La
idea que tengo sobre la ciudad de Carora está condicionada por un recuerdo
inicial que me ha resultado, después de medio siglo, imborrable, y permanece
como intacto. Llegué a esta vieja y rancia ciudad del siglo XVI siendo un niño,
entrándole desde los Andes venezolanos que me vieron nacer, y no desde el
semiárido, como era la costumbre, allá por los años 1960. Después de asombrarme
por la neblina y los abismos de los páramos larenses, bajábamos, mi padre
Expedito y yo, a la Depresión de Carora, geografía árida y reseca. Tierra sin
jugo, enjuta, refugio del diablo y de una curiosa expresión de la hispanidad,
la godarria caroreña.
Habíamos
dejado atrás aquellos primorosos pueblecitos serranos donde solíamos oír fantásticas historias del salvaje, una especie de oso capaz de raptar doncellas y niños
arrebatándoselos a sus madres; en una montaña, La Triguera, al sur de Cubiro, mi pueblo de nacimiento, vivía en
una cueva una mujer que tenía varios hijos con ojos de un azul muy intenso y de
los cuales nadie daba razón de sus paternidades; los días lluviosos eran
prolongadísimos y nos contaban los viejos de hombres fulminados por rayos y
centellas después de proferir vehementes insultos a lo sagrado. La blasfemia es,
según Antonio Machado, una oración al revés.
De
no haber aceptado mi padre el cargo de Director de escuela en la calcinante ciudad
de San Juan Bautista del Portillo de Carora, no hubiese conocido a tan
idiosincrático, heteróclito y singular
conglomerado humano. Y lo digo porque si bien pertenecemos a la cultura universal
de habla castellana y religiosamente católica, no es menos cierto que a pesar
de ello posee la urbe del río Morere rasgos que le son muy suyos y que le dan a
su ethos católico y barroco una
fisonomía particular.
Nuestra
modernidad, si acaso puede usarse tal término, es una modernidad barroca e incompleta,
pues no ha terminado de realizarse acá entre nosotros la fusión en el mestizaje
étnico, lo que en el resto del país se logró en el siglo XVIII. Quiero decir
que acá ha persistido el sentido excluyente y de casta que se erosionó y sufrió
un enorme desgaste con la violencia durante la Gesta Magna y la Guerra Federal.
Los paladines de tan curiosa singularidad social en la primavera del siglo XXI son
los llamados “godos de Carora” o “caras colorá”. Ellos son los
introductores de la modernidad europea y norteamericana a la ciudad del Morere,
pero también se han anclado en conductas decididamente premodernas, como la de
un catolicismo ortodoxo que viene del Concilio de Trento del siglo XVI, así
como en unas relaciones sociales y familiares basadas en una persistente
endogamia biológica y espiritual, que habría asombrado al mismísimo Gabriel
García Márquez. Una
frontera mental, religiosa, espiritual, legal, física, racial y de
sensibilidades en cuanto al rigor de los tiempos, de las campanadas de la
iglesia, del ritual, de los rezos, del recelo hacia las castas, nos dice
Alejandro Cardozo Uzcátegui.
Al
llegar a Carora nos instalamos en la flamante y espaciosa residencia del
director del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza de Carora, una soberbia y
altiva arquitectura escolar diseñada por el gobierno medinista de los años 40 y
su extraordinario esfuerzo organizativo y de planificación educacionistas. De
estilo neocolonial, atribuible al arquitecto Carlos Raúl Villanueva por el uso
ecléctico de diversos elementos arquitectónicos, tiene largos y frescos
pasillos, frondosos patios y techos entejados. Carecíamos de refrigerador,
hamacas y de mosquiteros, por lo que los primeros días fueron de dura y áspera
acomodación. Aquello sucedió -para ser exactos- el 16 de septiembre de 1960. Habíamos
descendido cerca de un kilómetro tomando en consideración que Cubiro se halla ubicado a 1.500 metros sobre
el nivel del mar, hasta los 430 metros de la Depresión de Carora.
Sin
embargo, la escuela donde nos asentamos era una especie de oasis por su tupida
vegetación de verdísimas acacias rojas y amarillas traídas por no sé quién
desde la lejanísima Indochina, además de cayenas y caujaros (Cordia spp). Allí se daban cita
paraulatas y torcazas cantoras, loros y cotorras, pero lo que maravillaban al
niño que era yo, fueron las cantarinas chicharras o cigarras, insecto que le da
el nombre a la ciudad de Carora en la antiquísima lengua arawaca. Se alimentan
de savia vegetal y sufren una curiosa metamorfosis después de cantar hasta
ensordecernos, dejando una caparazón
amarilla y seca en las ramas arbóreas. Viven en todos los continentes de la
Tierra, excepción sea la de la gélida Antártida. Ese canto entonado del macho a
mediodía tiene una erótica misión: atraer a la hembra. Bajo la agradable sombra
de los follajes del Grupo intenté hacer algo increíble. En uno de aquellos
largos agostos quise instalarme en una silla de extensión a leer todas y cada
una de las páginas ilustradas de una colosal enciclopedia que por fascículos
llegaba semanalmente a la escuela. Se llamaba Monitor y venía de la lejanísima
Península Ibérica.
Ese lugar de cobijo era también el hábitat de
varias especies terrestres de insectos, reptiles y pequeños mamíferos. En
octubre y con las lluvias salían de sus refugios terrestres unos grandes y
tímidos sapos, algunos de los cuales se metían a la habitación, debajo de mi
cama. Los lagartos eran miríadas, y les daban los chicuelos el nombre de lagartijos.
La mayoría era de un gris vulgar, pero existía uno que era una maravilla de
azul intenso y amarillo que los niños caroreños llamábamos “azulejos”. El cachicamito
era un insecto que abría una suerte de cono en la tierra para atrapar a sus
congérneres arrojándoles con la cola pequeñas cantidades de arena. No faltaban
los ratones campesinos y las muy trabajadoras hormigas con las cuales hice mis
insectarios en frascos vacíos de mayonesa. “Luis pasó tooodo el mes de agosto
adorando las hormigas” decía mi mamá, Claver. Y no podía faltar el zumbido de
los magníficos voladores negros y rechonchos, los cigarrones. Mi padre me decía
que eran de la misma familia de las abejas, pero que elaboraban una cera y una
miel ácida al paladar.
Es
el semiárido venezolano la cuna de la colonización hispánica del siglo XVI. Juan
de Ampíes y los Welser irrumpieron sobre Sudamérica, no olvidemos, desde su
cimiento sita en Coro, voz chaquetía que significa “lugar de los vientos”.
Hispanos y tudescos arrancarán desde allí para internarse en el continente tras
la búsqueda de la mítica ciudad de Manoa, una afiebrada exploración tras del áureo
metal. Seguirán aquellos intrépidos la ruta trazada por las inmemoriales y
prehistóricas “rutas de la sal” aborígenes, para de tal forma plantarse en lo
que ahora es el estado Lara, al centroccidente de Venezuela, para fundar tres
orgullosas y presumidas ciudades de blancos: la “Ciudad Madre” de El Tocuyo,
Barquisimeto, y por último Carora como
vía de comunicación con la laguna de Maracibo y la ciudad de Coro.
Al
abrigo de una geografía imposible por su dureza y reciedumbre, la Ciudad del
Portillo se dio unos contornos y unos caracteres muy propios. Se trata de una
depresión geográfica que nos separó durante siglos del resto del occidente
venezolano. Es una suerte de enorme circo o anfiteatro que rodea con serranías
y picachos a tal depresión. Hundimiento tectónico atravesado por un único río,
el que por su extensión nos retrajo y distanció del Lago de Maracaibo, de Coro
y de Barquisimeto, de los Andes. Esta enorme superficie, por su vasta extensión
comparable en superficie a la de algunos
otros estados de Venezuela, tiene un clima desusado para el trópico, pues los
semiáridos no son climas precisamente ecuatoriales. Son una curiosidad o una
rareza geográfica los áridos venezolanos.
Esta
geografía deslumbrante es el reino indiscutible del cují (prosopis juliflora), una planta que tiene primos hermanos muy
distantes y lejanos: en Arabia Saudita, el Sahara africano y la milenaria
India. En América extiende sus brazos protectores desde México hasta el Perú.
El Gran Sertao de Guimaraes Rosa y el
Chile de Neruda son su asiento privilegiado. En nuestras “playas” de la Otra
Banda caroreña se bate a duelo por el espacio con el dividive (Caesalpinia
coriaria), otra leguminosa del Caribe mar. Sus minúsculos folios se
acurrucan para protegerse del astro rey, y también por las noches para evitar
la pérdida de la valiosa e insustituible
humedad. Un prodigio de la Madre Naturaleza. Hurgan profundo sus potentes
raíces para hacerse del agua hasta notables profundidades de hasta 50 metros.
Los bovinos herbívoros andaluces traídos en el siglo XVI han hecho el resto
para la supervivencia de estas mimosáceas
en estos secos y desabridos parajes: diseminan en sus heces sus comestibles
semillas. Pero la planta guarda para sí una protección del hambre de los
cuadrúpedos en la toxicidad de sus hojas liliputienses.
Rafael
Rodríguez era un colosal mecánico de toyotas y “willias” que vivía frente al
Grupo Escolar, en la calle Carabobo. Parecía un charro mexicano, y cuando bebía
aguardiente hablaba como los manitos. Hizo una cosa extraordinaria con los
cujíes de su casa, que era también su
taller. Debajo de la tenue y menuda sombra de esas magníficas plantas sembró
algunas plantitas de café, y para sorpresa de muchos, dieron los frutos
esperados por Rodríguez. Aquello fue muestra palmaria de que, al abrigo de tan
diminutas hojas del cují, se crea una suerte de microclima que hizo posible
aquel prodigio en las callosas manos de aquel fornido mecánico.
Los
semiáridos están diseminados por buena parte del globo terráqueo y no son por
tanto una exclusividad de nuestra geografía. Pensemos en las lejanas estepas de
la ex república soviética de Kasajistán, lugar donde transitaban camellos y
mercaderes de la Ruta de la Seda, el outback
australiano, el Sertao brasileño
que inspiró a Mario Vargas Llosa con su novela La guerra del fin del mundo, el sur andalús de España, la Patagonia
que deslumbró a Darwin, y la Cuarta Región de Chile, en otros tiempos boliviana.
Lo que resulta una rareza es precisamente el semiárido instalado en el trópico,
como el venezolano.
Acá
en Venezuela y en nuestros semidesiertos se incubó una muestra notable de la “civilización del calor”, así llamada
por Don Mariano Picón Salas. Distinguió el merideño entre calor seco y calor húmedo,
dos connotaciones fundamentales de nuestra geografía biológica. Carora desde
tiempos coloniales desarrolló, pese y
gracias a la geografía, una vigorosa civilización del calor seco. Es nuestro
ardor seco dominante casi todo el año que arremolina al viento en los meses de
junio y julio anunciando la presencia del diablo de Carora, uno de nuestros más
potentes imaginarios colectivos.
Don
Mariano nos recuerda que las fuertes mulas caroreñas, productos del calor, eran
a quienes los llaneros de Páez ponían el primer bozal. Y que los borricos y
yeguas que llevaron allí los conquistadores proliferaban y se reproducían con
mayor talla y resistencia que en sus nativas dehesas andaluzas. Casualmente en
una de esas mulas de seca tierra caliente iba montado Bolívar –según lo cuenta
O’Leary- el día que salió a encontrar a Morillo para el armisticio de Santa Ana,
en 1820. Y durante la Colonia- continúa Don Mariano- altos prelados y oidores
del Virerinato de Nueva Granada se disputaban esas mulas caroreñas, pagadas en
peluconas de oro.
Desmintiendo
los determinismos de clima del positivismo decimonónico, y creando la feliz
expresión “civilización del calor”, dirá el merideño Picón Salas que: “Esas
familias vascas de una ciudad de firme estirpe española como Carora -Riera,
Zubillagas, Perera, Oropesa, Aguinagalde- pueden decir si el calor seco hace mal a la salud y si no
se daban en aquellos caserones de tres patios, familias prolíficas, gentes a
quienes sólo vencía la más añosa
longevidad”. El tudesco Federico Ratzel, pues, estaba equivocado de cabo a rabo.
Parafraseando
a Augusto Roa Bastos al referirse al Paraguay que lo vio nacer, diremos que
Carora es una isla rodeada de tierra. Pero constituye una verdadera paradoja
que hubiese a pesar de ello una ciudad tan bien y firmemente comunicada con el
exterior durante el régimen colonial como la nuestra. Y ello se lo debemos al
discurso universalista de la Iglesia Católica, institución milenaria que echó
fuertes y frondosas raíces acá, como podría resultar un contrasentido, pues siempre
asociamos la implantación de la fe cristiana a los climas templados y cordilleranos
del país: Los Andes son el catolicismo, es la conseja que se repite sin
fundamentos firmes.
Esa
conexión de Carora con el mundo era un vínculo de otro orden: era una ligazón metafísica y espiritual que tenía por
conducto las hermandades o cofradías de la Iglesia Católica. A través de estas “estructuras
de solidaridad de base religiosa”, como las define el historiador francés Michel Vovelle, Carora no solo se conecta con
el mundo físico y palpable del otro lado de las serranías del occidente patrio,
sino que se vincula con ese otro mundo colocado más allá de la humana
percepción: el más allá de los cristianos.
Es
por esa circunstancia que he llamado a la ciudad del Portillo “Llave del Reino de los cielos”,
pues resulta increíble y hasta insólita la
cantidad y variedad de creyentes asentados en esos viejos infolios cofrádicos
que buscaban de tal manera asegurase el tránsito desde el purgatorio al regazo
celestial. Irlandeses, franceses, italianos, españoles peninsulares como
catalanes y castellanos e insulares canarios, entraron a nuestra cofradía del
Santísimo Sacramento. También lo hicieron cubanos y residentes de las islas de Santo
Domingo y Puerto Rico. Les acompañaron en esa esperanza bíblica de salvación
los habitantes neogranadinos de Tunja, Maracaibo, Coro, San Carlos de Austria,
Valencia del Rey, Caracas o Trujillo y la Barinas del conde de Pumar, Tiznados,
Calabozo. Y los poblados más cercanos a la ciudad del Portillo también: Siquisique,
la mariana población de Aregue y su magnífica virgen india, La Chiquinquirá, la
andina Barbacoas, Quíbor, Río Tocuyo, El Jabón, Baragua, San Pedro, Carache, la
pequeña Mesopotamia de Arenales, San Francisco o Curarigua de Leal.
Tal
circunstancia salvífica llamó la atención de recatadas y púdicas monjas Concepcionistas
de Caracas, altivos bachilleres, curtidores de cueros, oficiales ingenieros,
arrogantes licenciados y doctores de la Universidad de Caracas, Real y
Pontificia, soldados, intendentes de
justicia, maestros de órganos, negros y mulatos esclavos, profesores de
medicina, indios, sacristanes mayores, mulatos, los muy humildes sirvientes, así como
al orgulloso mantuanaje caraqueño
encarnado en la figura del padre del Libertador Simón Bolívar, don Juan Vicente
y el terrible “diablo”, Antonio
Nicolás Briceño.
En
los amarillentos folios de los libros de la antigua y arcaica cofradía del
Santísimo Sacramento de Carora, pues fue fundada en 1585 por los conquistadores
españoles, aparecen los altivos apellidos de los “grandes cacaos” caraqueños, los que años después se inmolarían en
la Guerra de Independencia. Helos aquí: Lovera, Tovar, Istúriz, Herrera, Ponte,
Bolívar, Fajardo, Sojo, Blanco, Galindo. Allí está la sociedad mantuana de
nuestro siglo XVIII finalizante, tal como los vislumbró el sabio prusiano
Alejandro de Humboldt: víctimas del resentimiento como producto del desprecio
europeo. “Yo no soy español, soy americano”, solían decir las futuras víctimas
del holocausto de la guerra emancipacionista de principios de la centuria venidera.
La “ciudad blanca” casi desaparecerá en la hecatombe de la guerra.
Esta
conexión de la altiva ciudad de Caracas y la lejana y occidental localidad de
Carora nos coloca ante una relación entre dos “ciudades de blancos” o dicho en palabras de Ángel Rama dos “ciudades letradas”, dotadas con unos
anillos protectores del poder y ejecutor de sus órdenes: una pléyade de
religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples
servidores intelectuales, todos esos que manejaban la pluma: un funcionariado y
una burocracia.
Los ojos de buena parte del orbe católico
pusieron su esperanza en la permanencia y estabilidad de aquellas hermandades,
a las cuales seguramente supusieron poco menos que eternas a perpetuidad. Esas
impresionantes instituciones fueron alentadas por una legión de curas y
sacerdotes y laicos comprometidos excepcionales, que le dieron continuidad a
tal promesa redencionista durante centurias. No es ocioso, pues, calificar a
Carora como “ciudad levítica de Venezuela”,
tal como la nombró el sacerdote Carlos Borges en 1918, quien fue confinado allí
para purgar unos cuantos pecadillos de la carne. Centenares de vocaciones
sacerdotales desde el remoto siglo XVI hasta el presente son el signo distintivo
e indeleble de la ciudad del semiárido larense.
ARTESANIA
DEL CUERO EN CARORA COLONIAL
Carora,
como España, ha estado muy ligada al cuero y a la epidermis animal. España es
semejante a una piel extendida de Occidente a Oriente, diría Estrabón, uno de
los padres de la geografía antigua. A su vez, el Presidente Guzmán Blanco en
una ocasión dijo que: Venezuela es un cuero seco, se pisa por un lado y se
levanta por el otro. Y viene del Andalús español la tradición medieval de
elaborar cueros. Es el espíritu de la antigua ciudad de Córdoba y sus
primorosos guadameciles árabes que
rebrota, ¡y de qué manera!, en el occidente seco de la antigua Provincia de
Venezuela. Decae por efecto de la intransigencia religiosa contra los judíos y
marranos en la Península, pero renace con un vigor extraordinario e
impresionante en San Juan Bautista del Portillo de Carora, donde es probable
que tan esmerada industria haya sido introducida por los misioneros
franciscanos del convento de Santa Lucía. No tendrá esta habilidad inmemorial
en manos de indios, negros y pardos, a no dudarlo, parangón alguno en Venezuela
colonial. Estos monjes herederos del ideal de san Francisco de Asís eran más
dados a lo empírico y lo práctico, lejos de las especulaciones filosóficas de
los jesuitas.
Unos
monjes desconocidos del convento de Santa Lucía, gracias al espíritu de
observación, descubrieron en las vainas amarillentas del árbol de dividive el tanino astringente para
curtir las pieles cuando alimentaban a sus bóvidos. Y ese fue el ingrediente
principal que hizo posible que los cueros curtidos caroreños deslumbraran por
su finura y exquisitez en buena parte del mar Caribe y de la Nueva Granada.
Y
no solo fueron un éxito de exportación esas badanas, cordobanes, zapatos,
gamuzas, botas, sillas de montar, sino que en la ciudad del Portillo estos
diestros y hábiles artífices del cuero se agruparon en torno a las cofradías de
Carora. No formaron los famosos gremios de artesanos como en la Península, pues
la ley se los prohibió taxativamente. En tal sentido, ese instinto mutualista y
corporativo se expresó en las hermandades y cofradías de Carora que se
constituyeron de tal modo en su lugar de reunión y de tertulias. Espíritu de
extraordinaria sociabilidad que nos alcanza en el presente.
Hogaño
esta extraordinaria tradición del cuero es apenas un recuerdo entre reducidas
cantidades de personas. Ha desaparecido
entre el imaginario colectivo de los torrenses y caroreños. Y qué decir
de los venezolanos. Pero ya tendrá su segunda oportunidad esa maravilla de
nuestra destreza e inventiva de los tiempos coloniales. Ello sucederá cuando
volvamos nuestra mirada a la historia de tres siglos de coloniaje, larga etapa
de nuestra existencia como pueblo cuando se forjó el alma criolla. Y sucederá,
Dios mediante, cuando llegue a su final la fiera y brutal dictadura del excremento del diablo, el petróleo.
EL
SANTO PATRONO DE CARORA: SAN JUAN EL BAUTISTA
Esta
localidad ha tenido como santo patrono protector a Juan el Bautista, un
predicador del desierto de Judea que hacia una vida de ascetismo y de
privaciones: “voz que clama en el desierto” (Lucas, 3:4 y Juan, 1:23), se
llamaba a sí mismo aquel asceta. Profeta de dos grandes religiones
universalistas: el cristianismo y el Islam. Desde su infancia fue nazir, es decir, estuvo ligado por el
voto a ciertas abstinencias, nos dice Ernest Renan. El desierto del que estuvo
rodeado le llamó desde el primer
momento. Llevaba allí la vida de un yoguí
de la India, vestido de pieles o de telas de pelo de camello, sin otros
alimentos que langostas y miel silvestre (Marcos, 1:6). Abstinencia de carne, de
vino, de placeres sexuales se consideraba como el noviciado de los reveladores.
Es, nos atrevemos decir, el santo patrono que mejor encaja en la geografía
caroreña por su espíritu semítico, a medio paso de dos desiertos, el de Judea y
el de Arabia. ¿No es, acaso, el desierto
el lugar donde nacieron las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo,
cristianismo e islamismo?
Resalta
que la indumentaria de este eremita bíblico se componía de pieles de camello,
cabra u oveja. Una vestimenta y una alimentación ciertamente pobre y menesterosa, que bien ha
podido incidir en el psiquismo de los caroreños de antaño. Austeridad, rigor y
ascetismo trasmite la figura del eremita del desierto, condicion que templó el
ánimo y el aliento de los primigenios pobladores de estos eriales venezolanos.
Tierra yerma para hombres y mujeres arrojados y resueltos para convivir rodeados
de una geografia espinosa y difícil.
LA VIRGEN
DEL ROSARIO: LA PATRONA DE CARORA
Pero allí estaba tambien la figura de
lo femenino encarnada en la virgen del Rosario, Patrona de los cautivos. Los
españoles le adjudicaban a su serena presencia su triunfo sobre el turco infiel
en la Batalla de Lepanto de 1571. El Veronés pintó magistralmente y en dos
planos aquel decisivo encuentro armado: el terrenal humano y el sagrado. Sólo
tres años antes de esta decisoria batalla se había fundado Carora, pero como la victoria
de la armada cristiana sobre los turcos tuvo una resonancia universal, por ello
tuvo su eco en la Provincia de Venezuela de entonces.
Esta deidad femenil, empero, se
refugió en la cuadrícula blanca y de raíz peninsular y conquistadora de la
ciudad del Portillo, y no fue sino hasta el siglo XVII cuando se instalará,
procedente del Reino de Nueva Granada, el culto a la virgen de la Chiquinquirá
en el vecino pueblo de indios de Aregue, al norte de Carora. Virgen aindiada y
de tez morena, que es como el magnífico resultado de una cultura mestiza en
ciernes. Es uno de nuestros mitos fundacionales. Epítome de lo aborigen y de lo hispánico será aquel lienzo
espectacular y sus milagros, que por el mes de octubre y en la segunda
temporada de lluvias, celebra, rutilante y esplendorosamente, sus multitudinarias,
rumbosas y pirotécnicas festividades en su honor. Tenemos fiestas, dice el
mexicano Octavio Paz, porque no tuvimos Ilustración.
Y fue un acaudalado comerciante
ligado a la altiva y arrogante Compañía Gupuzcoana, quien a mediados del siglo
de la Ilustración proyectará al occidente de la antigua Provincia de Venezuela
tan agraciada y sublime devoción. Don Cristóbal de La Barreda es su nombre. Se
salva milagrosamente de un naufragio en el Caribe mar, logra nadar con mucho
esfuerzo y brío hasta la playa falconiana. Una vez a resguardo tiene una visión
prodigiosa de la virgen. Aquello transformó hondamente la existencia del rico
negociante, quien en largo peregrinaje buscará sin pausa ni descanso por la
Venezuela de entonces a aquella dama que lo deslumbró. Llega a Carora y el
padre Hoces le dice que en Aregue podía estar aquella sublime mujer. Y en
efecto, en ese lugar estaba la rutilante y esplendorosa imagen al óleo de la
celestial dama a quien Don Cristóbal atribuyó su salvación. Adorada por los indios
lugareños y dotada con un detalle precioso y admirable que anuncia ya una
identidad americana: el Niño Jesús tiene en su mano derecha una colorida ave
del semiárido, un cardenal, colocado allí por la fértil imaginación de un
anónimo pintor de nuestro barroco siglo XVIII.
Alrededor de la cuadrícula de la
Plaza Mayor de la ciudad del Portillo se asentaron los dos poderes sobre el que
se levanta la cultura hispánica: la iglesia y el ayuntamiento. Una arquitectura
hecha para permanecer, la iglesia de San Juan y la Casa Amarilla, edificios que
después de cuatro siglos aún reciben visitantes maravillados, y que muestran
una impronta andalús o canaria en sus diseños. Todo muestra austeridad. Hasta
nuestro barroco está como gobernado por la economia de la forma, estilo que
tiene como epitome las fachadas desnudas y desabrigadas de nuestros templos
coloniales. Es un “barroco espartano”,
si cabe la expresión. Es la manifestación clara de la ausencia de aborigenes a los
cuales deslumbrar, o bien la dificultad de obtener materiales constructivos
durables, así como alarifes y albañiles. Carora es el producto del desengaño
doradista, del fervor religioso a toda prueba del catolicismo tridentino, y de
la simplicidad de los pueblos agropecuarios.
Y allí estaban las casas coloniales,
con anchas paredes y muros, amplios patios andaluces en donde se reproducían
los huertos peninsulares, habitaciones protegidas por las infaltables celosías
y mamparas, que son una suerte de panópticos
coloniales. Quedará para futuros investigadores determinar cómo este elemento
arquitectónico modeló nuestro psiquismo, que dotó de ese espiritu fisgón y curioso en extremo de los caroreños,
inclinados y propensos para la vigilancia , el control y la corrección. Recato
y pudor que fue quebrado en algunas ocasiones memorables, como el del escándalo
protagonizado por Inés de Hinojosa y su amante, el bailarin Jorge Voto, escenario
que simboliza y alude una ruptura con el
mundo simple y mojigato de Carora. Una discordia que pagará Voto muy caro. En
la Tunja neogranadina será asesinado este héroe danzarín y romántico, que será
liquidado por el nuevo amante de aquella mujer fatal, ella, que contribuye al
crimen del artista ¡con sus propias manos!. Este horrendo crimen a dado origen
a una de las dos versiones de la Leyenda del diablo de Carora.
En estos frescos corredores y amplias
habitaciones se incubó en tierras tropicales el llamado “yoga hispánico”, su majestad la siesta de mediodía. Saludable hábito castellano que deberían imitar
los anglosajones, molidos por el trabajo y el stress. En nuestras tierras se
alió el sueñito del día a la espléndida hamaca, el “lecho y abanico” de Luis Beltrán Guerrero, herencia de los pueblos
aborigenes del Caribe mar. La cultura de la siesta la hizo posible otro invento
castellano o andalús nombrado con acento morisco: la alcayata. Este clavo acodillado era desconocido por los arawacos,
pues estos aborígenes colgaban sus redes vegetales de arboles y follajes. Debió
llegar la tapia hispánica para que un desconocido español tuviera la muy genial
y brillante iniciativa de colgar allí a la depositaria de nuestra pesadez
meridiana. Hamaca, chinchorro y alcayata, en hermosa simbiosis han dado lugar a
una prodigiosa síntesis de la cultura de ambos lados del Atlántico.
No hay casita en Carora sin hamaca
colgada. Hace medio siglo llegar a la sultana del Morere a hora meridiana y de
aceras y calles reverberantes, era llegar a un pueblo desolado: poca gente,
pocos carros y autos, poco ruido. Apenas el sonido murmullante de los acondicionadores de aire anglosajones
en las casas patricias. Más allá, el vaivén de los ventiladores de aspas de la
clase media nacida al calor de la explotacion del petróleo. Y finalmente la
oscilacion melódica del chinchorro o de la hamaca de nuestras barriadas populares
allende al quebradón rebosadas de “caras
mohosas”, apelativo empleado por los patricios caroreños para designar a
las clases populares, término despectivo que -gracias a Dios- va en vías de
extinción.
Este saludable hábito ha creado la
idea sesgada del caroreño perezoso y negligente. Nada más apartado de la
realidad, pues se ha demostrado que dormir despues del almuerzo aumenta el
rendimiento y la creatividad. Hombres de gran talento y competencia ha
producido esta yerma geografía que, paradójicamente, no ha sido árida o baldia de
ingenio. Estos ojos que escriben han visto tumbarse plácidamente en sus
angarillas y balancines al Doctor Pastor Oropeza y al Maestro Alirio Díaz, para
solo mencionar dos portentos de nuestra cultura. Y qué decir de nuestro “pensador de hamaca y zaguán”, el Maestro
Cecilio Zubillaga Perera, de tan magistral manera calificado por el filosofo apureño
y palmaritense José Manuel Briceño Guerrero, un enamorado desde sus años mozos
de Carora.
Al arrogante y engreido mundo
noratlántico lo salvará- no cabe duda alguna- nuestro Ariel latino y soñador. Lo salvará del utilitarismo
materialista que se opone al buen gusto estético nuestro espacio simbólico de
habla castellana mestizada, antípoda de la barbarie utilitaria anglosajona. La soberbia
lengua de Cervantes es nuestro lugar común. El lenguaje es la casa del Ser
latinoamericano.
Sería una enorme pretension hablar
del Idioma de los caroreños como si
tuviesemos un Jorge Luis Borges indígena de las tierras del Morere. Tampoco es
viable que tuviésemos un Breve
diccionario del caroreño exquisito, pues si algo tiene el habla de nuestros
locales es precisamente la llanura y el igualitarismo de nuestras expresiones.
Tan breve como el del argentino Adolfo Bioy Casares al registrar unas 500
palabras rioplatenses, Gerardo Castillo y Pablo Arapé han tenido la feliz y
radiante iniciativa de escribir nuestro Diccionario
de caroreñismos. Allí están unas palabras que sorprenderían al mismo Maestro
Angel Rosenblat. Las palabras no son palabras - dice Ortega y Gasset - hasta
que son dichas por alguien. Una de ellas por su carácter heteróclito es rolianza, que se emplea para denominar a
las trabajadoras sexuales, vocablo que es tan nuestro como el delicioso y único
lomo prensao, fino embutido adobado
con nuez moscada y otras especias, tales
como comino, clavo de olor,
canela, pimienta y guayabita, todo lo cual ha resultado ser la única receta de
alimentos propiamente autóctona, quizá porque se necesita prensarlo por tres
días bajo el radiante Sol caroreño, y en particular el sol del caserío Las
Palmitas, lugar donde dicen que se inventó el “lomo prensao”, tipificado por Reni Anzola como un intento local del
jamón curado ibérico, hecho por las manos de don Adelis Sisirucá y su tímida
esposa Mercedes Barrios, prima hermana de Chayo Barrios, ese otro portento de
la gastronomía del barrio Torrellas a quien he llamado “Sacerdotiza del paladar
de los caroreños”. Chayo elabora una gallina deshuesada y unas hallacas que
hacían de las delicias de los hermanos Curiel, simpáticos galenos caroreños de
raigambre y solera sefardí.
Desde la época colonial debe de venir
consertao, palabreja que parece de
extraccion portuguesa que designa al muchacho de crianza de una casa,
particularmente las de los “godos de Carora”, que se le destina para hacer los mandaos a pulperías y bodegas. Podría
decirse que una casa de familia mostraba su éxito económico y su poder e
influencia en la sociedad por la cantidad de muchachos mandaderos a su
servicio. Y no faltaban consertaos en
algunos hogares de la altanera clase media que hacia denodados esfuerzos por
hacerse un lugar preminente en aquella sociedad marcada, en pleno siglo XX, por
el orgullo de las castas y los linajes.
Nuestra infaltable siesta de los
mediodías ha hecho posible la memorable expresion chocar los juanes; el ser comedido con las palabras generó esta
otra como Picho ele palito en boca;
en tanto que la flojera se designa con una breve como concisa palabra: ñemeo. A la chicha de arroz le decimos resbaladera, bebida refrescante que se
vio envuelta como en una suerte de magnicidio frustrado cuando le provocó
terrible diarrea a Su Excelencia el Libertador de paso por acá en 1821.
Seguramente cautivó el paladar de Bolívar las lujuriosas aromas y las
acariciantes fragancias del agua de
azahares oriental y de la vainilla, especia que Hernán Cortés llevó desde
México a Europa en el siglo XVI para cautivar el gusto de los monarcas
católicos.
Una sociedad tan marcada por la
intransigencia del catolicismo daba, sin embargo, lugar y admitía ciertos pecadillos de la carne. Entre santa y
santo, pared de calicanto. De tal manera nació la voz cebera y su diminutivo ceberita
para designar a las damas proclives a los amores diversos y hasta numerosos. Una
suerte de machismo al revés, pues. Hogaño algunos lo llaman hembrismo. La expresión fullera y fullerita no tiene el sentido
de tahúr y de tramposo del castellano culto, como diría Ángel Rosenblat, sino
que se usa acá como engreída y presumida. En los tiempos mayameros, ya idos,
del dólar a 4,30 luisherreriano, se les decía sifrinas.
Una interesante aliteración es la
simpática locución golingolin, que ha
de significar algo así como colgado o guindando. Pareciera derivarse de jolín, vocablo ya en desuso en la
Península. La geografía del semiárido generó las voces de improntas
precolombinas: lefaria, guanajo y
tambien semeruco (Malpighia emarginata).
Gracias a la primera de estas plantas el caroreño pudo apagar su sed arcaica y secular, pues al arrojar trozos de cactus lefaria a las aguas turbias se
produce el milagro de su aclaramiento en aquellos minúsculos manantiales que
apagan la sed, espejos del semidesierto: los aljibes.
La singularidad lingüística caroreña
se expresa de manera primorosa en nuestra gastronomía, la cual se ha
constituído por su consistencia en una “region gastronómica” propia, situada al
occidente de Venezuela. Centroccidente -y más certeramente el estado Lara- se
ha considerado como lugar de origen de la gastronomía venezolana. Así, llamamos
“carraos” a los crujientes
chicharrones de marrano. Toda una cultura del cerdo existe en nuestras
barriadas y que rivaliza con la del “complejo cultural” del chivo. De allí
vienen los pimpinetes de Barrio
Nuevo, el viril morcón, ambos
yantares preparados de las entrañas del chancho. Ayoleida te espera en su
gentil residencia barrionovense para ofrecértelos. Lucinita Pérez Barrios en la
calle Contreras prepara las mejores longanizas,
que son las tripas del cerdo rellenas de marrano molido
El mondongo o mute de chivo o
de res, este último una versión criolla
de los callos madrileños elaborado con
vísceras, huesos y patas de res, es obligacion religiosa dominical ingerirlo
con arepas calientes. Los domingos por las mañanas se observa una cosa rara que
es el
insólito y extravagante desfile de niños, mujeres y hombres que con
cacerola bajo el sobaco salen a hacerse de unas raciones de este suculento
asopado nuestro. A veces sucede una situación
tan surrealista que habría de sorprender al mismo André Bretón: y es que
pailas, cacerolas, marmitas y peroles de toda laya son quienes solitarios hacen
las colas a la espera de su porción de
mondongo. Jorojoro se le llama a un
agregado de maíz que le da cuerpo y consistencia a esta espesa sopa que nos
dejaron nuestros bisabuelos españoles, al tiempo que nos enseñaron a tumbarnos
a comienzos de la tarde en la delicioso letargo que hace pausa entre la mañana
y la abrazadora segunda parte del día.
En el centro de Venezuela se le da el
nombre de “tostada” a una arepa rellena de carne, huevos en revoltillo con
tomate, caraotas o jamón. Pero en la ciudad del Portillo es una verdadera
bandeja bifronte, que rivaliza en grandiosidad y lucimiento con la “bandeja
paisa” colombiana. Es la famosísima “tostada
caroreña”, contentiva de dos generosas arepas rellenas de jamón y queso,
acompañadas de chicharrones de marrano, huevos, papas y caraotas fritas, ensalada. Un verdadero y
sin igual manadero de sensaciones gustativas. Se dice que este plato nació en
el sector El Trasandino, en el sabroso restaurant de los populares señores
Nicolás Cuicas y Neptalí Barrios, conocido entre los choferes y viajantes como
El Néctar.
Pero el reinado gastronómico de Carora
lo constituyen los portentosos lácteos, que son un abanico casi inagotable de
productos derivados de las leches de vacas y cabras: suero, crema o nata, suero
verde, suero esmechado o aliñado, mantequilla, quesos de taparita, quesos de
crinejas, quesos aliñados, queso manota, queso de mano, queso de bolita, queso
de toncha, queso chillón…
Cosa curiosa constituye el hecho de
que siendo el Municipio Torres del estado Lara en Venezuela, una region con tan
limitados y escazos recursos hídricos, se halla desarrollado acá una legión de
extraordinarios nadadores, deportistas de las brazadas que protagonizan un sin
par espectáculo colectivo al lanzarse en tiempos de grandes crecientes desde el
Puente Bolívar a las bravías e indómitas aguas de ese “arroyo aprendiz de río”,
el Morere.
Ese pardo y peresozo curso de agua es
elemento formativo de la masculinidad de los caroreños. En uno de sus pozos,
casi un barrizal, El Pozón de Chicorías, se ponía a prueba la defensa de la
hombría en aquellas atacazones de barro memorables que bien podían terminar en
un acto de violación sexual. Luego continuaba otra prueba de virilidad en el
ejercicio de la zoofilia, lo que los antiguos religiosos monjes de la Colonia
llamaron bestialismo. Los zoofílicos
en la ciudad del Morere son enjambres y tienen una reputacion de potencia
sexual casi mitológica. Los altaneros cachacos de la sierra colombiana
atribuian este nefando pecado a los bárbaros e incorregibles costeños del
Magdalena, el Atlántico, el César y La Guajira, que son -quién lo puede negar-
nuestros primos hermanos de la cultura del Caribe mar, nuestro mare nostrum. La zoofilia es un
componente primordial de la cultura popular en los estados Falcón y Lara del
occidente de venezuela, tanto como la ilustre y genial mamadera de gallo colombovenezolana, tan exaltada por Gabriel
García Márquez.
Se equivocan quienes hacen derivar
nuestro agudo sentido de humor caroreño de nuestra vecindad zuliana. El famoso
“maracuchismo-leninismo” de la decada de los años 1960 y 1970 nutrió bastante sus propuestas metaforicopoéticas de los
larenses y caroreños en particular Enrique León y Blas
Perozo Naveda, mis amigos poetas lacustres, visitaron en repetidas ocasiones la
ciudad del Portillo para nutrirse de las singulariades de nuestro proverbial
humor. Y bastante les sorprendía, pues les animaba su deseo de construir una gran
identidad caribeña e hispánica, según decían estos simpáticos vates maracuchos
ya sesentones por los días que corren.