jueves, 23 de abril de 2020

El miedo a la peste/ A mi esposa, médico dermatóloga Raiza Mujica

Desde el siglo XVIII la llamada cultura occidental creyó erróneamente haber puesto bajo su dominio  la Naturaleza. Vano empeño. La ecuménica pandemia del coronavirus  que estalló ante los ojos atónitos y temerosos de la humanidad hace pocas semanas, ha echado por tierra esta ilusa certeza. No hubo sector del mundo físico que se resistiera a este avance incontenible de la ciencia y sus portentos: los genes, las partículas subatómicas, el desvío  de grandes y caudalosos ríos, la superficie selenita mancillada, vida e inteligencias artificiales, clonación. Una humanidad arrogante y soberbia celebra sus triunfos que cree definitivos ya. La altaneras ciencia y técnica lo pueden todo.  Pero de repente y sin previo aviso, desde la hasta ahora desconocida ciudad china de Wuhan, aparece un enemigo que hace de su minúsculo tamaño y silenciosa alevosía su arma más letal y poderosa. Utilizando la jerga freudiana del psicoanálisis: Tánatos se agiganta y sus alas desplegadas recorren la ecúmene. La pulsión de vida, Eros, se refugia en los hogares. La cuarentena universal. 
El miedo en Occidente

El miedo se apodera de villas y ciudades.  Países enteros conocen de nuevo los temores que azotaban antaño a la humanidad. Los individuos, las colectividades e incluso las civilizaciones pueden estar atrapadas en un permanente diálogo con el miedo, nos dice Jean Delaumeau en su portentosa y excepcional obra El miedo en Occidente (Taurus, 1989). El miedo ha sido silenciado y se ha negado su importancia en la historia de los hombres, es un componente mayor de la experiencia humana.  Al miedo secular a la noche,  a los aparecidos, al hambre, a Satán y a las brujas, al fisco, a la subversión y al Enemigo, dice este historiador francés, retorna de nuevo el miedo a la terrible y espantosa peste, y que en un afán  de edulcorarla ahora es llamada pandemia. La sociedad toda se traumatiza por efecto de una peligrosa conjunción de miedos. En los días que corren nuestra fe en la medicina moderna se tambalea, es una fe que linda en la credulidad supersticiosa. Cuando aparece el peligro de contagio, al principio se intenta no verlo. Médicos y autoridades tratan de engañarse a sí mismos. ¡Qué cerca estamos de ese pasado que creíamos ingenuamente superado!
Este libro de Deleaumeau lo leo por vez primera en el año 2004, y ahora, para mi enorme sorpresa, lo reviso de nuevo en tiempos de la pandemia de coronavirus en abril de 2020. Su riqueza de contenidos se agigantan y sus análisis y perspectivas toman una dimensión que no supe captar hace 16 años. Ahora no es una lectura académica, serena y desinteresada, es por el contrario una urgencia vital que toca a nuestras puertas en tiempos de hiperinflación, amenazas del imperio estadounidense, apagones eléctricos, racionamiento de agua, gasolina, gas, éxodo masivo de venezolanos a otros países, caída repentina y brutal del precio del petróleo, nuestro principal y casi único producto de exportación, y ahora la cuarentena planetaria, todo lo cual hace una conjunción  pavorosa de miedos y terrores que no conocíamos en la República Bolivariana de Venezuela, y que me motivan a escribir este ensayo. Pareciera que escogí el momento  más oportuno para hacerlo.
La última pandemia sufrida por la humanidad fue la Gripe Española en los años 1918 y 1919, recién finalizada la Primera Guerra mundial. La pobre y flaca memoria humana apenas la recuerda. Se le llamó de tal manera porque una de sus víctimas fue de sangre azul: el Rey de España Alfonso XIII. Pero la más conocida ha sido a no dudar la Peste Negra que asoló a Europa en el siglo XIV y que acabó con un tercio de su población. Hogaño es el Nobel de Literatura  Mario Vargas Llosa quien nos la recuerda en un polémico artículo suyo en el cual ataca insidiosamente a China como origen de la pandemia del coronavirus y a la cual la dictadura  no ha sabido enfrentar con eficacia y que sólo las democracias liberales permitirán vencerla, sentencia acremente el peruano.
Pero volvamos con Delemeau.  Es Florencia en 1348 quien  nos deja un terrible testimonio literario de la Peste Negra de las manos de uno de los  padres de la literatura italiana Giovanni Boccacio en El Decamerón. Un verdadero museo de horrores: ¡Oh, cuantos grandes palacios, cuántas hermosas y bien edificadas casas, cuántas nobles habitaciones y moradas, llenas y pobladas de nobles moradores y grandes señores y damas, de los mayores hasta el menor servidor quedaron vacías y solas!  ¡Cuántas familias, cuántos excelentes linajes, cuántas grandes y ricas heredades y posesiones, cuántas y cuán preciosas riquezas se vieron sin heredero y legitimo sucesor, desamparadas!
Trescientos y tantos años más tarde, el autor de Los novios, otro italiano, el novelista del movimiento romántico  Alessandro Manzoni, nos relata la peste de 1630 de manera aterradora y escalofriante: Mientras los montones de cadáveres, siempre apilados delante de los ojos, siempre junto al paso de los vivos, hacían de la ciudad entera una vasta tumba, había algo más funesto y más terrible: era la desconfianza reciproca, la monstruosidad de las sospechas. No se sentían suspicaces de sus vecinos, de sus amigos, de sus huéspedes solamente: esos dulces nombres, esos tiernos vínculos de esposo, de padre, de hijo, de hermano, eran objeto de terror; y, cosa horrible e indigna de decir, la mesa doméstica, el lecho nupcial eran temidos como trampas, como lugares donde se escondía el veneno.
Benigno Guedes, religioso portugués, es un espléndido testigo de lo que la peste representaba  en 1666 para sus contemporáneos y las inmensas perturbaciones  que provocaba en los comportamientos de todos los días, relata: La peste es, sin duda, alguna, entre todas las calamidades de esta vida, la más cruel y verdaderamente la más atroz. Con gran razón se le llama el mal por antonomasia. Porque no hay en la tierra mal alguno que sea comparable y semejante a la peste. En cuanto en un reino o en una república se enciende ese fuego violento e impetuoso, se ve a los magistrados estupefactos, a las poblaciones asustadas, el gobierno político desarticulado. La justicia ya no es obedecida; los talleres se detienen, las familias pierden su coherencia, y las calles su animación. Todo queda reducido a extrema confusión. Todo es ruina. Porque todo es alcanzado y derribado por el peso de la enormidad de una calamidad tan horrible. Las gentes, sin distinción de estado o de fortuna, quedan ahogadas en una tristeza mortal. Sufriendo unos la enfermedad, otros el miedo, se ven enfrentados, a cada paso, bien a la muerte, bien al peligro. Los que ayer enterraban, hoy son enterrados, y a veces encima de los muertos que ellos habían sepultado la víspera.
Es el británico Daniel Defoe, el autor de los conocidísimos cuentos Los viajes de Guilliver  quien nos da este escalofriante relato de la peste que asoló a Londres en 1665 en su Diario de la peste, escenas alucinantes y anécdotas perturbadoras: gentes que aúllan cuando penetra por una calle la carreta de los muertos; un enfermo que baila desnudo a la intemperie; madres llevadas a la desesperación, al delirio, a la locura, que matan a sus hijos; un pestífero, atado a su cama, que se libera prendiendo fuego a sus sábanas con una candela,; un apestado “loco furioso” que canta en la calle como si estuviera ebrio y que se precipita sobre una mujer encinta para besarla y trasmitirle el contagio.
Más cerca a nuestros días aparece la temible peste del cólera.  Los diarios de París en 1832 dan la noticia que fue tomada a la ligera. Un tal H. Heine cuenta: como era el jueves de la tercera semana de cuaresma, como hacia un sol esplendido y un tiempo delicioso, los parisinos se divertían con toda su jovialidad en los bulevares en los que incluso se vieron algunas máscaras, que parodiando el color enfermizo y la cara descompuesta, se burlaban del temor al cólera y de la enfermedad misma. Durante la noche de ese mismo día, los bailes públicos estuvieron más frecuentados que nunca: las risas mas presuntuosas cubrían casi la ruidosa música; se animaban mucho con el chahut , danza más que equivoca; se engullía toda clase de  helados y de bebidas frías cuando, de pronto, el más vivaracho de los arlequines sintió demasiado frío en las piernas, se quitó la máscara y descubrió ante el asombro de todo el mundo un rostro de un azul violáceo.
En mi país el cólera asiático, que se difundió desde la India desde 1817, tiene una interesante historia, y  que tiene su raíz cuando se cernió el mal  sobre la creyente ciudad de Barquisimeto, al occidente de Venezuela. En 1855 provoca una enorme mortandad la peste, de tal magnitud que motiva al religioso presbítero  José Macario Yépez  pedirle a la Virgen Divina Pastora que fuera su persona la última víctima de la peste, lo que en efecto ocurrió, pues la virulencia comenzó a ceder desde entonces. Desde ese momento se organiza todos los 14 de enero de cada año una gigantesca procesión a la cual acuden unos cuatro a cinco  millones de fieles devotos y que rivaliza en cantidad con otras procesiones marianas de Iberoamérica y del mundo.    


Hasta finales del siglo XIX se ignoraron las causas de la peste, que la ciencia de antaño atribuía a la polución del aire, ocasionada a su vez bien por funestas conjunciones astrales, bien por emanaciones pútridas venidas del suelo o del subsuelo. De ahí las precauciones inútiles de rociar de vinagre cartas y monedas, cuando se encendían fogatas purificadoras en las encrucijadas de una ciudad contaminada, cuando se desinfectaban individuos, harapos y casas por medio de perfumes violentos y de azufre, cuando se salía a la calle en periodos de contagio con una máscara en forma de cabeza de pájaro cuyo pico estaba lleno de sustancias odoríficas. El papel de las ratas y de las pulgas fue ignorado entonces, afirma Delemeau, en cambio se destacaba con mucha frecuencia el peligro del contagio interhumano. El sentido común popular tenía razón en este punto frente a los “sabios” que se negaban a creer en el contagio. Y fueron las medidas cada vez más eficaces de aislamiento las que hicieron retroceder el azote. Todas las crónicas de la peste insisten también en la detención del comercio y del artesanado, el cierre de los almacenes, de las iglesias incluso, la prohibición de toda diversión, el vacío de calles y plazas y el silencio de los campanarios. Qué cerca estamos en el siglo que comienza de esa pavorosa realidad, cuando hasta el papa Francisco celebra su oración en solitario en una Plaza de San Pedro totalmente vacía, y que hasta la febril actividad bursátil de la Gran Manzana neoyorkina ha sido suspendida, pues se cuentan más de 100.000 casos de coronavirus allí hasta el pasado 3 de abril de 2020. Las consecuencias económicas se prevén devastadoras. Se estiman pérdidas de miles de millones de dólares. Hay una correlación negativa entre políticas neoliberales y salud, nos advierte el científico y filósofo recientemente fallecido  argentino Mario Bunge (1919-2020).   
Tres explicaciones culpabilizadoras.
¿A quién culpar de la peste y los  inmensos desastres que ocasionaba? Se formulaban tres explicaciones, escribe el autor de El miedo en Occidente. La primera atribuía la epidemia a una corrupción del aire, la aparición de cometas, conjunción de planetas como cuando Marte “miraba” a Júpiter, bien por diferentes emanaciones pútridas. Segunda: había sembradores de contagio que difundían deliberadamente la enfermedad, la escalada acusadora identifica los culpables en el seno mismo de la comunidad azotada por el contagio. A partir de ese momento cualquiera puede ser considerado un enemigo y la caza de brujos y de brujas escapa a todo control, se creyeron ver untadas las murallas y las casas de Milán en 1830 de sustancias venenosas compuestas de extractos de sapos, de serpientes, de pus y de baba de los apestados, una receta diabólica inspirada por Satán. La tercera aseguraba que Dios, irritado por los pecados de una población, había decidido vengarse; había que aplacarle haciendo penitencia  Se ordenaba el encierro de los pobres, se decía que se respira un aire mejor cuando los harapientos y mendigos son recluidos. Otro chivo expiatorio fueron los leprosos. El aspecto  horrible de sus lesiones pasaba por un castigo del cielo. Por precaución se mata en masa a los animales: cerdos, perros y gatos. En 1665 se habrían matado en Londres 40.000 perros y cinco veces más gatos. La agresividad colectiva se volvía contra los extranjeros, los viajeros y todos aquellos que no están perfectamente  integrados en una comunidad, como es el caso de los judíos. La Peste Negra estalla en una atmósfera cargada de antisemitismo.  Los pogromos  estallan después de 1348 en Cataluña, Cervera, Tárrega, en Lérida asesinan a 300 hebreos al grito “¡muerte a los traidores!”



La medicina de la religión.
No debemos caer en fáciles anacronismos, como recomendaba Lucien Fevbre, al poner en perspectiva el miedo al morbo de la peste. Es fácil modernizar el pasado, es un vicio común en los historiadores. No olvidemos que Robert Koch y Luis Pasteur no habían aparecido en el horizonte de la medicina, y que penicilina y aspirina son felices invenciones muy recientes. No se habían descubierto los microorganismos, y cuando fueron vistos por vez primera se pensó erróneamente que eran demasiado pequeños como para hacer daño. Quedaba pues lo que llama Jean Delumeau la medicina de la religión: Si en una ciudad atacada por la epidemia podía temerse cualquier cosa y de cualquiera, dado que el mal seguía siendo misterioso y no cedía ante la medicina ni ante las medidas de profilaxis, cualquier extravagancia pasaba por normal. Los tiempos de “pestilencia” veían, pues, multiplicarse los charlatanes y vendedores de amuletos, de talismanes y de filtros milagrosos. Muchos médicos y charlatanes murieron en Londres, cuenta Daniel Defoe.
La Iglesia, refiriéndose de forma constante a los episodios del Viejo Testamento, y sobre todo a la historia de Nínive, presentaba las calamidades como castigos queridos por el Altísimo encolerizado. Esta doctrina se aceptada por mucho tiempo tanto de la parte ilustrada de la opinión como por la masa de gente. Muchas civilizaciones establecieron espontáneamente entre calamidad terrestre y cólera divina. El judeocristianismo no lo inventó. Pero también es cierto que los hombres de Iglesia y la élite que ellos arrastraban lo reforzaron todo lo que pudieron. Católicos y protestantes hablaban el mismo lenguaje sobre el tema de la peste, y aconsejaban bajo formas diversas la misma terapéutica de arrepentimiento, a la que se esforzaba por recurrir una buena parte de las poblaciones afectadas.  Sermones públicos ininterrumpidos con lágrimas, ayunos solemnes y oraciones con presencia del rey y los lores en Westminster en 1620. Lutero afirma que son castigo del Cielo. En los países musulmanes el discurso religioso era fundamentalmente idéntico, dice Mahoma que el que muera por la peste será un mártir igual a aquel que muere en la guerra santa, la yihad, una idea que hogaño aterroriza en Oriente Medio.
 La panoplia de imploraciones católicas estaba más surtida que la de los protestantes. Peregrinaciones a los santuarios de los santos protectores, las grandiosas procesiones como las de Milán en 1630 y Marsella en 1720, la Peste Negra dio lugar a histéricas y sangrientas andanzas de flagelantes, procesiones en honor a la Virgen que recorrían los cuatro extremos de las ciudades y sus muros que son muestra de antiguos ritos de circunvalación, exorcismos litúrgicos contra la peste en Sevilla atacada por la fiebre amarilla en 1801, se muestra a la multitud un fragmento de la verdadera cruz que ya había detenido la peste en 1649,  muchachas y muchachos desnudos cavaban un foso alrededor de las ciudades en Serbia y Transilvania, “cinturones de cera” a la Virgen y a los santos antipestes, san Vicente, san Sebastián, san Roque, el culto alentado por el papa y los jesuitas a san Carlos Borromeo, autos de fe españoles que duraban  toda una jornada.
Sin embargo, agrega Delemeau para finalizar,  preces, misas, votos, ayunos y procesiones no lo podían todo. Si la epidemia continuaba tan virulenta, las gentes se instalaban en adelante en una especie de torpor, no tomaban ya precauciones, descuidaban su aspecto: era la incuria del abatimiento.   Luego la epidemia declinaba bruscamente, volvía soltar amarras de nuevo, finalmente se aplacaba. Entonces estallaban los Te Deum, surgía la alegría ruidosa y se manifestaba, antes de que fuera razonable, el frenesí de los matrimonios que todos los cronistas de la  peste, uno tras otro, han observado. Hombres y mujeres que quedaron se casaron a porfía. Las mujeres supervivientes tuvieron un número extraordinario de hijos, los hombres se hicieron más codiciosos y avaros todavía, habiéndose vuelto más codiciosos, perdían la tranquilidad en las disputas, las intrigas, las querellas y los procesos.


Las pestes en las artes.
La Peste Negra y las que le siguieron modificaron el arte europeo, dice Delemeau,  orientándolo más que antes  hacia la evocación de la violencia, del sufrimiento, del sadismo, de la demencia y de lo macabro. La peste ha sido una fuente de inspiración artística. Giovanni Boccacio escribe El Decamerón en tiempos de Florencia asediada por la peste de 1348, el suramericano  Gabriel García Márquez escribe El amor en los tiempos del cólera. El niño que se aferra al seno del cadáver materno lo encontramos en Rafael Sanzio, la danza macabra dibujada por Holbein en 1530, San Roque rezando por los apestados de Domenichino, dos telas que Poussin consagró respectivamente a Una epidemia en Atenas y a La peste de los filisteos ( Museo de Louvre) durante la epidemia de 1630, la composición de Tiépolo Santa Tecla liberando Este de la peste, de H. Hess La peste en Basilea, el médico que se coloca un pañuelo sobre la nariz en la Pestilencia de G. Zumbo. Muchos pintores, entre ellos Poussin,  (reproducción de abajo) sitúan al lado del recién nacido crispado sobre el cuerpo de la madre, un tercer personaje, que, tapándose la boca, trata de llevarse al niño.
 

M. Spadaro en su célebre Piazza del Mercatello en Nápoles en 1656 no perdona al espectador ningún detalle: las convulsiones y las suplicas de los agonizantes, la hinchazón del vientre por la putrefacción, las vísceras disputadas por las ratas, los muertos llevados a hombros o en sillas.  En España las telas de Valdés Leal Los dos cadáveres y La muerte rodeada de los emblemas de la vanidad humana fueron compuestas por un hombre que había sido testigo horrorizado de la peste  que en Sevilla en 1640 diezmó 60.000 de sus 120.000 habitantes. Si hay tantos cráneos, tanta sangre y tanta muerte, tantas carnes lívidas y tantos ojos convulsos en el arte del “siglo de oro”, ¿no es en parte debido a las epidemias que, por oleadas sucesivas, se encarnizaron entonces sobre la gloriosa pero frágil España?




Lo que nos enseñan las pestes.
Lo primero: toma valor y palpitante actualidad la tesis de que la Tierra es un organismo vivo, idea que se conoce con el nombre de la diosa griega Gaia. No lo fue desde un principio pero en el transcurso de millones de años la vida se convierte en el constituyente esencial de lo terrestre. Y los virus son un componente básico de la inmensa cadena de la vida que se inicia en una atmósfera primitiva cargada de gases sulfurosos y electricidad hace miles de millones de años. Otra lección que destrona nuestra humana arrogancia que deriva del judeocristianismo: bacterias y virus son en esa cadena de vida más importantes que los seres humanos. No somos, en consecuencia, el centro de la creación bíblica, arrogante antropocentrismo radical que está siendo examinado en nuestro retiro cuarentenal.   
La polémica Eva africana, término poco afortunado que agrada a los fundamentalistas cristianos, nos recuerda -así no lo queramos-  con insistencia que somos una sola raza los humanos, linaje que tiene por origen en el negro continente africano, región  hoy execrado por la arrogancia caucásica. Allí principia hace unos 200.000 años, escriben los genetistas italianos  Luca y Francesco Cavalli-Sforza, un proceso que da inicio al hombre moderno, cuando una bacteria llamada mitocondria, que hace mil millones de años  se adaptó a la vida en simbiosis con la célula y pasó a ser una parte muy importante de ella, pues utiliza el oxigeno para producir energía. La mitocondria posee un cromosoma formado por ADN, estructura portadora de la herencia que permite transformar la materia inanimada en material vivo y construir nuevos organismos y que solo se transmite por vía femenina. Allan Wilson y sus colaboradores de la Universidad de Berkeley erigen el árbol de ADN mitocondrial ¡en el continente negro! ¿Qué pensarán los supremacistas, seguidores de las ideas de Joseph Arthur Gobineau y los nazis del siglo pasado de tamaño  y sensacional descubrimiento?  El invisible y minúsculo Covid19 coloca el dedo sobre la llaga: somos , como dice el mexicano Octavio Paz, “monos gramáticos” componentes de un solo linaje, una sola y única familia somos bosquimanos y teutones, amerindios y francos, turcos y mongoles, todos tenemos hemoglobina trasportadora en la sangre del vital oxígeno y que es deleite y delicia del coronavirus: la Raza Humana.
 Cuando el coronavirus se abalanza sobre sus víctimas, nosotros animales de sangre caliente, no repara en el color de la piel o de la forma de la nariz, del tamaño de la caja craneal, indicativos que de manera decisoria, artera y maliciosa tomaron y toman los racistas y supremacistas de ayer y de hoy para defenestrar a los negros africanos para considerarlos una raza incapaz de construir una civilización como la europea. Escribe  el paleoantropólogo Stephen Jay Gould en La falsa medida del hombre, que hubo científicos que después de inobjetables y bien medidos experimentos, como aconsejaba el positivismo, demostraron en Estados Unidos que solo los humanos de nariz grecolatina, piel y cabellos caucasoides, un mito nacido en el siglo XVIII, podían lograr tal portento de la cultura en civilización. Es ironía reciente que sea el aborrecido y denigrado continente negro el menos atacado por la pandemia del siglo XXI, y que sean las naciones opulentas  y ricas  de Europa y Norteamérica las más castigadas por la peste.
La peste de hogaño le ha dado a la Organización Mundial de la Salud (OMS) una notoriedad desconocida y que no tiene precedentes. Su director, Tedros Adhanom, un africano de tez oscura, refleja por su rostro humildad y equilibrio.  Procede este médico de un país que sufre de hambrunas y plagas de langostas periódicas, regímenes  monárquicos y comunistas despóticos e intolerantes, invasiones extranjeras como la que ordena Mussolini en 1933: Etiopía, antiguo reino de Abisinia, y hogaño país católico. Es un hombre que conoce y ha vivido el sufrimiento y sabe de qué manera enfrentar las calamidades.  Ha recibido ataques despiadados del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, no exentos de odio racial.  Su figura estoica y serena, empero, se ha crecido  ante la adversidad y creo que le ha dado a la OMS un impulso descomunal. De haberse obedecido desde un principio a la OMS no estuviésemos viendo el espectáculo de las fosas comunes en New York, o el horrendo cuadro de los cadáveres diseminados en las calles de Guayaquil, Ecuador.
Sin embargo las periódicas pestes no detuvieron la marcha de occidente. El milagro de la civilización occidental, afirma Delemeau, es que ha vivido todos los miedos sin dejarse paralizar por ellos. La universidad como excelso patrimonio medieval no deja de expandirse por Europa desde el siglo XII,  continente que ve florecer las magníficas  e inigualables catedrales góticas en esas centurias, la Escolástica llega a su cenit con la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino; Florencia será la cuna del prodigioso movimiento artístico que quizás no tenga parangón, el Renacimiento italiano, apenas cien años luego de la temible Peste Negra de 1348, dando así una muestra de recuperación y de adelanto en todos los órdenes realmente  increíbles.  El siglo XVII fue de la Revolución científica con Galileo y Newton, y el XVIII la centuria de la Razón y de la crítica moderna con Rousseau, Voltaire y Kant. La población crece sin pausa al tiempo que los sistemas sanitarios mejoran sin cesar. Pero estamos urgidos de otro Kant – dice Octavio Paz- que escriba la crítica de la razón científica.
 Es, pues, una lección de entereza y vigor que nos da el pasado azaroso de Europa, enseñanza dura, es verdad, pero que debe ser examinada por nosotros los habitantes del tercer milenio que esperamos en el horizonte un mundo más tolerante, juicioso y en suma más humano luego de esta horrorosa peste del coronavirus que nos azota y castiga en la alborada del siglo XXI.  La humanidad saldrá adelante. Eso esperamos.

Bibliografía consultada.
 Como habrá observado el lector, el ensayo que acá presentamos se basa fundamentalmente en la obra de Jean Delaumeau El miedo en Occidente, y su capitulo  3, que se titula Tipología de los comportamientos colectivos en tiempos de peste, páginas 155 a 222. Es una suerte de resumen de tal capítulo salpicado de mis comentarios a tono con la peste del siglo XXI.

Cavalli-Sforza, Luca y Francesco. ¿Quiénes somos? Historia de la diversidad humana. Crítica. Barcelona, 1999.  308 páginas.
Delumeau, Jean. El miedo en Occidente (Siglos XIV-XVIII) Una ciudad sitiada.  Taurus, Pensamiento. Alfaguara, S.A. Buenos Aires, Bogotá, 2002. 665 páginas.
Gould, Stephen Jay. La falsa medida del hombre. Crítica, Barcelona, 1981. 399 páginas.
Paz Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. Seix Barral, Biblioteca Breve. Barcelona, 1993. 223 páginas.










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