lunes, 22 de marzo de 2021

AL MAESTRO NORMALISTA HERNAN PRIETO CASTILLO


“Cuando hay educadores de primaria de verdad,

 hay ciudadanos dignos y capaces.”

Luis Beltrán Guerrero

Hace más de media centuria que me senté en los pupitres del aula de sexto grado sección “A” en el magnífico Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza de la ciudad de la antigua ciudad de Carora, recién llegado de los Andes que me vieron nacer. Algo extraordinario me aconteció entonces en aquella institución que era dirigida por mi padre, Expedito Cortés, y en donde residíamos, puesto que esa noble y hermosa planta física contaba con dos residencias familiares, una para el director y la otra para el subdirector, hogaño lamentablemente ocupadas en otras actividades.

 En 1964, sucede la hermosa historia que me aconteció con mi maestro de último año de primaria, el olvidado docente de primaria Hernán Prieto Castillo. Él llega desde Barquisimeto recién graduado de la Escuela Normal Miguel José Sanz, acompañado de su hermano menor, Carlos, a laborar llenos de entusiasmo en esa escuela que por entonces era centro piloto de la educación en el Distrito Torres. Causaron una conmoción este par de galantes y encantadores pedagogos “extranjeros” recién llegados. Fue un hecho sentimental y académico que deja fuerte impronta en mi memoria, lo que de seguro tenía relación con la extrema juventud de aquellos educadores, tan bisoños como entusiastas. Todos hablaba de ellos, de “los Prietos”, como se decía, tanto en el recinto escolar como en la pequeña y apacible ciudad de Carora de entonces. Eran los inicios de la democracia y se respiraba un aire de euforia libertaria en Venezuela.

Hernán era delgado, enjuto de carnes, y de una mirada inquisidora que inspiraba inmediato respeto. Por momentos entraba en largos mutismos que denotaban profundos pensamientos. Lucía impecable en el vestir y estaba siempre bien rasurada su cabellera negrísima. Nunca usaba camisas mangas largas, por lo que siempre mostraba sus delgados brazos y sus nerviosas y alargadas manos que me recuerdan las del pintor germano del Renacimiento Alberto Durero. Llegaba caminando y se marchaba de igual manera tras cumplir con el lamentablemente desaparecido doble turno escolar, que se acaba a fines de la década de 1970. No tenía vehículo automotor alguno, pero sabía conducirlos.

Bajo su magisterio le tomé un gran cariño y admiración a la lengua de Shakespeare y de Edgar Allan Poe, pues en algunas ocasiones nos enseñaba el significado de algunas palabras anglosajonas, lo cual no figuraba en los constreñidos y anestesiantes programas educativos de siempre. Y es que Hernán quería seguir estudios en esa lengua no romance en el recién instalado Pedagógico de Barquisimeto, aspiración que nunca logra concretar, pues debió quedarse hasta su jubilación en Carora. Su hermano Carlos tenía el mismo amor por los idiomas y logra coronarse como profesor en lenguas modernas. Hernán no lo logra y ello fue motivo de una cierta tristeza y frustración en tan inteligente educador que era mi maestro de fines de primaria.

Su genio se expresaba de distintas maneras, una de ellas era la de que era el autor de un periódico humorístico con caricaturas salidas de sus febriles y nerviosas manos. Era de un ácido humor aquel pasquín que llegó a inquietar a algunos docentes, incluido mi padre. Esto motivó mucho al muchacho que era yo entonces, pues vi aquello como un portento a ser imitado y que creo haber seguido hasta el presente.

Le daba mucha importancia mi maestro a las ilustraciones y a los dibujos, en tiempos en que aquellas provincianas escuelas no conocían de proyectores de diapositivas, ni de videos beams. Se comportaba Hernán como un contemporáneo Amos Comenius, como cuando se quedaba mirando nuestros dibujos con cierta admiración y asombro, tal como cuando cierta vez le mostré una composición que representaba un mundo primitivo de volcanes humeantes, feroces dinosauros y reptiles alados antidiluvianos, salidos de mi imaginación de preadolescente, bellamente coloreados con los excelentes e insuperables lápices de Prismacolor. Me puso veinte puntos y cada vez que había que hacer carteleras escolares me llamaba a mí de primerito.

Había en mi maestro de sexto grado otra cosa que me impresionaba y me impresiona hasta el presente: el armario o escaparate metálico de su aula de clases. Allí había una biblioteca pequeña de tamaño pero descomunal en contenidos, que contenía los más heteróclitos títulos: su majestad el Algebra de Baldor, el inmortal poemario Residencia en la tierra del chileno Pablo Neruda, el Libro Guiness de los récords, el paquidérmico volumen Venezuela y sus recursos del cubano Leví Marrero, La Constitución de Venezuela del año 1961, el Pequeño Larousse. A un lado se hallaban otros útiles escolares preciosos: un estuche con marcadores de alcohol, que eran novedad entonces, un termómetro de pared que siempre marcaba 26 °C, tizas de colores amarradas con una liguita, una impresionante regla de madera Pelikan que jamás usó para castigarnos, dos pelotas de softball nuevecitas y un guante de baseball marca Wilson.

Él pertenecía al célebre equipo de pelota formado de educadores llamado Los Flacos, que se enfrentaba en el viejo estadium La Esperanza, situado en la avenida Francisco de Miranda, a los integrantes del otro equipo de educadores, que por su contextura rolliza se les llamaba Los Gordos. Las gradas eran un auténtico frenesí de maestras y alumnos de las distintas escuelas de Carora que animaban a sus respectivos equipos. Es que en Carora es el béisbol una suerte de segunda religión.

Sobre el techo de ese mágico mueble escolar, una especie de armario y biblioteca, se podían ver vasos y frascos de cristal, en donde en un experimento protagonizado por nosotros los alumnos, germinaban exuberantes granos de caraotas negras extendiendo sus ramitas hacia el elevadísimo techo de madera de aquella escuela que diseñara en estilo “neocolonial” el arquitecto Carlos Raúl Villanueva para el gobierno civilista del general Isaías Medina Angarita.

No le daba importancia al hecho de que quien escribe fuera el hijo del director de aquella deslumbrante y admirable institución educacionista que había sido inaugurada en 1949, y que el populacho llamaba La Concentración. No, su trato era igualitario y democrático entre aquellos alumnos que venían de sectores populares, la clase media baja de los barrios aledaños al plantel: el Trasandino, Pueblo Aparte, Santo Domingo-Brasil.

 

Una vez jubilado marcha Hernán a su ciudad natal, en donde daba rienda suelta a su decidida dromomanía, ataviado de gorras y zapatillas de goma atravesaba a pie la anchurosa ciudad de Barquisimeto de Este a Oeste. Me topé con él en las cercanías de la Biblioteca Pío Tamayo de Barquisimeto y me pregunta emocionado, con brillo en su mirada, por mis libros y escritos. Le dije que en la Sala Larense de la Pío Tamayo los podría encontrar, acto seguido nos fuimos a ese agradable recinto en donde revisa allí mi producción escritural impresa, y en la planta baja lo hace con mi blog Cronista de Carora en las computadoras. Al final me dio un conmovido abrazo que jamás podré olvidar.

En ocasión en que el doctor Luis Beltrán Prieto Figueroa se lanza como candidato presidencial en 1968, en abierta disidencia con los adecos, funda el Movimiento Electoral del Pueblo, fue Hernán uno de los más entusiastas promotores de las aspiraciones de gobierno de este singular político y escritor margariteño, quien fue invitado a la Casa del Educador de Carora por mi padre, el profesor Expedito Cortés, a la sazón presidente de la Federación Venezolana de Maestros, seccional Torres.

 

Hernán era tan frugal en su alimentación que jamás se le podía ver en la cantina escolar. No le probaba alimentos sino a muy contadas personas. Era una suerte de Gargantúa al revés. Este rasgo de su personalidad, que chocaba en la opípara Carora de siempre, le acompaña hasta su fallecimiento en la ciudad de Barquisimeto en 2015. Cual Emmanuel Kant, no deja descendencia este extraordinario docente de aula que nunca ejerció cargos directivos y que laboraba dos turnos de primaria diurnos y un turno nocturno en la Escuela Cecilio “Chío” Zubillaga Perera, que no contrajo matrimonio, pero que no se despidió del mundo en estado célibe.  Fue de esos docentes que no conocieron internet, ni Google, ni teléfonos inteligentes, ni videos beams, pero que edificaron un sólido apostolado educativo a base de buen ejemplo ciudadano, puntualidad, pizarrón, tiza y saliva.

Paz a su alma.

Luis Eduardo Cortés Riera.

cronistadecarora@gmail.com

 

EL Acueducto de Carora, inaugurado el 19 de diciembre de 1914

Un libro escrito por la historiadora Yolanda Clemaride Segnini Sequera llamado Las luces del gomecismo trata de mostrar que no todo durante el largo gobierno de 27 años del presidente Juan Vicente Gómez Chacón fue atraso, oscurantismo y terror. No es así. Recordemos que fue gracias al presidente andino y por intermediación del general tachirense Juan de Jesús Blanco, que la ciudad de Carora ve la ansiada reapertura del Colegio Federal Carora en 1911, institución de educación secundaria fundada al calor del “patriciado caroreño” que fue clausurada en 1900 por el presidente Cipriano Castro y su ministro de instrucción, el célebre escritor Eduardo Blanco. En 1915 abre sus puertas el Liceo Contreras para señoritas, obra del doctor Rafael Tobías Marquís Oropeza, y que en 1925 el Gobierno del Benemérito General Gómez crea la Escuela Torres para señoritas. A ello debemos agregar la fundación de la Biblioteca Pública Ildefonso Riera Aguinagalde por Cecilio Chío Zubillaga Perera en el ocaso de la dictadura, en 1934.

 El general Juan de Jesús Blanco, progresista militar andino, afincado emocionalmente en la ciudad, fungía como Jefe Civil y a él le debemos el Parque (Plaza) Bolívar, la red de telegrafía de nuestro extenso Distrito, y el nuevo Acueducto que fue inaugurado el 19 de diciembre de 1914. Esta obra sanitaria iba a sustituir la llamada Cisterna Guzmán Blanco, obra construida por el Ilustre Americano durante el Septenio, 1870-1877. Estaba ubicada al lado del Hospital San Antonio que fundaran los presbíteros Carlos Zubillaga Perera y Lisímaco Antonio Gutiérrez Meléndez, y se nutría de una pequeña y corta quebrada que bajaba paralela a la calle Lara y que ya no existe, tal como me dijo mi padre, el ecologista profesor Expedito Cortés.

El nuevo acueducto de Carora fue construido, dice el Dr. Ramón Pompilio Oropeza Álvarez en 1921, bajo la dirección técnica del bachiller Rafael Lozada, nativo de Siquisique, alumno y fundador del Colegio La Esperanza o Federal Carora en 1890, y quien obtuvo el título de Agrimensor Público en tal Colegio en 1896. Se encargó como preceptor de la escuela de primaria anexa al Colegio Federal. Fue además miembro fundador del selecto Club Recreativo Torres.

 En octubre de 1913 esta obra sanitaria estaba paralizada, cuando ya estaba construida la caja y se esperaba la maquinaria para instalarla, según refiere el Semanario Labor de José Alejandro de Jesús Herrera Oropeza. La obra costó al Gobierno unos 60,000 bolívares, dinero con el cual se cubre el importe del edificio, la construcción de la caja o depósito, de la maquinaria y el transporte de ésta. Faltan, agrega Labor, unos 12.000 bolívares para comprar los tubos galvanizados para garantizar su permanencia. Esta cantidad, que hogaño nos parece insignificante, era poco menos que una fortuna, y por ello fue “reunida por los hijos de Carora, nunca zagueros (últimos) en ofrecer sus esfuerzos para toda obra que se emprenda para el progreso de su tierra”.

Se convoca para tales fines a una reunión con “las personas pudientes de esta sociedad, con el objeto de organizar una recolecta entre todos nuestros capitalistas, a los que seguirá el pueblo en general”. Entre estos capitalistas estaban “la primera riqueza de Carora” Andrés Tiberio Álvarez Urrieta, Flavio Antonio Herrera Oropeza, Amenodoro Riera, el socio de La Rosa de Oro, Miguel Ángel González Herrera, Aníbal Aldazoro Crespo., entre otros.

Agrega don José Alejandro de Jesús Herrera Oropeza que “Esta obra es muy necesaria, por lo exiguo del río Morere, las constantes sequías que se sufren en esta calurosa región, y la relativa poca durabilidad de la existencia de agua en la Cisterna Guzmán Blanco, hacen que la población continuamente se vea expuesta al martirio de la sed.” Y más adelante dice: “Recientemente ocurrió este caso: presentados todos los inconvenientes citados, vino a complicar la situación el hecho de que, habiendo llovido en las cabeceras del río Morere, el agua que este traía era horrorosamente revuelta, próxima casi a coagularse en barro, (esto sucede aquí con harta frecuencia); en tan angustiante caso, no hubo más recurso que mandar por agua a los campos, agotar la de los pozos, y, en fin, resignarse a pasar largos ratos de sed por parte de las personas más pobres.”

El muy ingenuo José Alejandro de Jesús Herrera Oropeza escribirá de seguido en su Semanario Labor, que es antecedente del Diario de Carora: “A nadie se escapará que, una vez terminado el acueducto, no volverá Carora a verse en tales apuros.” En los inicios del tercer milenio sufrimos consuetudinariamente la falta de tan elemental líquido los caroreños, teniendo a nuestra disposición dos represas gigantescas: Los Quediches y Atarigua. Toda una paradoja que habría desconcertado al director del Semanario Labor.

La Junta del Acueducto que se forma para impulsar la obra sanitaria, aclara que no hace falta la recolección de dinero que se había anunciado, porque la Junta pedirá al Gobierno la cantidad que falta. Un lujoso programa se imprime en los talleres del Semanario Labor de José Herrera Oropeza para la inauguración de la obra en 19 de diciembre de 1914, que coincide con los 11 años de la Rehabilitación Nacional, suceso que ocurre en 1908 y en el cual Juan Vicente Gómez le arrebata el poder a su compadre general Cipriano Castro quien en viaje de salud estaba en Alemania.

Este moderno Acueducto, construido con iniciativa y talento caroreño, lo que es digno destacar, estaba ubicado en la calle Bolívar, esquina de la calle Falcón, a una cuadra del Puente Bolívar, sus ruinas podían verse aun en la década de 1970. Se nutría de las aguas del “hilo de miel”, nuestro río Morere, hogaño convertido en gigantesca y nauseabunda cloaca, funcionó hasta que fue sustituido por las perforaciones del Puente de La Miel, situadas en la carretera Lara-Zulia y que nos proporcionaron un agua subterránea salobre y gris.

La ciudad de Carora era por aquel entonces la capital del Distrito Torres y tenía una pequeña población de 10 mil habitantes, una sociedad en cuyo vértice se hallaba el “Patriciado caroreño”, clase social que ejercía una verdadera hegemonía ideológica y cultural, hablando en términos de Gramsci. El general tachirense Juan de Jesús Blanco congenió de buena manera con los godos y con el populacho. Se hizo miembro del selecto Club Torres. En la sala de sesiones del Concejo Municipal fue colocado el 19 de diciembre de 1914, solemne Día de la Rehabilitación, un retrato suyo que fue pintado al óleo por Julio Teodoro Arze, en reconocimiento a los desinteresados servicios prestados a la ciudad y al Distrito Torres. Después de entregar el poder se residenció Blanco en el pueblo de Río Tocuyo, funda allí una hacienda a la que coloca el nombre de Montenegro, en homenaje a la pequeña y sufrida nación de los Balcanes. Tuvo descendencia acá y entre ellos destaca el simpático músico, locutor, comerciante, humorista y político Nelson Pérez, fundador de Los Trovadores Caroreños y militante comunista de gratísimo recuerdo.

Luis Eduardo Cortés Riera.

cronistadecarora@gmail.com

 

 

 

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