jueves, 16 de julio de 2020

Annie Oaklie



Perdido, acurrucado entre las serranías andinas larenses, muy cerca de donde nace el “Nilo de Centroccidente”, el río Tocuyo, en las faldas del imponente, grandioso Páramo Cendé, se halla un minúsculo pueblito donde cursé, hace  bastante tiempo ya, el segundo grado de educación primaria en el año 1959. Son dos los apacibles y amigables poblados andinos del Estado Lara que llevan ese sonoro y misterioso nombre: Humocaro Bajo y Humocaro Alto, caseríos ambos pertenecientes en aquel entonces al Distrito Morán.
 
Expedito Cortés, que tal es el nombre de mi recordado padre, fue en ese entonces designado Director de la Escuela Guayauta de Humocaro Alto, una institución de educación primaria que casi no existía, pues estaba desperdigada por diversas casas de familia por no tener local apropiado. Eran las consecuencias del terrible terremoto de El Tocuyo, estremecimiento aterrador acontecido en 1950, dos años antes de mi nacimiento, ocurrido en agosto 24 de 1952.  Expedito, raudo y presuroso como su nombre, se fue una mañanita en su camioneta jeep de dos puertas a exponerle al señor Rómulo Betancourt tan dramática situación escolar: “Presidente, tengo los alumnos en la calle”, le dijo con voz firme al primer mandatario de Venezuela, recuerdo vivamente. No pasaron dos meses cuando obreros, maquinarias, cemento, cabillas y un constructor italiano de nombre Antonio Molinari, llegaron a Humocaro Alto a construir el ansiado inmueble para la Guayauta. La alegría y el júbilo desbordaron por doquier esa noche. Era  aquella Venezuela que anhelaba educarse y acceder al conocimiento después de una larga y temible década dictatorial que se derrumbaría  el 23 de enero de 1958.

El pastor de almas del pueblo era un anciano bajito, pelo cano, al rape, corto de carnes, que vestía de riguroso negro. Era español por su marcado acento aragonés. Parecía  este levita, que guardaba con fidelidad los preceptos del Concilio de Trento, que perdía la razón de vez en cuando, pues cometía actos irracionales, reprochables, tales como los de arrancar con rabia las plantas ornamentales que los feligreses sembraban en los terrenos de la iglesia de San Antonio. Volvía luego y como si nada a la normalidad. Es lo que se llama ciclofrenia. En una ocasión me felicita con unas palmaditas en el hombro por unos dibujos que realicé de aquella vetusta edificación religiosa sentado yo, cuaderno en mano, en un banquito de la plaza Bolívar.

La Iglesia Católica como credo religioso era allí dominante, casi unánime,  pues no había llegado a tan remoto lugar de la cordillera andina venezolana la Religión Americana de la que nos habla el recientemente fallecido Harold Bloom. Que yo sepa, no había mormones ni Testigos de Jehová entonces en Humocaro.

La gente acomodada eran los Orellana. Vivían cerca de mi casa y tenían haciendas de café,  se divertían los fines de semana volando avioncitos de motor a gasolina que hacían un ruido estrepitoso. Yo disfrutaba maravillado aquellos momentos, soñaba con tener uno de aquellos aeroplanos en miniatura, así como he soñado todavía tener entre mis manos un primitivo boomerang australiano y una réplica del helicóptero de Leonardo Da Vinci.  

La población sufría de un mal endémico que parecía una normalidad en aquel tiempo: los abundantes expendios de bebidas alcohólicas. Desde nuestra habitación podíamos oír las rokcolas americanas de los botiquines hasta bien entrada la noche. Se me quedaron grabadas las canciones de Alfredo Sadel, “el tenor favorito de Venezuela”, el mexicano Javier Solís, así como el descomunal  éxito de entonces: El Pájaro Chogüí, interpretado por la voz trémula del cantante venezolano Néstor Zavarse. Esas melodías, esos boleros y esas canciones que ya casi no se oyen hoy, arrullaban mis ingenuos sueños infantiles de hace seis décadas ya. Eran los años de la clamorosa aparición del “ritmo orquídea” y sus alegres canciones acompañadas con arpa, cuatro y maracas, ellas constituían nuestros  cándidos e inocentes gustos musicales, anteriores a la llegada arrolladora e impetuosa de la música rockera británica y estadounidense de la década de los años 1960: Los Beatles y Los Rolling Stones.  

Gilberto era el telegrafista del pueblo y vivía al lado de mi casa. Tocaba el arpa con cierta habilidad y maestría.  Ese elegante instrumento musical de su propiedad siempre estaba como presidiendo con su augusta presencia el recibo de aquella morada. La esposa de Gilberto, doña Goya, era mucho mayor que aquel técnico en comunicaciones, pues él parecía ser su retoño y no su consorte. Ella lo celaba en extremo y aquellas irracionales  y destructivas emociones casi llegaron a ocasionar una tragedia sentimental en varias oportunidades, ninguna de las cuales  presencié.

La Cascada de Humocaro Alto era una gran atracción turística. Aquel monumento natural parecía un diseño inteligente, una piscina natural cincelada en piedra que contenía unas aguas muy frías que bajaban de la cordillera haciendo un potente ruido al caer. Allí quedé asombrado al ver unos peces de aspecto primitivo escalar las paredes valiéndose de unas bocas dotadas de ventosas. Muchos años después, cuando era docente del Liceo Egidio Montesinos de Carora, llevé allí un autobús repleto de alegres muchachas y muchachos, uno de los cuales coloreó de rojo las aguas de la Cascada, pues chocó su cabeza contra una enorme piedra, lo que ameritó llevarlo al puesto de socorro de urgencia donde un joven médico le toma 12 puntos de sutura.



La bella y elegante maestra de sexto grado, de la cual no conservo su nombre ni apellido, vivía frente a la plaza. Acudía yo con regularidad a esa acogedora y hermosa casa a jugar con sus hijos. Uno de ellas era una bellísima niña con quien pronto hice sincera y cálida amistad. Tenía pecas en su rostro, una permanente sonrisa en sus labios finos, lucía unas trenzas muy bien diseñadas que caían sobre sus hombros de nácar. Cierta vez me dijo con su dulce y cantarina voz que su abuela había conocido a nuestra heroína de la televisión en blanco y negro, la jovencita norteamericana Annie Oaklie, una sobrina del legendario Búfalo Bill. En aquel momento sentí una indescriptible emoción que contadas veces se repiten. Sentí algo así como que ficción y realidad son una única y misma cosa. Que mi vida estaba conectada con aquellos personajes de fábula y que en consecuencia, podía tener trato humano con ellos. Años después busqué aquella estrella estadounidense del cine en la Enciclopedia Británica del año 1976 que adquirí no más graduarme en la Universidad de Mérida. Para mi sorpresa, allí estaba Annie Oaklie trajeada con una larga falda con flecos, sombrero y botas western y un rifle de cacería de búfalos en su mano derecha, mirando atentamente la cámara fotográfica. Era una auténtica estrella de circo que moriría en 1926.

Luego de aquella sublime revelación que me deja pensativo, ensimismado, la niña me condujo, tomándome de la mano, a una de las habitaciones de su casa. Estaba allí una hermana suya, acostada, que mostraba una mirada lánguida y ausente. Era su hermana mayor, tan bonita como mi amiga, pero aquejada de una enfermedad de nacimiento que no acerté identificar que la mantenía postrada en su cama, alejada de los juegos y de las risas de todos los niños. Sentí una infinita lástima por aquella criatura condenada a pasar el resto de sus días en esa lastimera condición. Mi amiguita le cubrió cariñosamente con una sábana sus delgados y casi traslúcidos pies, puesto que había neblina y frío aquella mañana de mayo en que me sucedió tan imborrable recuerdo infantil, reminiscencia que me ha hecho recordar constantemente a los románticos alemanes del siglo XIX, quienes  afectados por una intensa y hondamente vital carga de emociones,  ha sido un movimiento literario que no ha vuelto a repetirse en la literatura universal. Y, más recientemente, me evoca lo que Octavio Paz llama “consagración del instante”, momento en que memoria y subjetividad concilian para dar lugar a la creación artística y literaria.

 He regresado a aquel apacible poblado de mi niñez y el cual nos dio cobijo en apenas un año escolar, y rememoro que repentinamente aquella estadía de apenas diez cortos meses en esa Arcadia bonachona y sencilla terminaba, pues mi padre fue designado director del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza de la tórrida, abrasadora, aristocrática y patricia ciudad de Carora, acontecimiento que ha significado un “giro copernicano” radical, profundo en mi ya dilatada existencia cercana a las siete décadas.    
 
Luis Eduardo Cortés Riera.
cronistadecarora@gmail.com


Santa Rita, Carora, julio de 2020.

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