odontólogo caraqueño Dr. Juan Martínez Herrera, quien casado con la caroreña y también odontóloga  Teresita Yépez de Martínez se vino a vivir a nuestra ciudad en 1963.

Tres años antes  hacía otro tanto quien escribe, pues el 15 de septiembre de 1960 llegamos desde la hermosa población andina de Humocaro Alto del Distrito Morán, la familia de mi padre Expedito y Claver de Cortés, nos instalamos en la residencia del Director del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza, instituto donde vivimos hasta 1981, año en que mi papá recibe su merecida jubilación después de rutilante y luminoso magisterio al frente de ese instituto de primaria que fue fundado en 1949 con el nombre popular de “La Concentración Escolar.”.

Luis Eduardo Cortés Riera.

cronistadecarora@gmail.com


Carora en la década de 1960 - A la memoria del profesor Emerson Corobo Rojas


Cuando llegué a Carora en 1960 procedente de los Andes larenses, pensé haber llegado a otro país, a otra cultura distinta a la nuestra. Sucedió que oí a mis ocho años de edad una extraña conversación que mantenían unas  abuelas  que decía más o menos así: “En casa de Chelencho, Chus, Changue y Chía venden chicharrones, chicha y chinchurrias.”  Creo que esa heteróclita expresión es única en su género en el mundo, no creo que se repita en otro lugar del planeta tan insólita y sorprendente conversación. Comencé a darme cuenta entonces de la tremenda y formidable originalidad de aquella ciudad enclavada en el semiárido del occidente de Venezuela, singularidad que después de 60 años de vivir acá aún me asombra y  fascina. En la geografía simbólica de Venezuela  es Carora una tierra de la risa y la penitencia, del intelecto y la pereza, el estío y la inundación, la cordura y el delirio, la virgen morena y el demonio.

Había llegado en mi niñez a la “Ciudad levítica de Venezuela”, asiento y residencia de maravillosas historias y leyendas como la del diablo de Carora, la visión de don Cristóbal de la Barreda de la Virgen de Chiquinquirá de Aregue, la Maldición del fraile Aguinagalde. La clase dominante de la urbe son los famosos  godos de Carora, una como casta  heredera de una larga tradición que hunde sus linajudas raíces en la Colonia. Se les llama patricios caroreños, blancos de la plaza o caracolorás, minoritario grupo social  que practica una endogamia biológica y espiritual, celosa cerrazón que hasta tiene su codicilo escrito en dos gruesos tomos escritos por Ambrosio Perera: Historial genealógico de familias caroreñas.  

Aquí conocí el reverberante calor y los enjambres de zancudos como los de Macondo. Un día mi padre, Expedito Cortés, se aparece en casa con unos desconocidos envoltorios alargados que semejaban a capullos de orugas de mariposas gigantescos. Eran los mosquiteros para mantener a raya los temibles insectos que nos acababan de dar una bienvenida con sus picaduras que nos parecían entonces infinitas. Aparejado a ello conocí a unos objetos  olorosos que eran como unos guardianes de nuestros sureños: los espirales Plagatox. En mi aldea natal, Cubiro, no se conocían tales dispositivos, pues ni zancudos había.

   En esos recoletos años la ciudad no contaba con universidad alguna, apenas tenía un instituto de secundaria: el Liceo Egidio Montesinos, instituto que nace por iniciativa particular de los godos de Carora en 1890 con marcado sentido aristocrático: el Colegio La Esperanza. Los muchachos de la godarria y los del popular barrio Torrellas o del  sector Trasandino, compartíamos allí  pupitres, lecciones de latín, francés, mineralogía, moral y cívica  y bandejas del comedor. El Colegio Cristo Rey de los padres escolapios apenas llegaba hasta segundo año. Igual el de las monjas dominicas que fundara don Teodoro Antero Herrera Zubillaga.

Quien escribe cursaba segundo año en 1965 y traía una materia de “arrastre” de primer año: la temible matemática que dictaba un profesor español del exilio, Ismael García, conocido cariñosamente como Yeyo. En febrero -mes de espanto- botaban al estudiante que le quedaran la mitad más una materia o asignatura. Era un insulto grave que le gritaran uno: ¡febrero! Las más bellas compañeras de estudios de bachillerato eran Mirla Coronado, Gisela Arias, Yolandita Ramírez. Ninguna tuvo ojos para mí.

En el Ministerio de Educación laboraban en aquel tiempo ya lejano 185 personas, entre docentes, secretarias y bedeles o aseadores.  Había apenas un único supervisor para todo el extenso Distrito Torres: el profesor  falconiano Pedro Rafael Quiñones. En el difunto INOS (Instituto Nacional de Obras Sanitarias) se ganaban el pan 36 obreros y oficinistas, en el Ministerio de Sanidad 24, allí brillaban tres médicos de apellidos sefarditas egresados de la Universidad de Mérida: los hermanos Chelías Jacobito y Salomón  Curiel Bravo. En la Oficina de Correos laboraban 38 personas, en el Telégrafo nueve, en el Concejo Municipal 105 (hoy somos 824), en Tránsito batallaban 12 fiscales, de entre los cuales descollaba el terrífico “Boletica”, así conocido porque terminaba un talonario de boletas en menos de una semana. Ese año se levantaron 42 cadáveres por accidentes carreteros en automóviles, 13 en motocicletas americanas, pues las niponas no habían hecho su rutilante entrada en esos días. Eran  apenas 1.316 los carros particulares, 37 los autobuses, 148 vehículos de tracción de sangre, el más emblemático de ellos era La Burrita, un carrito de frutas y hortalizas tirado por ese noble jumento que  estacionaba todos los días en la plaza del tanque de agua elevado que los militares exhiben ahora en el Fuerte Manaure. Una línea de taxis que intenta establecerse fracasa estrepitosamente, pues la gente prefiere caminar. A ello hemos vuelto hogaño por ausencia de la gasolina, la savia de la humana civilización.

El desempleo era horroroso en los sectores populares y barriadas: en Carorita llegaba al 20%, en El Trasandino al 14%, Barrio Nuevo 32%, Pueblo Aparte 20%, Santo Domingo 13%, Torrellas 6%, apenas un 4% en el Casco Viejo, hogaño llamado Zona de Valor Histórico y Colonial. El sueldo mínimo rondaba los seis bolívares semanales. ¡Y alcanzaba! Ganar más de 1.000 bs. mensuales era muy raro. Los juegos de envite y azar florecían como hongos después de la lluvia, pero el más atrayente era la lotería de animalitos que por radio trasmitía el ganador todas las tardes desde la población de Betijoque, Estado Trujillo. Un enjambre de “dupleteros”  de animalitos se apodera de la ciudad entonces. Un estudio sociológico revela que el mayor número de estos vendedores de fortuna fácil se ubica en el barrio La Greda. 

Las viviendas eran 4.638, la mayoría de tejas, caña brava, adobes de barro y una sola planta. El 85% de ellas contaba con servicio de agua que procedía de los pozos de La Miel,  distantes a 20 kms. al oeste de la ciudad, en la carretera Lara-Zulia. Perforaciones que hogaño deben ser reactivados. Su contenido de hierro y salitre era muy alto. El consumo del vital líquido alcanzaba los 7.500.000 litros al día. Existían 21 pilas de agua públicas: siete en Barrio Nuevo, dos en Pueblo Aparte, cinco en el Torrellas, dos en el casco viejo, dos en las cercanías del Cementerio Municipal de la avenida 14 de Febrero, dos en Santo Domingo. La fuente de agua que estaba en la calle Lara, cerquita de la casa de mi suegra Rosa Pérez de Mujica,  había sido tomada por un aparecido que atemoriza a los pocos trasnochadores de esos días.

El agua se almacenaba en pipas encementadas, las que eran un excelente criadero de mosquitos y zancudos. Benito Rodríguez y Antonio Aponte, a la sazón “bedeles”, palabra casi desaparecida, del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza, le prepararon dos pipas a mi madre, la señora Claver Riera, esposa del director del instituto, el profesor Expedito  Cortés, quien estuvo al frente de esa institución desde 1960 hasta 1981. Fueron 21 años de esplendor y prestigio que aún no han sido superados.

 El agua del río Morere contenía 7.000 bacterias por centésimas de milímetro. Hogaño serán unas 21.000. “Hilo de miel de perezoso curso”, lo llamó el poeta. La gente deja de consumir en ese entonces agua mineral La Mata traída desde Barquisimeto debido a su alto costo: 2,75 bolívares el envase de 30 litros. Hogaño y en tiempos de coronavirus cuesta la friolera de 120.000 bs. en el abasto de los Cañizalez.

   La planta de tratamiento de “la” INOS estaba en la calle Falcón, en el mismo sitio donde estuvo nuestro convento franciscano durante la Colonia, sagrado lugar   donde fueron a guarecerse los contrabandistas Hernández Pavón durante los trágicos sucesos que dieron lugar a la leyenda del diablo de Carora en 1736. Tras ellos las autoridades violaron el recinto monjil, no repararon en los ruegos de los piadosos levitas    franciscanos, se los llevan a empellones hasta la Plaza Mayor, donde sumariamente son ejecutados los presuntos delincuentes.

 La población de la ciudad  de San Juan Bautista del Portillo de Carora, que tal es su denominación completa, no llegaba a 31.000 almas. Una serpentina carretera asfaltada, construida por el presidente general Eleazar López Contreras, con 360 sinuosas curvas y 46 angostos puentes nos mantenían semiaislados de la capital larense y del centro de Venezuela. La carretera Lara-Zulia era de reciente factura, obra del perejimenato.  Por ello la llamada “personalidad básica” del caroreño era muy fuerte. Todos nos conocíamos y compartimos con aprobación unánime la afición y el gusto por las hamacas, las siestas de mediodía, el beisbol tradicional, los baños  colectivos en el pozón de Chicorías, los rumbosos bailes en el Centro Lara animados con música del Supercombo Los Tropicales o Los Masters  de Maracaibo, las caraotas refritas,  el suero y la crema con arepitas calientes, los toros coleados en la calle Coromoto con cervezas Zulia de latas, y el infaltable mondongo dominical de que el Pelelojo o el de que las Cañizales.

Los aficionados al cine éramos legión, pues un enjambre de cinéfilos nos agolpábamos en las taquillas de los teatros Salamanca, Bolívar, Estelar y Trasandino a mirar extasiados  y boquiabiertos las curvas de la mexicana Ana Berta Lepe, a la escultura  rioplatense Isabel Sarli, el humor blanco de Viruta y Capulina, las cadencias y meneos de caderas de Elvis Presley, el film Las fresas de la amargura; el suspenso de Alfred Hitchkock en su memorable cinta Los Pájaros; y no podía faltar Al maestro con cariño con Sidney Poitier. El cine Salamanca de Gonzaño Gonzalez era una sala resplandeciente, acogedora por tener un maravilloso taquillero, formidable e ingenioso conversador, amigo de las tertulias y peñas, de las espumeantes del mítico Bar El Páramo: El Catire Timaure, discípulo del eminente batallador social Chío Zubillaga Perera.

Los acontecimientos más memorables de la década fueron: la caída del avión cargado de vacas  y toros en el aeropuerto de La Greda, todavía oigo sus lastimeros bramidos al consumirse entre llamas; el conato de magnicidio sufrido por el presidente Rómulo Betancourt en la avenida Los Próceres en Caracas; ñps alzamientos de militares izquierdistas de El Porteñazo y El Carupanazo; la terrible cornada que sufre Carlos, El Sospechoso, durante una tarde de toros coleados en la calle Coromoto; el triunfo electoral en la rayita del aspirante a la presidencia de Venezuela doctor Rafael Caldera; la muerte del llamado “papa bueno” Juan XXIII; la visita a la ciudad y a la iglesia de San Juan del padre Biaggi, a quien se le acusaba de asesinar a una prima suya; el atraco a una entidad bancaria, BANFOCOVE, ubicada en la plaza Bolívar de Carora; la crisis de los misiles soviéticos en Cuba; la celebración del Cuatricentenario de la ciudad de Carora en 1969; mi grado de bachiller en ciencias en el Liceo Egidio Montesinos en ese mismo año; la llegada del primer hombre a la Luna; el escándalo de La Mansión Negra de Pablo Ovalles, alias El Camión;  la publicación en Buenos Aires de la hoy reconocida como novela global Cien años de soledad en 1967; el nacimiento de los quintillizos Prieto Cuervo en Maracaibo; un gigantesco enjambre de moscas se abalanza sobre las calles de la ciudad, luego que un chofer disgustado con la empresa Kraft derrama 8.000 litros de leche cruda en el pavimento; el derrumbe por un supertanquero petrolero del Puente sobre el Lago de Maracaibo; el sorprendente y prodigioso  ajuste que hizo Juan Arcila a la Tabla de Allen cuando cursaba quinto año en el Liceo; mi expulsión del Egidio Montesinos por una semana por un crimen que no cometí; la división del “partido del pueblo” Acción Democrática que da nacimiento al Movimiento Electoral del Pueblo del Maestro Prieto Figueroa; una banda de motorizados siembra el terror entre las parejitas que hacen el amor en sus carros estacionados en las carreteras; la inflamada retórica antigoda del líder copeyano Jesús Morillo Gómez; el insólito y vil asesinato de El Negro Ávila en la plazoleta de El Néctar; el triunfo de Tania Pérez como Reina Nacional del Deporte en 1968. 

Los gustos musicales eran variadísimos e iban desde Los Corraleros de Majagual al argentino Sandro;  del español  Rafael a la Billos Caracas Boys; de la Orquesta La Playa al ecuatoriano Julio Jaramillo;  del invidente puertorriqueño José Feliciano y su perra a la banda británica de Los Beatles; resonaban El amor es azul de Paul Muriat  y Por qué se fue en varias versiones; el argentino Jonny Tedesco, y Los Monkeys eran nuestros ídolos en tiempos de la Revolución Cultural china y los memorables sucesos del Mayo Francés de 1968; las cantantes más oídas eran la zuliana Lila Morillo, la hispana  Rocío Durcal y la italiana Rita Pavonni.

En 1964 el doctor Juan Martínez Herrera funda el Orfeón Carora, todo un acontecimiento cultural al que seguirá la creación de la Casa de la Cultura de Carora en 1965; en ese templo del saber y de la cultura que nació en la Casa Amarilla, nos deleitábamos con los conciertos de los guitarristas Alirio Díaz y Rodrigo Riera, el canto de Morela Muñoz y de Jesús Sevillano, el golpe curarigüeño de don Pío Alvarado. Allí se efectuaban las reuniones de Interac Club, dirigidas por un culto caballero del patriciado caroreño: Manolo Riera.

Mis lecturas favoritas eran los libros de Julio Verne De la Tierra a la Luna, Miguel Strogoff, la novela Papillón de Henry Charriere, El retorno de los brujos de Jacques Bergier y Louis Pauwels; el alucinante y sorprendente El Orgasmo de Dios de Andrés Boulton Figuera de Mello, la novela Ifigenia de Teresa de la Parra, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Los novios, de Manzoni, la revista de  sexología Luz (que le hurtaba a mi madre Claver); mi padre Expedito llevaba todos los días a casa El Diario de Carora y El Impulso de Barquisimeto; desde 1968 iniciamos la lectura en mi hogar del periódico de Miguel Otero Silva: El Nacional; las revistas  que se leían eran Elite, Momento, Vanidades, Bohemia; la de humor era El gallo pelón; en el bolsillo trasero de los venezolanos no faltaba La Fusta para elaborar los cuadros de caballos, que en Carora se sellaban en el Bar Alaska, contiguo a la bomba 5 de Julio de Ché Ramón Hernández.

Esta fue como una evocación hecha casi toda de memoria de la noble y apacible ciudad en la que viví mis años más felices y risueños de mi ya larga existencia, los que tienen una pausa en enero de1970, comienzo de otra década en que con muchos sueños y proyectos me fui con 17 años a cursar estudios en la Universidad Central de Venezuela. Regresaría graduado años después a impartir magisterio en educación media o bachillerato durante 26 años. Pero esto será motivo de una próxima entrega que tocará la Carora de la década de los años 1970.

Estas evocaciones mías las ha inspirado el extraordinario antropólogo brasileño Gilberto Freyre, autor de Casa-grande y senzala, obra que ha significado el nacimiento literario del Brasil, así como también la advertencia del mexicano Octavio Paz al afirmar que una de las grandes fallas de la literatura hispánica es la escasez de memorias.  He aquí, pues, una parte de la propia.

Carora, junio de 2020. 

Luis Eduardo Cortés Riera.

cronistadecarora@gmail.com

 

 

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El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...