sábado, 30 de agosto de 2014

Juan José Salazar: Adiós al amigo

De forma regular visitaba mi residencia en Santa Rita de Carora. Iba cargado de papeles administrativos que casi no dejaban lugar para la conversación realmente cultural. Coincidimos en la directiva del Museo Antropológico de Quíbor, el cual dirigió durante un cuarto de centuria. Allí mi esposa, Raiza, le diagnosticó una dermatitis por contacto, que, agradecido, la abrazó cariñosamente por su pronta sanación.
Era un personaje exuberante, vehemente, paradójico. Había querido ser sociólogo, pero un hado le hizo terminar como antropólogo por la Universidad Central. Amaba de tal forma el oficio de Finley, que una vez huyó de los convencionalismos sociales y académicos, que tanto rechazaba, y se fue a refugiar, cual si fuera un Gauguin tropical, a las costas de la península de Paria, allá donde los ojos asombrados del navegante genovés nombró la Tierra de Gracia.
Probado revolucionario, no desperdiciaba momento o lugar para defender el proceso. Hablaba emocionado de sus inspiraciones teóricas basadas en el materialismo cultural del norteamericano Marvin Harris, o sea el marxismo aplicado a las llamadas sociedades primitivas. Creo que jamás le oí referirse al gurú de los antropólogos franceses, y al cual yo me adherí desde mis años mozos: Claude Lévi-Strauss.
Cosa casi desconocida es que fue mi discípulo de postgrado. Sus intervenciones eran casi incomprensibles para sus compañeros, parcos docentes egresados del Pedagógico barquisimetano. No cuadró allí. Y se fue a la Universidad emeritense donde culminó su maestría bajo la dirección de mi querida profesora martiniqueña Jacqueline Clarac de Briceño, consorte  de José Manuel Briceño Guerrero.
Paradoja o no, hizo tesis de posgrado históricas y no arqueológicas o antropológicas, teniendo ante sí los materiales a su disposición para hacerlo en el Museo bajo su dirección. No buscaba materiales para sus trabajos bajo la tierra, sino que se documentaba en impresos de cualquier tipo, que es labor historiográfica. Fue por ello que le di en préstamo un voluminoso libro de Demetrio Ramos, un español que escribió bellamente sobre la fundación de Coro y Juan de Ampíes, y que fue tutor de doctorado de Juan María Morales, otro caroreño.
Me contaba emocionado, como era toda su nerviosa constitución, que el gran “diao” Manaure, jefe caquetío, era capaz de hacer largas travesías por sus vastos dominios, cargado en una hamaca que era transportada por ingentes cantidades de súbditos cargadores, sin ni siquiera tocar tierra. En una noche podía de tal manera aparecer el cacique en otro lugar distante a centenares de kilómetros, en aquel protoestado a punto de conformarse cuando llegaron las huestes españolas y tudescas en el siglo XVI.
Quería Juan José-y así me lo comunicó- que yo fuese su jurado para la presentación y defensa de su tesis doctoral, tutorada por Mario Sanoja Obediente. No sé qué sucedió para que aquello fuera posible, pues me quedé esperándole.
La tarde en que fue entregado a la tierra su cuerpo, se cernían sobre la ciudad del Portillo unos nubarrones danzarines, que aunado a un pertinaz y lacerante  dolor en mi cintura, me impidió despedir a este excéntrico hombre que amaba la vida y el conocimiento. Ojalá que seas recibido, allá en tu destino, por un concierto tan barroco como tu verbo encendido

domingo, 17 de agosto de 2014

Carora escrita de memoria

La idea que tengo sobre la ciudad de Carora está condicionada por un recuerdo inicial que me ha resultado, después de medio siglo, imborrable, y permanece como intacto. Llegué a esta vieja y rancia ciudad del siglo XVI siendo un niño, entrándole desde los Andes venezolanos que me vieron nacer, y no desde el semiárido, como era la costumbre, allá por los años 1960. Después de asombrarme por la neblina y los abismos de los páramos larenses, bajábamos, mi padre Expedito y yo, a la Depresión de Carora, geografía árida y reseca. Tierra sin jugo, enjuta, refugio del diablo y de una curiosa expresión de la hispanidad, la godarria caroreña.

Habíamos dejado atrás aquellos primorosos pueblecitos serranos donde solíamos oír  fantásticas historias del salvaje, una especie de oso capaz de raptar doncellas y niños arrebatándoselos a sus madres; en una montaña, La Triguera, al sur de Cubiro, mi pueblo de nacimiento, vivía en una cueva una mujer que tenía varios hijos con ojos de un azul muy intenso y de los cuales nadie daba razón de sus paternidades; los días lluviosos eran prolongadísimos y nos contaban los viejos de hombres fulminados por rayos y centellas después de proferir vehementes insultos a lo sagrado. La blasfemia es, según Antonio Machado, una oración al revés.

De no haber aceptado mi padre el cargo de Director de escuela en la calcinante ciudad de San Juan Bautista del Portillo de Carora, no hubiese conocido a tan idiosincrático, heteróclito  y singular conglomerado humano. Y lo digo porque si bien pertenecemos a la cultura universal de habla castellana y religiosamente católica, no es menos cierto que a pesar de ello posee la urbe del río Morere rasgos que le son muy suyos y que le dan a su ethos católico y barroco una fisonomía particular.

Nuestra modernidad, si acaso puede usarse tal término, es una modernidad barroca e incompleta, pues no ha terminado de realizarse acá entre nosotros la fusión en el mestizaje étnico, lo que en el resto del país se logró en el siglo XVIII. Quiero decir que acá ha persistido el sentido excluyente y de casta que se erosionó y sufrió un enorme desgaste con la violencia durante la Gesta Magna y la Guerra Federal. Los paladines de tan curiosa singularidad social en la primavera del siglo XXI son los llamados “godos de Carora” o “caras colorá”. Ellos son los introductores de la modernidad europea y norteamericana a la ciudad del Morere, pero también se han anclado en conductas decididamente premodernas, como la de un catolicismo ortodoxo que viene del Concilio de Trento del siglo XVI, así como en unas relaciones sociales y familiares basadas en una persistente endogamia biológica y espiritual, que habría asombrado al mismísimo Gabriel García Márquez. Una frontera mental, religiosa, espiritual, legal, física, racial y de sensibilidades en cuanto al rigor de los tiempos, de las campanadas de la iglesia, del ritual, de los rezos, del recelo hacia las castas, nos dice Alejandro Cardozo Uzcátegui.

Al llegar a Carora nos instalamos en la flamante y espaciosa residencia del director del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza de Carora, una soberbia y altiva arquitectura escolar diseñada por el gobierno medinista de los años 40 y su extraordinario esfuerzo organizativo y de planificación educacionistas. De estilo neocolonial, atribuible al arquitecto Carlos Raúl Villanueva por el uso ecléctico de diversos elementos arquitectónicos, tiene largos y frescos pasillos, frondosos patios y techos entejados. Carecíamos de refrigerador, hamacas y de mosquiteros, por lo que los primeros días fueron de dura y áspera acomodación. Aquello sucedió -para ser exactos- el 16 de septiembre de 1960. Habíamos descendido cerca de un kilómetro tomando en consideración que  Cubiro se halla ubicado a 1.500 metros sobre el nivel del mar, hasta los 430 metros de la Depresión de Carora.

Sin embargo, la escuela donde nos asentamos era una especie de oasis por su tupida vegetación de verdísimas acacias rojas y amarillas traídas por no sé quién desde la lejanísima Indochina, además de cayenas y caujaros (Cordia spp). Allí se daban cita paraulatas y torcazas cantoras, loros y cotorras, pero lo que maravillaban al niño que era yo, fueron las cantarinas chicharras o cigarras, insecto que le da el nombre a la ciudad de Carora en la antiquísima lengua arawaca. Se alimentan de savia vegetal y sufren una curiosa metamorfosis después de cantar hasta ensordecernos, dejando una  caparazón amarilla y seca en las ramas arbóreas. Viven en todos los continentes de la Tierra, excepción sea la de la gélida Antártida. Ese canto entonado del macho a mediodía tiene una erótica misión: atraer a la hembra. Bajo la agradable sombra de los follajes del Grupo intenté hacer algo increíble. En uno de aquellos largos agostos quise instalarme en una silla de extensión a leer todas y cada una de las páginas ilustradas de una colosal enciclopedia que por fascículos llegaba semanalmente a la escuela. Se llamaba Monitor y venía de la lejanísima Península Ibérica.

 Ese lugar de cobijo era también el hábitat de varias especies terrestres de insectos, reptiles y pequeños mamíferos. En octubre y con las lluvias salían de sus refugios terrestres unos grandes y tímidos sapos, algunos de los cuales se metían a la habitación, debajo de mi cama. Los lagartos eran miríadas, y les daban los chicuelos el nombre de lagartijos. La mayoría era de un gris vulgar, pero existía uno que era una maravilla de azul intenso y amarillo que los niños caroreños llamábamos “azulejos”. El cachicamito era un insecto que abría una suerte de cono en la tierra para atrapar a sus congérneres arrojándoles con la cola pequeñas cantidades de arena. No faltaban los ratones campesinos y las muy trabajadoras hormigas con las cuales hice mis insectarios en frascos vacíos de mayonesa. “Luis pasó tooodo el mes de agosto adorando las hormigas” decía mi mamá, Claver. Y no podía faltar el zumbido de los magníficos voladores negros y rechonchos, los cigarrones. Mi padre me decía que eran de la misma familia de las abejas, pero que elaboraban una cera y una miel ácida al paladar.

Es el semiárido venezolano la cuna de la colonización hispánica del siglo XVI. Juan de Ampíes y los Welser irrumpieron sobre Sudamérica, no olvidemos, desde su cimiento sita en Coro, voz chaquetía que significa “lugar de los vientos”. Hispanos y tudescos arrancarán desde allí para internarse en el continente tras la búsqueda de la mítica ciudad de Manoa, una afiebrada exploración tras del áureo metal. Seguirán aquellos intrépidos la ruta trazada por las inmemoriales y prehistóricas “rutas de la sal” aborígenes, para de tal forma plantarse en lo que ahora es el estado Lara, al centroccidente de Venezuela, para fundar tres orgullosas y presumidas ciudades de blancos: la “Ciudad Madre” de El Tocuyo, Barquisimeto,  y por último Carora como vía de comunicación con la laguna de Maracibo y la ciudad de Coro.


Al abrigo de una geografía imposible por su dureza y reciedumbre, la Ciudad del Portillo se dio unos contornos y unos caracteres muy propios. Se trata de una depresión geográfica que nos separó durante siglos del resto del occidente venezolano. Es una suerte de enorme circo o anfiteatro que rodea con serranías y picachos a tal depresión. Hundimiento tectónico atravesado por un único río, el que por su extensión nos retrajo y distanció del Lago de Maracaibo, de Coro y de Barquisimeto, de los Andes. Esta enorme superficie, por su vasta extensión comparable en superficie a la de  algunos otros estados de Venezuela, tiene un clima desusado para el trópico, pues los semiáridos no son climas precisamente ecuatoriales. Son una curiosidad o una rareza geográfica los áridos venezolanos.

Esta geografía deslumbrante es el reino indiscutible del cují (prosopis juliflora), una planta que tiene primos hermanos muy distantes y lejanos: en Arabia Saudita, el Sahara africano y la milenaria India. En América extiende sus brazos protectores desde México hasta el Perú. El Gran Sertao de Guimaraes Rosa y el Chile de Neruda son su asiento privilegiado. En nuestras “playas” de la Otra Banda caroreña se bate a duelo por el espacio con el dividive (Caesalpinia coriaria), otra leguminosa del Caribe mar. Sus minúsculos folios se acurrucan para protegerse del astro rey, y también por las noches para evitar la pérdida de la valiosa  e insustituible humedad. Un prodigio de la Madre Naturaleza. Hurgan profundo sus potentes raíces para hacerse del agua hasta notables profundidades de hasta 50 metros. Los bovinos herbívoros andaluces traídos en el siglo XVI han hecho el resto para la supervivencia de estas mimosáceas en estos secos y desabridos parajes: diseminan en sus heces sus comestibles semillas. Pero la planta guarda para sí una protección del hambre de los cuadrúpedos en la toxicidad de sus hojas liliputienses.

Rafael Rodríguez era un colosal mecánico de toyotas y “willias” que vivía frente al Grupo Escolar, en la calle Carabobo. Parecía un charro mexicano, y cuando bebía aguardiente hablaba como los manitos. Hizo una cosa extraordinaria con los cujíes  de su casa, que era también su taller. Debajo de la tenue y menuda sombra de esas magníficas plantas sembró algunas plantitas de café, y para sorpresa de muchos, dieron los frutos esperados por Rodríguez. Aquello fue muestra palmaria de que, al abrigo de tan diminutas hojas del cují, se crea una suerte de microclima que hizo posible aquel prodigio en las callosas manos de aquel fornido mecánico.


Los semiáridos están diseminados por buena parte del globo terráqueo y no son por tanto una exclusividad de nuestra geografía. Pensemos en las lejanas estepas de la ex república soviética de Kasajistán, lugar donde transitaban camellos y mercaderes de la Ruta de la Seda, el outback australiano, el Sertao brasileño que inspiró a Mario Vargas Llosa con su novela La guerra del fin del mundo, el sur andalús de España, la Patagonia que deslumbró a Darwin, y la Cuarta Región de Chile, en otros tiempos boliviana. Lo que resulta una rareza es precisamente el semiárido instalado en el trópico, como el venezolano.

Acá en Venezuela y en nuestros semidesiertos se incubó una muestra notable de la “civilización del calor”, así llamada por Don Mariano Picón Salas. Distinguió el merideño entre calor seco y calor húmedo, dos connotaciones fundamentales de nuestra geografía biológica. Carora desde tiempos coloniales  desarrolló, pese y gracias a la geografía, una vigorosa civilización del calor seco. Es nuestro ardor seco dominante casi todo el año que arremolina al viento en los meses de junio y julio anunciando la presencia del diablo de Carora, uno de nuestros más potentes imaginarios colectivos.

Don Mariano nos recuerda que las fuertes mulas caroreñas, productos del calor, eran a quienes los llaneros de Páez ponían el primer bozal. Y que los borricos y yeguas que llevaron allí los conquistadores proliferaban y se reproducían con mayor talla y resistencia que en sus nativas dehesas andaluzas. Casualmente en una de esas mulas de seca tierra caliente iba montado Bolívar –según lo cuenta O’Leary- el día que salió a encontrar a Morillo para el armisticio de Santa Ana, en 1820. Y durante la Colonia- continúa Don Mariano- altos prelados y oidores del Virerinato de Nueva Granada se disputaban esas mulas caroreñas, pagadas en peluconas de oro.

Desmintiendo los determinismos de clima del positivismo decimonónico, y creando la feliz expresión   “civilización del calor”, dirá el merideño Picón Salas que: “Esas familias vascas de una ciudad de firme estirpe española como Carora -Riera, Zubillagas, Perera, Oropesa, Aguinagalde- pueden decir  si el calor seco hace mal a la salud y si no se daban en aquellos caserones de tres patios, familias prolíficas, gentes a quienes  sólo vencía la más añosa longevidad”. El tudesco Federico Ratzel, pues, estaba equivocado de cabo a rabo.

Parafraseando a Augusto Roa Bastos al referirse al Paraguay que lo vio nacer, diremos que Carora es una isla rodeada de tierra. Pero constituye una verdadera paradoja que hubiese a pesar de ello una ciudad tan bien y firmemente comunicada con el exterior durante el régimen colonial como la nuestra. Y ello se lo debemos al discurso universalista de la Iglesia Católica, institución milenaria que echó fuertes y frondosas raíces acá, como podría resultar un contrasentido, pues siempre asociamos la implantación de la fe cristiana a los climas templados y cordilleranos del país: Los Andes son el catolicismo, es la conseja que se repite sin fundamentos firmes.


Esa conexión de Carora con el mundo era un vínculo de otro orden: era una  ligazón metafísica y espiritual que tenía por conducto las hermandades o cofradías de la Iglesia Católica. A través de estas “estructuras de solidaridad de base religiosa”, como las define el historiador francés  Michel Vovelle, Carora no solo se conecta con el mundo físico y palpable del otro lado de las serranías del occidente patrio, sino que se vincula con ese otro mundo colocado más allá de la humana percepción: el más allá de los cristianos.

Es por esa circunstancia que he llamado a la ciudad del Portillo “Llave del Reino de los cielos”, pues  resulta increíble y hasta insólita la cantidad y variedad de creyentes asentados en esos viejos infolios cofrádicos que buscaban de tal manera asegurase el tránsito desde el purgatorio al regazo celestial. Irlandeses, franceses, italianos, españoles peninsulares como catalanes y castellanos e insulares canarios, entraron a nuestra cofradía del Santísimo Sacramento. También lo hicieron cubanos y residentes de las islas de Santo Domingo y Puerto Rico. Les acompañaron en esa esperanza bíblica de salvación los habitantes neogranadinos de Tunja, Maracaibo, Coro, San Carlos de Austria, Valencia del Rey, Caracas o Trujillo y la Barinas del conde de Pumar, Tiznados, Calabozo. Y los poblados más cercanos a la ciudad del Portillo también: Siquisique, la mariana población de Aregue y su magnífica virgen india, La Chiquinquirá, la andina Barbacoas, Quíbor, Río Tocuyo, El Jabón, Baragua, San Pedro, Carache, la pequeña Mesopotamia de Arenales, San Francisco o Curarigua de Leal.

Tal circunstancia salvífica llamó la atención de recatadas y púdicas monjas Concepcionistas de Caracas, altivos bachilleres, curtidores de cueros, oficiales ingenieros, arrogantes licenciados y doctores de la Universidad de Caracas, Real y Pontificia,  soldados, intendentes de justicia, maestros de órganos, negros y mulatos esclavos, profesores de medicina, indios, sacristanes mayores,  mulatos, los muy humildes sirvientes, así como al orgulloso mantuanaje caraqueño encarnado en la figura del padre del Libertador Simón Bolívar, don Juan Vicente y el terrible “diablo”, Antonio Nicolás Briceño.

En los amarillentos folios de los libros de la antigua y arcaica cofradía del Santísimo Sacramento de Carora, pues fue fundada en 1585 por los conquistadores españoles, aparecen los altivos apellidos de los “grandes cacaos” caraqueños, los que años después se inmolarían en la Guerra de Independencia. Helos aquí: Lovera, Tovar, Istúriz, Herrera, Ponte, Bolívar, Fajardo, Sojo, Blanco, Galindo. Allí está la sociedad mantuana de nuestro siglo XVIII finalizante, tal como los vislumbró el sabio prusiano Alejandro de Humboldt: víctimas del resentimiento como producto del desprecio europeo. “Yo no soy español, soy americano”, solían decir las futuras víctimas del holocausto de la guerra emancipacionista de principios de la centuria venidera. La “ciudad blanca” casi desaparecerá en la hecatombe de la guerra.

Esta conexión de la altiva ciudad de Caracas y la lejana y occidental localidad de Carora nos coloca ante una relación entre dos “ciudades de blancos” o dicho en palabras de Ángel Rama dos “ciudades letradas”, dotadas con unos anillos protectores del poder y ejecutor de sus órdenes: una pléyade de religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales, todos esos que manejaban la pluma: un funcionariado y una burocracia.

 Los ojos de buena parte del orbe católico pusieron su esperanza en la permanencia y estabilidad de aquellas hermandades, a las cuales seguramente supusieron poco menos que eternas a perpetuidad. Esas impresionantes instituciones fueron alentadas por una legión de curas y sacerdotes y laicos comprometidos excepcionales, que le dieron continuidad a tal promesa redencionista durante centurias. No es ocioso, pues, calificar a Carora como “ciudad levítica de Venezuela”, tal como la nombró el sacerdote Carlos Borges en 1918, quien fue confinado allí para purgar unos cuantos pecadillos de la carne. Centenares de vocaciones sacerdotales desde el remoto siglo XVI hasta el presente son el signo distintivo e indeleble de la ciudad del semiárido larense.

ARTESANIA DEL CUERO EN CARORA COLONIAL


Carora, como España, ha estado muy ligada al cuero y a la epidermis animal. España es semejante a una piel extendida de Occidente a Oriente, diría Estrabón, uno de los padres de la geografía antigua. A su vez, el Presidente Guzmán Blanco en una ocasión dijo que: Venezuela es un cuero seco, se pisa por un lado y se levanta por el otro. Y viene del Andalús español la tradición medieval de elaborar cueros. Es el espíritu de la antigua ciudad de Córdoba y sus primorosos guadameciles árabes que rebrota, ¡y de qué manera!, en el occidente seco de la antigua Provincia de Venezuela. Decae por efecto de la intransigencia religiosa contra los judíos y marranos en la Península, pero renace con un vigor extraordinario e impresionante en San Juan Bautista del Portillo de Carora, donde es probable que tan esmerada industria haya sido introducida por los misioneros franciscanos del convento de Santa Lucía. No tendrá esta habilidad inmemorial en manos de indios, negros y pardos, a no dudarlo, parangón alguno en Venezuela colonial. Estos monjes herederos del ideal de san Francisco de Asís eran más dados a lo empírico y lo práctico, lejos de las especulaciones filosóficas de los jesuitas.

Unos monjes desconocidos del convento de Santa Lucía, gracias al espíritu de observación, descubrieron en las vainas amarillentas del árbol de dividive el tanino astringente para curtir las pieles cuando alimentaban a sus bóvidos. Y ese fue el ingrediente principal que hizo posible que los cueros curtidos caroreños deslumbraran por su finura y exquisitez en buena parte del mar Caribe y de la Nueva Granada.

Y no solo fueron un éxito de exportación esas badanas, cordobanes, zapatos, gamuzas, botas, sillas de montar, sino que en la ciudad del Portillo estos diestros y hábiles artífices del cuero se agruparon en torno a las cofradías de Carora. No formaron los famosos gremios de artesanos como en la Península, pues la ley se los prohibió taxativamente. En tal sentido, ese instinto mutualista y corporativo se expresó en las hermandades y cofradías de Carora que se constituyeron de tal modo en su lugar de reunión y de tertulias. Espíritu de extraordinaria sociabilidad que nos alcanza en el presente.
Hogaño esta extraordinaria tradición del cuero es apenas un recuerdo entre reducidas cantidades de personas. Ha desaparecido  entre el imaginario colectivo de los torrenses y caroreños. Y qué decir de los venezolanos. Pero ya tendrá su segunda oportunidad esa maravilla de nuestra destreza e inventiva de los tiempos coloniales. Ello sucederá cuando volvamos nuestra mirada a la historia de tres siglos de coloniaje, larga etapa de nuestra existencia como pueblo cuando se forjó el alma criolla. Y sucederá, Dios mediante, cuando llegue a su final la fiera y brutal dictadura del excremento del diablo, el petróleo.


EL SANTO PATRONO DE CARORA: SAN JUAN EL BAUTISTA
 
Esta localidad ha tenido como santo patrono protector a Juan el Bautista, un predicador del desierto de Judea que hacia una vida de ascetismo y de privaciones: “voz que clama en el desierto” (Lucas, 3:4 y Juan, 1:23), se llamaba a sí mismo aquel asceta. Profeta de dos grandes religiones universalistas: el cristianismo y el Islam. Desde su infancia fue nazir, es decir, estuvo ligado por el voto a ciertas abstinencias, nos dice Ernest Renan. El desierto del que estuvo rodeado  le llamó desde el primer momento. Llevaba allí la vida de un yoguí de la India, vestido de pieles o de telas de pelo de camello, sin otros alimentos que langostas y miel silvestre (Marcos, 1:6). Abstinencia de carne, de vino, de placeres sexuales se consideraba como el noviciado de los reveladores. Es, nos atrevemos decir, el santo patrono que mejor encaja en la geografía caroreña por su espíritu semítico, a medio paso de dos desiertos, el de Judea y el de Arabia. ¿No es, acaso,  el desierto el lugar donde nacieron las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islamismo?

Resalta que la indumentaria de este eremita bíblico se componía de pieles de camello, cabra u oveja. Una vestimenta y una alimentación   ciertamente pobre y menesterosa, que bien ha podido incidir en el psiquismo de los caroreños de antaño. Austeridad, rigor y ascetismo trasmite la figura del eremita del desierto, condicion que templó el ánimo y el aliento de los primigenios pobladores de estos eriales venezolanos. Tierra yerma para hombres y mujeres arrojados y resueltos para convivir rodeados de una geografia espinosa y difícil.

LA VIRGEN DEL ROSARIO: LA PATRONA DE CARORA


Pero allí estaba tambien la figura de lo femenino encarnada en la virgen del Rosario, Patrona de los cautivos. Los españoles le adjudicaban a su serena presencia su triunfo sobre el turco infiel en la Batalla de Lepanto de 1571. El Veronés pintó magistralmente y en dos planos aquel decisivo encuentro armado: el terrenal humano y el sagrado. Sólo tres años antes de esta decisoria batalla  se había fundado Carora, pero como la victoria de la armada cristiana sobre los turcos tuvo una resonancia universal, por ello tuvo su eco en la Provincia de Venezuela de entonces.

Esta deidad femenil, empero, se refugió en la cuadrícula blanca y de raíz peninsular y conquistadora de la ciudad del Portillo, y no fue sino hasta el siglo XVII cuando se instalará, procedente del Reino de Nueva Granada, el culto a la virgen de la Chiquinquirá en el vecino pueblo de indios de Aregue, al norte de Carora. Virgen aindiada y de tez morena, que es como el magnífico resultado de una cultura mestiza en ciernes. Es uno de nuestros mitos fundacionales. Epítome de lo aborigen  y de lo hispánico será aquel lienzo espectacular y sus milagros, que por el mes de octubre y en la segunda temporada de lluvias, celebra, rutilante y esplendorosamente, sus multitudinarias, rumbosas y pirotécnicas festividades en su honor. Tenemos fiestas, dice el mexicano Octavio Paz, porque no tuvimos Ilustración.

Y fue un acaudalado comerciante ligado a la altiva y arrogante Compañía Gupuzcoana, quien a mediados del siglo de la Ilustración proyectará al occidente de la antigua Provincia de Venezuela tan agraciada y sublime devoción. Don Cristóbal de La Barreda es su nombre. Se salva milagrosamente de un naufragio en el Caribe mar, logra nadar con mucho esfuerzo y brío hasta la playa falconiana. Una vez a resguardo tiene una visión prodigiosa de la virgen. Aquello transformó hondamente la existencia del rico negociante, quien en largo peregrinaje buscará sin pausa ni descanso por la Venezuela de entonces a aquella dama que lo deslumbró. Llega a Carora y el padre Hoces le dice que en Aregue podía estar aquella sublime mujer. Y en efecto, en ese lugar estaba la rutilante y esplendorosa imagen al óleo de la celestial dama a quien Don Cristóbal atribuyó su salvación. Adorada por los indios lugareños y dotada con un detalle precioso y admirable que anuncia ya una identidad americana: el Niño Jesús tiene en su mano derecha una colorida ave del semiárido, un cardenal, colocado allí por la fértil imaginación de un anónimo pintor de nuestro barroco siglo XVIII.


Alrededor de la cuadrícula de la Plaza Mayor de la ciudad del Portillo se asentaron los dos poderes sobre el que se levanta la cultura hispánica: la iglesia y el ayuntamiento. Una arquitectura hecha para permanecer, la iglesia de San Juan y la Casa Amarilla, edificios que después de cuatro siglos aún reciben visitantes maravillados, y que muestran una impronta andalús o canaria en sus diseños. Todo muestra austeridad. Hasta nuestro barroco está como gobernado por la economia de la forma, estilo que tiene como epitome las fachadas desnudas y desabrigadas de nuestros templos coloniales. Es un “barroco espartano”, si cabe la expresión. Es la manifestación  clara de la ausencia de aborigenes a los cuales deslumbrar, o bien la dificultad de obtener materiales constructivos durables, así como alarifes y albañiles. Carora es el producto del desengaño doradista, del fervor religioso a toda prueba del catolicismo tridentino, y de la simplicidad de los pueblos agropecuarios.

Y allí estaban las casas coloniales, con anchas paredes y muros, amplios patios andaluces en donde se reproducían los huertos peninsulares, habitaciones protegidas por las infaltables celosías y mamparas, que son una suerte de panópticos coloniales. Quedará para futuros investigadores determinar cómo este elemento arquitectónico modeló nuestro psiquismo, que dotó de ese espiritu fisgón  y curioso en extremo de los caroreños, inclinados y propensos para la vigilancia , el control y la corrección. Recato y pudor que fue quebrado en algunas ocasiones memorables, como el del escándalo protagonizado por Inés de Hinojosa y su amante, el bailarin Jorge Voto, escenario que simboliza y alude  una ruptura con el mundo simple y mojigato de Carora. Una discordia que pagará Voto muy caro. En la Tunja neogranadina será asesinado este héroe danzarín y romántico, que será liquidado por el nuevo amante de aquella mujer fatal, ella, que contribuye al crimen del artista ¡con sus propias manos!. Este horrendo crimen a dado origen a una de las dos versiones de la Leyenda del diablo de Carora.

En estos frescos corredores y amplias habitaciones se incubó en tierras tropicales el llamado “yoga hispánico”, su majestad la siesta de mediodía. Saludable hábito castellano que deberían imitar los anglosajones, molidos por el trabajo y el stress. En nuestras tierras se alió el sueñito del día a la espléndida hamaca, el “lecho y abanico” de Luis Beltrán Guerrero, herencia de los pueblos aborigenes del Caribe mar. La cultura de la siesta la hizo posible otro invento castellano o andalús nombrado con acento morisco: la alcayata. Este clavo acodillado era desconocido por los arawacos, pues estos aborígenes colgaban sus redes vegetales de arboles y follajes. Debió llegar la tapia hispánica para que un desconocido español tuviera la muy genial y brillante iniciativa de colgar allí a la depositaria de nuestra pesadez meridiana. Hamaca, chinchorro y alcayata, en hermosa simbiosis han dado lugar a una prodigiosa síntesis de la cultura de ambos lados del Atlántico.

No hay casita en Carora sin hamaca colgada. Hace medio siglo llegar a la sultana del Morere a hora meridiana y de aceras y calles reverberantes, era llegar a un pueblo desolado: poca gente, pocos carros y autos, poco ruido. Apenas el sonido murmullante  de los acondicionadores de aire anglosajones en las casas patricias. Más allá, el vaivén de los ventiladores de aspas de la clase media nacida al calor de la explotacion del petróleo. Y finalmente la oscilacion melódica del chinchorro o de la hamaca de nuestras barriadas populares allende al quebradón rebosadas de “caras mohosas”, apelativo empleado por los patricios caroreños para designar a las clases populares, término despectivo que -gracias a Dios- va en vías de extinción.

Este saludable hábito ha creado la idea sesgada del caroreño perezoso y negligente. Nada más apartado de la realidad, pues se ha demostrado que dormir despues del almuerzo aumenta el rendimiento y la creatividad. Hombres de gran talento y competencia ha producido esta yerma geografía que, paradójicamente, no ha sido árida o baldia de ingenio. Estos ojos que escriben han visto tumbarse plácidamente en sus angarillas y balancines al Doctor Pastor Oropeza y al Maestro Alirio Díaz, para solo mencionar dos portentos de nuestra cultura. Y qué decir de nuestro “pensador de hamaca y zaguán”, el Maestro Cecilio Zubillaga Perera, de tan magistral manera calificado por el filosofo apureño y palmaritense José Manuel Briceño Guerrero, un enamorado desde sus años mozos de Carora.

Al arrogante y engreido mundo noratlántico lo salvará- no cabe duda alguna- nuestro Ariel latino y soñador. Lo salvará del utilitarismo materialista que se opone al buen gusto estético nuestro espacio simbólico de habla castellana mestizada, antípoda de la barbarie utilitaria anglosajona. La soberbia lengua de Cervantes es nuestro lugar común. El lenguaje es la casa del Ser latinoamericano.

Sería una enorme pretension hablar del Idioma de los caroreños como si tuviesemos un Jorge Luis Borges indígena de las tierras del Morere. Tampoco es viable que tuviésemos un Breve diccionario del caroreño exquisito, pues si algo tiene el habla de nuestros locales es precisamente la llanura y el igualitarismo de nuestras expresiones. Tan breve como el del argentino Adolfo Bioy Casares al registrar unas 500 palabras rioplatenses, Gerardo Castillo y Pablo Arapé han tenido la feliz y radiante iniciativa de escribir nuestro Diccionario de caroreñismos. Allí están unas palabras que sorprenderían al mismo Maestro Angel Rosenblat. Las palabras no son palabras - dice Ortega y Gasset - hasta que son dichas por alguien. Una de ellas por su carácter heteróclito es rolianza, que se emplea para denominar a las trabajadoras sexuales, vocablo que es tan nuestro como el delicioso y único lomo prensao, fino embutido adobado con nuez moscada y otras especias, tales  como  comino, clavo de olor, canela, pimienta y guayabita, todo lo cual ha resultado ser la única receta de alimentos propiamente autóctona, quizá porque se necesita prensarlo por tres días bajo el radiante Sol caroreño, y en particular el sol del caserío Las Palmitas, lugar donde dicen que se inventó el “lomo prensao”, tipificado por Reni Anzola como un intento local del jamón curado ibérico, hecho por las manos de don Adelis Sisirucá y su tímida esposa Mercedes Barrios, prima hermana de Chayo Barrios, ese otro portento de la gastronomía del barrio Torrellas a quien he llamado “Sacerdotiza del paladar de los caroreños”. Chayo elabora una gallina deshuesada y unas hallacas que hacían de las delicias de los hermanos Curiel, simpáticos galenos caroreños de raigambre y solera sefardí.

Desde la época colonial debe de venir consertao, palabreja que parece de extraccion portuguesa que designa al muchacho de crianza de una casa, particularmente las de los “godos de Carora”, que se le destina para hacer los mandaos a pulperías y bodegas. Podría decirse que una casa de familia mostraba su éxito económico y su poder e influencia en la sociedad por la cantidad de muchachos mandaderos a su servicio. Y no faltaban consertaos en algunos hogares de la altanera clase media que hacia denodados esfuerzos por hacerse un lugar preminente en aquella sociedad marcada, en pleno siglo XX, por el orgullo de las castas y los linajes.

Nuestra infaltable siesta de los mediodías ha hecho posible la memorable expresion chocar los juanes; el ser comedido con las palabras generó esta otra como Picho ele palito en boca; en tanto que la flojera se designa con una breve como concisa palabra: ñemeo. A la chicha de arroz le decimos resbaladera, bebida refrescante que se vio envuelta como en una suerte de magnicidio frustrado cuando le provocó terrible diarrea a Su Excelencia el Libertador de paso por acá en 1821. Seguramente cautivó el paladar de Bolívar las lujuriosas aromas y las acariciantes fragancias del agua de azahares oriental y de la vainilla, especia que Hernán Cortés llevó desde México a Europa en el siglo XVI para cautivar el gusto de los monarcas católicos.

Una sociedad tan marcada por la intransigencia del catolicismo daba, sin embargo, lugar y admitía  ciertos pecadillos de la carne. Entre santa y santo, pared de calicanto. De tal manera nació la voz cebera y su diminutivo ceberita para designar a las damas proclives a los amores diversos y hasta numerosos. Una suerte de machismo al revés, pues. Hogaño algunos lo llaman hembrismo. La expresión fullera y fullerita no tiene el sentido de tahúr y de tramposo del castellano culto, como diría Ángel Rosenblat, sino que se usa acá como engreída y presumida. En los tiempos mayameros, ya idos, del dólar a 4,30 luisherreriano, se les decía sifrinas.

Una interesante aliteración es la simpática locución golingolin, que ha de significar algo así como colgado o guindando. Pareciera derivarse de jolín, vocablo ya en desuso en la Península. La geografía del semiárido generó las voces de improntas precolombinas: lefaria, guanajo y tambien semeruco (Malpighia emarginata). Gracias a la primera de estas plantas el caroreño pudo apagar su sed  arcaica y secular, pues al arrojar trozos de cactus lefaria a las aguas turbias se produce el milagro de su aclaramiento en aquellos minúsculos manantiales que apagan la sed, espejos del semidesierto: los aljibes.

La singularidad lingüística caroreña se expresa de manera primorosa en nuestra gastronomía, la cual se ha constituído por su consistencia en una “region gastronómica” propia, situada al occidente de Venezuela. Centroccidente -y más certeramente el estado Lara- se ha considerado como lugar de origen de la gastronomía venezolana. Así, llamamos “carraos” a los crujientes chicharrones de marrano. Toda una cultura del cerdo existe en nuestras barriadas y que rivaliza con la del “complejo cultural” del chivo. De allí vienen los pimpinetes de Barrio Nuevo, el viril morcón, ambos yantares preparados de las entrañas del chancho. Ayoleida te espera en su gentil residencia barrionovense para ofrecértelos. Lucinita Pérez Barrios en la calle Contreras prepara las mejores longanizas, que son las tripas del cerdo rellenas de marrano molido

El mondongo o mute de chivo o de res, este último una versión  criolla de los callos madrileños  elaborado con vísceras, huesos y patas de res, es obligacion religiosa dominical ingerirlo con arepas calientes. Los domingos por las mañanas se observa una cosa rara que es  el  insólito y extravagante desfile de niños, mujeres y hombres que con cacerola bajo el sobaco salen a hacerse de unas raciones de este suculento asopado nuestro. A veces sucede una situación  tan surrealista que habría de sorprender al mismo André Bretón: y es que pailas, cacerolas, marmitas y peroles de toda laya son quienes solitarios hacen las colas a la espera de su porción  de mondongo. Jorojoro se le llama a un agregado de maíz que le da cuerpo y consistencia a esta espesa sopa que nos dejaron nuestros bisabuelos españoles, al tiempo que nos enseñaron a tumbarnos a comienzos de la tarde en la delicioso letargo que hace pausa entre la mañana y la abrazadora segunda parte del día.

En el centro de Venezuela se le da el nombre de “tostada” a una arepa rellena de carne, huevos en revoltillo con tomate, caraotas o jamón. Pero en la ciudad del Portillo es una verdadera bandeja bifronte, que rivaliza en grandiosidad y lucimiento con la “bandeja paisa” colombiana. Es la famosísima “tostada caroreña”, contentiva de dos generosas arepas rellenas de jamón y queso, acompañadas de chicharrones de marrano, huevos, papas  y caraotas fritas, ensalada. Un verdadero y sin igual manadero de sensaciones gustativas. Se dice que este plato nació en el sector El Trasandino, en el sabroso restaurant de los populares señores Nicolás Cuicas y Neptalí Barrios, conocido entre los choferes y viajantes como El Néctar.
Pero el reinado gastronómico de Carora lo constituyen los portentosos lácteos, que son un abanico casi inagotable de productos derivados de las leches de vacas y cabras: suero, crema o nata, suero verde, suero esmechado o aliñado, mantequilla, quesos de taparita, quesos de crinejas, quesos aliñados, queso manota, queso de mano, queso de bolita, queso de toncha, queso chillón…

Cosa curiosa constituye el hecho de que siendo el Municipio Torres del estado Lara en Venezuela, una region con tan limitados y escazos recursos hídricos, se halla desarrollado acá una legión de extraordinarios nadadores, deportistas de las brazadas que protagonizan un sin par espectáculo colectivo al lanzarse en tiempos de grandes crecientes desde el Puente Bolívar a las bravías e indómitas aguas de ese “arroyo aprendiz de río”, el Morere.

Ese pardo y peresozo curso de agua es elemento formativo de la masculinidad de los caroreños. En uno de sus pozos, casi un barrizal, El Pozón de Chicorías, se ponía a prueba la defensa de la hombría en aquellas atacazones de barro memorables que bien podían terminar en un acto de violación sexual. Luego continuaba otra prueba de virilidad en el ejercicio de la zoofilia, lo que los antiguos religiosos monjes de la Colonia llamaron bestialismo. Los zoofílicos en la ciudad del Morere son enjambres y tienen una reputacion de potencia sexual casi mitológica. Los altaneros cachacos de la sierra colombiana atribuian este nefando pecado a los bárbaros e incorregibles costeños del Magdalena, el Atlántico, el César y La Guajira, que son -quién lo puede negar- nuestros primos hermanos de la cultura del Caribe mar, nuestro mare nostrum. La zoofilia es un componente primordial de la cultura popular en los estados Falcón y Lara del occidente de venezuela, tanto como la ilustre y genial mamadera de gallo colombovenezolana, tan exaltada por Gabriel García Márquez.
Se equivocan quienes hacen derivar nuestro agudo sentido de humor caroreño de nuestra vecindad zuliana. El famoso “maracuchismo-leninismo” de la decada de los años 1960 y 1970 nutrió bastante  sus propuestas metaforicopoéticas de los larenses y caroreños en particular Enrique León y Blas Perozo Naveda, mis amigos poetas lacustres, visitaron en repetidas ocasiones la ciudad del Portillo para nutrirse de las singulariades de nuestro proverbial humor. Y bastante les sorprendía, pues les animaba su deseo de construir una gran identidad caribeña e hispánica, según decían estos simpáticos vates maracuchos ya sesentones por los días que corren. 

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...