sábado, 30 de agosto de 2014

Juan José Salazar: Adiós al amigo

De forma regular visitaba mi residencia en Santa Rita de Carora. Iba cargado de papeles administrativos que casi no dejaban lugar para la conversación realmente cultural. Coincidimos en la directiva del Museo Antropológico de Quíbor, el cual dirigió durante un cuarto de centuria. Allí mi esposa, Raiza, le diagnosticó una dermatitis por contacto, que, agradecido, la abrazó cariñosamente por su pronta sanación.
Era un personaje exuberante, vehemente, paradójico. Había querido ser sociólogo, pero un hado le hizo terminar como antropólogo por la Universidad Central. Amaba de tal forma el oficio de Finley, que una vez huyó de los convencionalismos sociales y académicos, que tanto rechazaba, y se fue a refugiar, cual si fuera un Gauguin tropical, a las costas de la península de Paria, allá donde los ojos asombrados del navegante genovés nombró la Tierra de Gracia.
Probado revolucionario, no desperdiciaba momento o lugar para defender el proceso. Hablaba emocionado de sus inspiraciones teóricas basadas en el materialismo cultural del norteamericano Marvin Harris, o sea el marxismo aplicado a las llamadas sociedades primitivas. Creo que jamás le oí referirse al gurú de los antropólogos franceses, y al cual yo me adherí desde mis años mozos: Claude Lévi-Strauss.
Cosa casi desconocida es que fue mi discípulo de postgrado. Sus intervenciones eran casi incomprensibles para sus compañeros, parcos docentes egresados del Pedagógico barquisimetano. No cuadró allí. Y se fue a la Universidad emeritense donde culminó su maestría bajo la dirección de mi querida profesora martiniqueña Jacqueline Clarac de Briceño, consorte  de José Manuel Briceño Guerrero.
Paradoja o no, hizo tesis de posgrado históricas y no arqueológicas o antropológicas, teniendo ante sí los materiales a su disposición para hacerlo en el Museo bajo su dirección. No buscaba materiales para sus trabajos bajo la tierra, sino que se documentaba en impresos de cualquier tipo, que es labor historiográfica. Fue por ello que le di en préstamo un voluminoso libro de Demetrio Ramos, un español que escribió bellamente sobre la fundación de Coro y Juan de Ampíes, y que fue tutor de doctorado de Juan María Morales, otro caroreño.
Me contaba emocionado, como era toda su nerviosa constitución, que el gran “diao” Manaure, jefe caquetío, era capaz de hacer largas travesías por sus vastos dominios, cargado en una hamaca que era transportada por ingentes cantidades de súbditos cargadores, sin ni siquiera tocar tierra. En una noche podía de tal manera aparecer el cacique en otro lugar distante a centenares de kilómetros, en aquel protoestado a punto de conformarse cuando llegaron las huestes españolas y tudescas en el siglo XVI.
Quería Juan José-y así me lo comunicó- que yo fuese su jurado para la presentación y defensa de su tesis doctoral, tutorada por Mario Sanoja Obediente. No sé qué sucedió para que aquello fuera posible, pues me quedé esperándole.
La tarde en que fue entregado a la tierra su cuerpo, se cernían sobre la ciudad del Portillo unos nubarrones danzarines, que aunado a un pertinaz y lacerante  dolor en mi cintura, me impidió despedir a este excéntrico hombre que amaba la vida y el conocimiento. Ojalá que seas recibido, allá en tu destino, por un concierto tan barroco como tu verbo encendido

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...