Cuando
en una fría y brumosa mañana de marzo de 1972, en la merideña Universidad de Los
Andes venezolana, recibí de las hermosas manos de mi compañera de estudios Giovanna
Higuera un pequeño libro llamado El
laberinto de la soledad, quedé deslumbrado, por no decir atónito desde
entonces después que hicimos una lectura en común. En una Facultad de Humanidades
y su Escuela de Historia, de signo marcadamente marxista, leer una obra del
mexicano Octavio Paz era poco menos que un sacrilegio, una ofensa. Era
literatura burguesa, se decía con acritud, escrita por un hombre, un poeta que
se había alejado de su pasado revolucionario, un apóstata del que ni siquiera
su nombre podía ser mencionado.
La
Escuela de Historia, donde quien escribe estudiaba con gran entusiasmo y
entrega, estaba por entonces como secuestrada por otro pequeño y muy admirado
texto: Los conceptos elementales del
materialismo histórico, escrito en 1969 por la psicóloga y socióloga chilena
Marta Harnecker. Se usaba en casi todas las asignaturas generales de nuestro
plan de estudios: Introducción a la Historia, Sociología, Filosofía, Economía
Política. Ambos textos representaban para el adolescente que era yo, dos
maneras de comprender la realidad y la vida, dos maneras completamente
distintas y hasta antagónicas, por lo que mi mente maravillada sufrió una
especie de “esquizofrenia intelectual” que no atino entender completamente todavía
después de aquel encuentro con el mexicano y la chilena en los pasillos de la
Facultad de Humanidades emeritense de hace media centuria.
Dos
libros de bolsillo ambos, que habían logrado lo que no pudieron hacer los
pesados volúmenes que consultábamos en la Biblioteca Gonzalo Rincón Gutiérrez
de la Facultad día y de noche. Pensaba en la relación base-superestructura
marxista y simultáneamente en el “pachuco” mexicano, lo que me provoca una
enredona intelectual gigantesca, pero que fue muy fructífera y estimulante. Se
trataba de un encontronazo del marxismo althusseriano con la filosofía de
Ortega y Gasset, como comprendí después, de la lucha de clases marxista y la
circunstancia mexicana.
Si
nos ponemos a ver, ambos textos tienen una genealogía distinta. La de Los conceptos elementales de materialismo histórico
deviene del filósofo francés Louis Althusser, quien hizo una lectura no
sovietizante de Karl Marx, a lo que se debe atribuir su popularidad entonces en
aquellos años, época en que nacía el Movimiento Al Socialismo (MAS) partido
político de Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, un partido con muchos
intelectuales en su seno, que fue duro crítico de la Unión Soviética y Cuba,
pero también del capitalismo, que tuvo resonancias mundiales desde su fundación
en enero de 1971.
La
genealogía de El laberinto de la soledad
deviene de tierras de habla castellana, lo que es meritorio destacar, la muy
original filosofía del español José Ortega y Gasset, según dice Octavio Paz. Su
Raciovitalismo, expuesto en 1925, comenzó a difundirse en toda América Latina.
Pero fue en México donde se formó un movimiento orteguiano, con José Romano
Muñoz y principalmente Samuel Ramos. “Era, dice el francés Alan Guy, una
reacción al bergsonismo, caro a la Generación del Centenario. Ortega concilió
racionalismo y vitalismo, que impacta a los filósofos españoles del exilio y
que combinaba la fenomenología de Husserl y el existencialismo de Heidegger. Lo
que les sedujo, en El tema de nuestro
tiempo, fue la síntesis hábil de la razón y de la vida, la atención
prestada a las circunstancias hic et nunc,
el carácter concreto del perspectivismo y el rechazo de toda metafísica, en
beneficio exclusivo de cierto relativismo.”
El orteguismo
impacta a Samuel Ramos (El perfil del
hombre en México), al eminente pensador Leopoldo Zea, y su idea de que la
filosofía debe nacer desde la circunstancia, es decir de México (La filosofía americana como filosofía sin más), Luis Abad Carretero (Una filosofía del instante), Emilio
Uranga (Análisis del ser mexicano),
Salvador Reyes Nevares (El amor y la
mistad en el mexicano), Fausto Vega y Francisco López Cámara, La ultima Thule de Alfonso Reyes, y La invención de América de Edmundo O’
Gorman. En la Patria de Bolívar el orteguismo impacta al eximio ensayista
Mariano Picón Salas en su De la conquista
a la independencia, 1941, en Argentina a Victoria Ocampo, fundadora de la
sin par Revista Sur.
Sobre el orteguista Octavio Paz se extiende el
filósofo francés Alan Guy: “Ni siquiera el filósofo poeta mexicano Octavio Paz
dejó de ser tocado por esta preocupación orteguiano-mexicanista, en su bello
ensayo El laberinto de la soledad y
sus otros trabajos El arco y la lira, y Claude Levi-Strauss o el nuevo festín de Esopo.
Para quien escribe el mexicano y Premio Nobel es un autor esencialísimo y es
una de las influencias más destacadas de mi pensamiento. En mi biblioteca gozan
de lugar de privilegio El ogro
filantrópico, el muy erótico librillo La
llama doble, la apasionante biografía que no dejo de releer Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de
la fe, El arco y la lira, El laberinto de la soledad, que le dio gran notoriedad
desde su aparición en 1950.
Tuve
el privilegio de conocer a la autora chilena muchos años después, en la ciudad
del semiárido de la cual soy su Cronista, Carora, Venezuela, cuando fue
invitada a dictar conferencia en la Alcaldía del Municipio Torres en tiempos de
la Revolución Bolivariana poco antes de su fallecimiento en 2019. Ya no era la
que conocí en mis lecturas en Mérida, una adelantada discípula de Louis Althusser
en los años de la gran revuelta estudiantil parisina del 68 y de la horrorosa
Masacre de Tlatelolco en México. Medio siglo después era una mujer distinta,
comprometida con vivencias concretas con los movimientos revolucionarios de Cuba,
Nicaragua y Venezuela, asesora del presidente Hugo Chávez Frías. Hablaba de hechos
concretos de la vida y no de las abstracciones del materialismo histórico que
creyó interpretar de manera antidogmática, lejos de la paralizante y
mineralizada interpretación soviética que entonces campeaba a finales del siglo
pasado en los institutos de educación universitaria. Era una mujer muy crítica
de los dogmatismos de toda laya, en su juventud se enfrentó a los dictados de
la Juventud Católica chilena en la que militaba, y enfrentó con valentía y
audacia ese fósil antediluviano que era el marxismo soviético, del que nos
habló el tan mencionado entonces filósofo alemán Herbert Marcuse, gran gurú e
inspirador de la gran revuelta estudiantil del Mayo de 1968.
Había
un sesgo estructuralista en Los conceptos
fundamentales del materialismo histórico, que fue producto de la notable
influencia que recibe Harnecker en Francia de manos de Louis Althuser, el
redescubridor de Marx y que termina su vida víctima de la esquizofrenia como su
camarada Michel Foucault. Ese texto fue escrito para orientar al movimiento
obrero y campesino latinoamericano y creo que no tuvo impacto en las
investigaciones históricas concretas. Era, pues, sólo eso, un manual. Toda esa
discusión que generó el pequeño libro de la chilena hace media centuria ha
quedado casi en el olvido y hogaño preferimos estudiar a nuevos marxistas y sus
nuevas interpretaciones de Marx, tales como la muy interesante de los españoles
Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, quienes hacen referencia muy
oportuna a las experiencias revolucionarias latinoamericanas en su obra El orden de El Capital. Por qué seguir
leyendo a Marx, Akal, 2010.
Medio
siglo luego de mi insólito e infrecuente encuentro entre las obras de la
chilena y el mexicano, hallo en la obra del Premio Nobel de Literatura Octavio
Paz una perennidad, una como infinitud que el texto de Harnecker no tiene, lo
que deviene quizás de su fría y cientificista intelectualidad afrancesada. Todo
lo contrario de El laberinto de la
soledad, que es una preocupación por comprender el tiempo detenido y el
instante eterno del díscolo y festivo pueblo mexicano y por extensión
latinoamericano. Es un verdadero monumento literario, una obra maestra que
comparo a Casa grande y Senzala (1933) del brasileño Gilberto Freyre y a la
novela Doña Bárbara (1929) del
venezolano Rómulo Gallegos, obras que le dieron consistencia histórica y
psicológica a los pueblos y que se pueden leer con provecho en cualquier
latitud y momento. Gracias a Octavio Paz, y más recientemente al antropólogo comparatista
británico Jack Goody (El robo de la
historia, 2006), hemos podido entender finalmente que el marxismo es una teoría fuertemente
eurocéntrica y etnocéntrica, que las desconcertantes vicisitudes latinoamericanas,
su originalidad étnica, su inmensa literatura, no tienen lugar en el seco esquema
explicativo marxista que nos ofreció la sureña Marta Harnecker hace ya diez
largos lustros en aquella Escuela de Historia emeritense que rememoro hogaño con
inmensa nostalgia.
Luis
Eduardo Cortés Riera.
Doctorado
en Cultura Latinoamericana
y
Caribeña, UPEL, Barquisimeto, Venezuela.
cronistadecarora@gmail.com