Cuando
llegué a Carora en 1960 procedente de los Andes larenses, pensé haber llegado a
otro país, a otra cultura distinta a la nuestra. Sucedió que oí a mis ocho años
de edad una extraña conversación que mantenían unas abuelas que decía más o menos así: “En casa de Chelencho, Chus, Changue y Chía
venden chicharrones, chicha y chinchurrias.”
Creo que esa heteróclita expresión es única en su género en el
mundo, no creo que se repita en otro lugar del planeta tan insólita y
sorprendente conversación. Comencé a darme cuenta entonces de la tremenda y
formidable originalidad de aquella ciudad enclavada en el semiárido del
occidente de Venezuela, singularidad que después de 60 años de vivir acá aún me
asombra y fascina. En la geografía
simbólica de Venezuela es Carora una tierra
de la risa y la penitencia, del intelecto y la pereza, el estío y la
inundación, la cordura y el delirio, la virgen morena y el demonio.
Había
llegado en mi niñez a la “Ciudad levítica de Venezuela”, asiento y residencia
de maravillosas historias y leyendas como la del diablo de Carora, la visión de
don Cristóbal de la Barreda de la Virgen de Chiquinquirá de Aregue, la Maldición
del fraile Aguinagalde. La clase dominante de la urbe son los famosos godos de Carora, una como casta heredera de una larga tradición que hunde sus linajudas
raíces en la Colonia. Se les llama patricios caroreños, blancos de la plaza o
caracolorás, minoritario grupo social que
practica una endogamia biológica y espiritual, celosa cerrazón que hasta tiene
su codicilo escrito en dos gruesos tomos escritos por Ambrosio Perera: Historial genealógico de familias caroreñas.
Aquí
conocí el reverberante calor y los enjambres de zancudos como los de Macondo.
Un día mi padre, Expedito Cortés, se aparece en casa con unos desconocidos
envoltorios alargados que semejaban a capullos de orugas de mariposas
gigantescos. Eran los mosquiteros para mantener a raya los temibles insectos
que nos acababan de dar una bienvenida con sus picaduras que nos parecían entonces
infinitas. Aparejado a ello conocí a unos objetos olorosos que eran como unos guardianes de
nuestros sureños: los espirales Plagatox. En mi aldea natal, Cubiro, no se
conocían tales dispositivos, pues ni zancudos había.
En
esos recoletos años la ciudad no contaba con universidad alguna, apenas tenía
un instituto de secundaria: el Liceo Egidio Montesinos, instituto que nace por
iniciativa particular de los godos de Carora en 1890 con marcado sentido
aristocrático: el Colegio La Esperanza. Los muchachos de la godarria y los del
popular barrio Torrellas o del sector Trasandino,
compartíamos allí pupitres, lecciones de
latín, francés, mineralogía, moral y cívica y bandejas del comedor. El Colegio Cristo Rey
de los padres escolapios apenas llegaba hasta segundo año. Igual el de las
monjas dominicas que fundara don Teodoro Antero Herrera Zubillaga.
Quien
escribe cursaba segundo año en 1965 y traía una materia de “arrastre” de primer
año: la temible matemática que dictaba un profesor español del exilio, Ismael
García, conocido cariñosamente como Yeyo. En febrero -mes de espanto- botaban
al estudiante que le quedaran la mitad más una materia o asignatura. Era un
insulto grave que le gritaran uno: ¡febrero! Las más bellas compañeras de
estudios de bachillerato eran Mirla Coronado, Gisela Arias, Yolandita Ramírez.
Ninguna tuvo ojos para mí.
En
el Ministerio de Educación laboraban en aquel tiempo ya lejano 185 personas,
entre docentes, secretarias y bedeles o aseadores. Había apenas un único supervisor para todo el extenso
Distrito Torres: el profesor falconiano Pedro
Rafael Quiñones. En el difunto INOS (Instituto Nacional de Obras Sanitarias) se
ganaban el pan 36 obreros y oficinistas, en el Ministerio de Sanidad 24, allí
brillaban tres médicos de apellidos sefarditas egresados de la Universidad de
Mérida: los hermanos Chelías Jacobito y Salomón Curiel Bravo. En la Oficina de Correos
laboraban 38 personas, en el Telégrafo nueve, en el Concejo Municipal 105 (hoy
somos 824), en Tránsito batallaban 12 fiscales, de entre los cuales descollaba el
terrífico “Boletica”, así conocido porque terminaba un talonario de boletas en
menos de una semana. Ese año se levantaron 42 cadáveres por accidentes
carreteros en automóviles, 13 en motocicletas americanas, pues las niponas no
habían hecho su rutilante entrada en esos días. Eran apenas 1.316 los carros particulares, 37 los
autobuses, 148 vehículos de tracción de sangre, el más emblemático de ellos era
La Burrita, un carrito de frutas y
hortalizas tirado por ese noble jumento que estacionaba todos los días en la plaza del
tanque de agua elevado que los militares exhiben ahora en el Fuerte Manaure. Una
línea de taxis que intenta establecerse fracasa estrepitosamente, pues la gente
prefiere caminar. A ello hemos vuelto hogaño por ausencia de la gasolina, la
savia de la humana civilización.
El
desempleo era horroroso en los sectores populares y barriadas: en Carorita
llegaba al 20%, en El Trasandino al 14%, Barrio Nuevo 32%, Pueblo Aparte 20%,
Santo Domingo 13%, Torrellas 6%, apenas un 4% en el Casco Viejo, hogaño llamado
Zona de Valor Histórico y Colonial. El sueldo mínimo rondaba los seis bolívares
semanales. ¡Y alcanzaba! Ganar más de 1.000 bs. mensuales era muy raro. Los
juegos de envite y azar florecían como hongos después de la lluvia, pero el más
atrayente era la lotería de animalitos que por radio trasmitía el ganador todas
las tardes desde la población de Betijoque, Estado Trujillo. Un enjambre de
“dupleteros” de animalitos se apodera de
la ciudad entonces. Un estudio sociológico revela que el mayor número de estos
vendedores de fortuna fácil se ubica en el barrio La Greda.
Las
viviendas eran 4.638, la mayoría de tejas, caña brava, adobes de barro y una
sola planta. El 85% de ellas contaba con servicio de agua que procedía de los
pozos de La Miel, distantes a 20 kms. al
oeste de la ciudad, en la carretera Lara-Zulia. Perforaciones que hogaño deben
ser reactivados. Su contenido de hierro y salitre era muy alto. El consumo del
vital líquido alcanzaba los 7.500.000 litros al día. Existían 21 pilas de agua
públicas: siete en Barrio Nuevo, dos en Pueblo Aparte, cinco en el Torrellas,
dos en el casco viejo, dos en las cercanías del Cementerio Municipal de la avenida
14 de Febrero, dos en Santo Domingo. La fuente de agua que estaba en la calle
Lara, cerquita de la casa de mi suegra Rosa Pérez de Mujica, había sido tomada por un aparecido que
atemoriza a los pocos trasnochadores de esos días.
El
agua se almacenaba en pipas encementadas, las que eran un excelente criadero de
mosquitos y zancudos. Benito Rodríguez y Antonio Aponte, a la sazón “bedeles”,
palabra casi desaparecida, del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza, le prepararon
dos pipas a mi madre, la señora Claver Riera, esposa del director del
instituto, el profesor Expedito Cortés,
quien estuvo al frente de esa institución desde 1960 hasta 1981. Fueron 21 años
de esplendor y prestigio que aún no han sido superados.
El agua del río Morere contenía 7.000
bacterias por centésimas de milímetro. Hogaño serán unas 21.000. “Hilo de miel
de perezoso curso”, lo llamó el poeta. La gente deja de consumir en ese
entonces agua mineral La Mata traída desde Barquisimeto debido a su alto costo:
2,75 bolívares el envase de 30 litros. Hogaño y en tiempos de coronavirus
cuesta la friolera de 120.000 bs. en el abasto de los Cañizalez.
La planta de tratamiento de “la” INOS estaba
en la calle Falcón, en el mismo sitio donde estuvo nuestro convento franciscano
durante la Colonia, sagrado lugar donde fueron a guarecerse los contrabandistas Hernández
Pavón durante los trágicos sucesos que dieron lugar a la leyenda del diablo de
Carora en 1736. Tras ellos las autoridades violaron el recinto monjil, no
repararon en los ruegos de los piadosos levitas franciscanos, se los llevan a empellones
hasta la Plaza Mayor, donde sumariamente son ejecutados los presuntos delincuentes.
La población de la ciudad de San Juan Bautista del Portillo de Carora,
que tal es su denominación completa, no llegaba a 31.000 almas. Una serpentina
carretera asfaltada, construida por el presidente general Eleazar López
Contreras, con 360 sinuosas curvas y 46 angostos puentes nos mantenían
semiaislados de la capital larense y del centro de Venezuela. La carretera
Lara-Zulia era de reciente factura, obra del perejimenato. Por ello la llamada “personalidad básica” del
caroreño era muy fuerte. Todos nos conocíamos y compartimos con aprobación unánime
la afición y el gusto por las hamacas, las siestas de mediodía, el beisbol
tradicional, los baños colectivos en el
pozón de Chicorías, los rumbosos bailes en el Centro Lara animados con música del
Supercombo Los Tropicales o Los Masters de
Maracaibo, las caraotas refritas, el
suero y la crema con arepitas calientes, los toros coleados en la calle
Coromoto con cervezas Zulia de latas, y el infaltable mondongo dominical de que
el Pelelojo o el de que las Cañizales.
Los
aficionados al cine éramos legión, pues un enjambre de cinéfilos nos
agolpábamos en las taquillas de los teatros Salamanca, Bolívar, Estelar y
Trasandino a mirar extasiados y
boquiabiertos las curvas de la mexicana Ana Berta Lepe, a la escultura rioplatense Isabel Sarli, el humor blanco de
Viruta y Capulina, las cadencias y meneos de caderas de Elvis Presley, el film Las fresas de la amargura; el suspenso
de Alfred Hitchkock en su memorable cinta Los
Pájaros; y no podía faltar Al maestro
con cariño con Sidney Poitier. El
cine Salamanca de Gonzaño Gonzalez era una sala resplandeciente, acogedora por
tener un maravilloso taquillero, formidable e ingenioso conversador, amigo de
las tertulias y peñas, de las espumeantes del mítico Bar El Páramo: El Catire Timaure, discípulo del eminente batallador
social Chío Zubillaga Perera.
Los
acontecimientos más memorables de la década fueron: la caída del avión cargado
de vacas y toros en el aeropuerto de La
Greda, todavía oigo sus lastimeros bramidos al consumirse entre llamas; el
conato de magnicidio sufrido por el presidente Rómulo Betancourt en la avenida
Los Próceres en Caracas; ñps alzamientos de militares izquierdistas de El
Porteñazo y El Carupanazo; la terrible cornada que sufre Carlos, El Sospechoso,
durante una tarde de toros coleados en la calle Coromoto; el triunfo electoral
en la rayita del aspirante a la presidencia de Venezuela doctor Rafael Caldera;
la muerte del llamado “papa bueno” Juan XXIII; la visita a la ciudad y a la
iglesia de San Juan del padre Biaggi, a quien se le acusaba de asesinar a una
prima suya; el atraco a una entidad bancaria, BANFOCOVE, ubicada en la plaza
Bolívar de Carora; la crisis de los misiles soviéticos en Cuba; la celebración
del Cuatricentenario de la ciudad de Carora en 1969; mi grado de bachiller en
ciencias en el Liceo Egidio Montesinos en ese mismo año; la llegada del primer
hombre a la Luna; el escándalo de La Mansión Negra de Pablo Ovalles, alias El
Camión; la publicación en Buenos Aires
de la hoy reconocida como novela global Cien
años de soledad en 1967; el
nacimiento de los quintillizos Prieto Cuervo en Maracaibo; un gigantesco
enjambre de moscas se abalanza sobre las calles de la ciudad, luego que un
chofer disgustado con la empresa Kraft derrama
8.000 litros de leche cruda en el pavimento; el derrumbe por un supertanquero petrolero
del Puente sobre el Lago de Maracaibo; el sorprendente y prodigioso ajuste que hizo Juan Arcila a la Tabla de Allen cuando cursaba quinto año en el Liceo; mi expulsión del
Egidio Montesinos por una semana por un crimen que no cometí; la división del
“partido del pueblo” Acción Democrática que da nacimiento al Movimiento
Electoral del Pueblo del Maestro Prieto Figueroa; una banda de motorizados
siembra el terror entre las parejitas que hacen el amor en sus carros
estacionados en las carreteras; la inflamada retórica antigoda del líder copeyano
Jesús Morillo Gómez; el insólito y vil asesinato de El Negro Ávila en la
plazoleta de El Néctar; el triunfo de Tania Pérez como Reina Nacional del
Deporte en 1968.
Los
gustos musicales eran variadísimos e iban desde Los Corraleros de Majagual al
argentino Sandro; del español Rafael a la Billos Caracas Boys; de la
Orquesta La Playa al ecuatoriano Julio Jaramillo; del invidente puertorriqueño José Feliciano y
su perra a la banda británica de Los Beatles; resonaban El amor es azul de Paul Muriat
y Por qué se fue en varias
versiones; el argentino Jonny Tedesco, y Los Monkeys eran nuestros ídolos en
tiempos de la Revolución Cultural china y los memorables sucesos del Mayo
Francés de 1968; las cantantes más oídas eran la zuliana Lila Morillo, la
hispana Rocío Durcal y la italiana Rita
Pavonni.
En
1964 el doctor Juan Martínez Herrera funda el Orfeón Carora, todo un
acontecimiento cultural al que seguirá la creación de la Casa de la Cultura de
Carora en 1965; en ese templo del saber y de la cultura que nació en la Casa
Amarilla, nos deleitábamos con los conciertos de los guitarristas Alirio Díaz y
Rodrigo Riera, el canto de Morela Muñoz y de Jesús Sevillano, el golpe
curarigüeño de don Pío Alvarado. Allí se efectuaban las reuniones de Interac
Club, dirigidas por un culto caballero del patriciado caroreño: Manolo Riera.
Mis
lecturas favoritas eran los libros de Julio Verne De la Tierra a la Luna,
Miguel Strogoff, la novela Papillón de
Henry Charriere, El retorno de los brujos
de Jacques Bergier y Louis Pauwels; el
alucinante y sorprendente El Orgasmo de
Dios de Andrés Boulton Figuera de Mello,
la novela Ifigenia de Teresa de
la Parra, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Los novios, de Manzoni, la revista
de sexología Luz (que le hurtaba a mi madre Claver); mi padre Expedito llevaba
todos los días a casa El Diario de
Carora y El Impulso de Barquisimeto;
desde 1968 iniciamos la lectura en mi hogar del periódico de Miguel Otero Silva:
El Nacional; las revistas que se leían eran Elite, Momento, Vanidades,
Bohemia; la de humor era El gallo
pelón; en el bolsillo trasero de los venezolanos no faltaba La Fusta para elaborar los cuadros de
caballos, que en Carora se sellaban en el Bar Alaska, contiguo a la bomba 5 de
Julio de Ché Ramón Hernández.
Esta
fue como una evocación hecha casi toda de memoria de la noble y apacible ciudad
en la que viví mis años más felices y risueños de mi ya larga existencia, los
que tienen una pausa en enero de1970, comienzo de otra década en que con muchos
sueños y proyectos me fui con 17 años a cursar estudios en la Universidad
Central de Venezuela. Regresaría graduado años después a impartir magisterio en
educación media o bachillerato durante 26 años. Pero esto será motivo de una
próxima entrega que tocará la Carora de la década de los años 1970.
Estas
evocaciones mías las ha inspirado el extraordinario antropólogo brasileño
Gilberto Freyre, autor de Casa-grande y
senzala, obra que ha significado el nacimiento literario del Brasil, así
como también la advertencia del mexicano Octavio Paz al afirmar que una de las
grandes fallas de la literatura hispánica es la escasez de memorias. He aquí, pues, una parte de la propia.
Carora, junio
de 2020.
Luis Eduardo
Cortés Riera.
cronistadecarora@gmail.com
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