De forma regular
visitaba mi residencia en Santa Rita de Carora. Iba cargado de papeles
administrativos que casi no dejaban lugar para la conversación realmente
cultural. Coincidimos en la directiva del Museo Antropológico de Quíbor, el
cual dirigió durante un cuarto de centuria. Allí mi esposa, Raiza, le
diagnosticó una dermatitis por contacto, que, agradecido, la abrazó cariñosamente
por su pronta sanación.
Era un personaje
exuberante, vehemente, paradójico. Había querido ser sociólogo, pero un hado le
hizo terminar como antropólogo por la Universidad Central. Amaba de tal forma
el oficio de Finley, que una vez huyó de los convencionalismos sociales y
académicos, que tanto rechazaba, y se fue a refugiar, cual si fuera un Gauguin
tropical, a las costas de la península de Paria, allá donde los ojos asombrados
del navegante genovés nombró la Tierra de Gracia.
Probado revolucionario,
no desperdiciaba momento o lugar para defender el proceso. Hablaba emocionado
de sus inspiraciones teóricas basadas en el materialismo cultural del
norteamericano Marvin Harris, o sea el marxismo aplicado a las llamadas
sociedades primitivas. Creo que jamás le oí referirse al gurú de los
antropólogos franceses, y al cual yo me adherí desde mis años mozos: Claude
Lévi-Strauss.
Cosa casi desconocida
es que fue mi discípulo de postgrado. Sus intervenciones eran casi
incomprensibles para sus compañeros, parcos docentes egresados del Pedagógico
barquisimetano. No cuadró allí. Y se fue a la Universidad emeritense donde
culminó su maestría bajo la dirección de mi querida profesora martiniqueña Jacqueline
Clarac de Briceño, consorte de José
Manuel Briceño Guerrero.
Paradoja o no, hizo
tesis de posgrado históricas y no arqueológicas o antropológicas, teniendo ante
sí los materiales a su disposición para hacerlo en el Museo bajo su dirección.
No buscaba materiales para sus trabajos bajo la tierra, sino que se documentaba
en impresos de cualquier tipo, que es labor historiográfica. Fue por ello que
le di en préstamo un voluminoso libro de Demetrio Ramos, un español que
escribió bellamente sobre la fundación de Coro y Juan de Ampíes, y que fue
tutor de doctorado de Juan María Morales, otro caroreño.
Me contaba emocionado,
como era toda su nerviosa constitución, que el gran “diao” Manaure, jefe caquetío,
era capaz de hacer largas travesías por sus vastos dominios, cargado en una
hamaca que era transportada por ingentes cantidades de súbditos cargadores, sin
ni siquiera tocar tierra. En una noche podía de tal manera aparecer el cacique en
otro lugar distante a centenares de kilómetros, en aquel protoestado a punto de
conformarse cuando llegaron las huestes españolas y tudescas en el siglo XVI.
Quería Juan José-y así
me lo comunicó- que yo fuese su jurado para la presentación y defensa de su
tesis doctoral, tutorada por Mario Sanoja Obediente. No sé qué sucedió para que
aquello fuera posible, pues me quedé esperándole.
La tarde en que fue
entregado a la tierra su cuerpo, se cernían sobre la
ciudad del Portillo unos nubarrones danzarines, que aunado a un pertinaz y
lacerante dolor en mi cintura, me
impidió despedir a este excéntrico hombre que amaba la vida y el conocimiento.
Ojalá que seas recibido, allá en tu destino, por un concierto tan barroco como
tu verbo encendido