miércoles, 18 de febrero de 2015

Picasso, Gadamer y yo. A la memoria del profesor Simón Noriega

Me sucedió aproximadamente a finales de los años 70. Estaba recién graduado de la Universidad de Los Andes y tenía la cabeza llena de proyectos, sin atinar por cual seguir. Aun no era docente de filosofía y psicología de educación media con los afamados textos de Ignacio Burk, un gigantesco Maestro germano-venezolano. Amaba con gran pasión la obra artística, sobre todo la de comienzos del siglo XX. Y con ella, la experiencia que hoy relato.
Salía de una función de cine de no me acuerdo cuál film, cuando abordé un autobús que me conduciría a mi hogar. Hojeaba una revista en la cual me topé con un autorretrato de Picasso de su Periodo Azul. En un recodo de la avenida, debajo de una arboleda y bajo los crepúsculos, experimenté una sensación, un estado de ánimo irrepetible y muy grato. Un cosquilleo surcó mi cuerpo de abajo hasta arriba. Fue un momento muy emocionante y breve que recuerdo con frecuencia hoy cuando ya entro a la madurez de mi existencia.
Qué pudo suceder allí, me preguntaba con insistencia. Por qué aquella pintura juvenil del malagueño me produjo aquel estado de seminconsciencia casi indescriptible y además breve y fugaz. En qué estado anímico me encontraba para que se produjese aquella empatía con la obra de arte de marras. Algo parecido me había sucedido con unos versos que leí de Jorge Luis Borges que decían al comenzar: “las traslucidas manos del judío…”, un poema titulado Espinoza, del año 1964.
Pero, a diferencia del texto borgeano, el caso que relato tiene que ver con una evocadora imagen que salió de las manos de un joven pintor extranjero residenciado en París. Pienso que el residuo de melancolía que resume el Periodo Azul pudo haber sido el responsable aquella  evocación picassiana tan intensa. Luego intenté asociarlo con el recuerdo de un anciano profesor de historia del arte de la Universidad emeritense, el Dr. Juan Astorga Anta, un republicano español que la guerra civil aventó a nuestras tierras. Me había tomado cariño por la intensidad de mi condición de discípulo, y hasta públicamente manifestó aquello ante el resto de mis condiscípulos.
La pintura del malagueño que nos ocupa es de 1901. Picasso es un desconocido de 20 años que, como lo haría muchos después el joven colombiano Gabriel García Márquez, deambulaba por las calles de París, rodeándose de malvivientes, bohemios y prostitutas, los protagonistas de su melancólico y cetrino Periodo Azul. Aún no ha descubierto el cubismo, pero está a punto de hacerlo, lo que seguramente se conectó con mi propia condición de docente iniciándose en el Liceo Egidio Montesinos de Carora, tras una abortada entrada a educación universitaria en el vecino estado Trujillo, en Venezuela. Cifraba yo los 23 años. Era, pues, coetáneo con el genio pictórico español. Dos jóvenes a la búsqueda de un horizonte, Picasso y yo.
Aquel suceso evocativo pudiera tener conexión con el amigo Luis Caraballo Vivas, docente de la Universidad de Los Andes, quien al contraer matrimonio con una larense como yo, me pidió le hiciese de mis manos una réplica de la pintura Le repas frugal de Don Pablo, el malagueño universal.
El autorretrato  de Picasso es de una sobria belleza, elegante, y ya podemos observar allí atisbos de la genialidad que lo iba a acompañar hasta su muerte. Ese tono melancólico y frío guarda relación con el suicidio de su amigo Carlos Casagemas, quien por amor se da un balazo en la cabeza. Este traumático y doloroso hecho dará comienzo al Período Azul que nos ocupa. Yo no conocía de aquel terrible suceso que acompañaría al malagueño por siempre, de la misma e intensa manera que otro suicidio, el del italiano Amedeo Modigliani, sucedido en 1920.
Es en la madurez de mi existencia cuando he tenido una extraordinaria revelación con la obra de arte. El filósofo alemán recién fallecido Hans Georg Gadamer  nos habla de una verdad que contiene la obra pictórica, una verdad que no viene de la pretendida universalidad de la ciencia natural, es decir la existencia de una verdad no conceptual que estaría dada por la “comprensión” del sentido o “significado” de la obra de arte. La obra de arte se dirige a nosotros y nos pide una respuesta, dice el germano.
Es en este momento cuando pienso que en aquella remota tarde de mi juventud, aquel autorretrato picassiano me pidió que le hablara. La obra de arte aporta un conocimiento verdadero, quizá más verdadero que las verdades derivadas de la metodología científica. A casi 40 años de aquella tarde barquisimetana descubro una verdad distinta cuyo ámbito no es la verosimilitud sino el de la verdad. El ser de la obra de arte es un juego que sólo se cumple en su recepción por el espectador. Y ese espectador era yo.

El Liceo Egidio Montesinos en la década de 1960

Quien escribe entró a cursar el bachillerato en esa casa de estudios secundarios en 1964. Su  director era un afable profesor bajito y de corbata llamado José Rojas Armas, graduado en el Instituto Pedagógico de Caracas en la especialidad de Castellano y Literatura, asignatura que le dictó a mi curso, lº  sección A. una sorpresa recibí de las manos del Sub Director, el profesor de Inglés David Lasry, mejor conocido como míster Lasry. Al ver mi escasa estatura y corta edad exclamó colocándome la mano apuñada en mi cabeza: “Este está muy chiquitico para estudiar aquí.”
En esos años lejanos ya, había una palabra terrorífica que andaba de pasillo en pasillo y de aula en aula: febrero. La razón de aquello, que hoy resulta inexplicable a los chamos del siglo XXI, se debía en que en ese fatídico mes entregaban los boletines que daban cuenta del rendimiento del primer trimestre. Quien resultara con la mitad de las asignaturas aplazadas más una le daban los papeles para que se fuera del Liceo. Una vez un compañero de estudios del barrio Torrellas al verme y como para lucirse ante sus amigos me señaló con el dedo diciendo: “Estos carajitos así son los que no pelan en febrero.” Después de medio siglo lo veo en Carora manejando una vieja camioneta con marranos en la cajuela. ¡Que equivocado estaba!
Cuando fui promovido a segundo año con la docente Otilia Colmenares como profesora guía me sucedió algo terrible, que por poco no arruinó mis estudios. Traía del año anterior una asignatura de arrastre, tal como se decía. En el laboratorio de Biología un compañero le dio por tomar un pene de plástico y colocárselo en la cara a una de las chicas. Cuál no sería mi sorpresa al enterarme que a ese muchacho y a mí nos expulsaron por aquella travesura por una semana y en tiempos de evaluaciones. El Director, profesor Rigoberto Valenzuela, le dijo a mi padre, Expedito, el delito que presuntamente había cometido su hijo. Yo no dije una palabra, silencio total. Al regresar al Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza mi padre no comentó nada. Seguramente intuía  de mi inocencia y por ello me escapé de una segura paliza. Pero mi rendimiento, ya pobre de por sí, se vino abajo. Recuerdo que bañado en lágrimas me topé con el profesor español Ismael García, conocido por el mote cariñoso de  “Yeyo” y le pedí me dejara presentar la prueba, a lo que asintió positivamente.
Lo que me sorprende hoy es el silencio del aula de clases. Nadie salió en defensa de Cortesito, tal como me decían,  ni siquiera el docente que abandonó el laboratorio de Biología, un tal “Espirogira”, dejándonos hacer lo que nos viniera en ganas. La palabra de la señorita de marras pudo más y salí expulsado por única vez de aquel recinto educacional tan severo e insensible. Solo mi madre, Claver Riera, me comprendió y le dio refugio a aquel adolescente aturdido y desconcertado por tamaña injusticia.
Un anillo con brillantes vino a amargarnos la vida en tercer año. Fue en otro laboratorio, esta vez de Química, cuando una chica se deshizo de aquella joya tan costosa y la colocó en el mesón para lavar unas pipetas y retortas. Cuando terminó su labor, ¡horror! el brillante que costaba la gigantesca suma de diez mil bolívares había desaparecido como por arte de magia. El profesor Luis Beltrán Gutiérrez nos amenazaba y apremiaba  para que apareciera la valiosa alhaja. Apareció días después cuando un muchacho desconocido la dejó, envuelta en una media, en  casa de la jovencita ubicada en la calle San Juan.
Cuando se produjo la gran revuelta estudiantil en Francia, 1968, habíamos llegado a cuarto año de ciencias. Las pruebas eran largas y exigentes. Se nombraba un jurado compuesto por  dos docentes  a lo que se agregaba el profesor de la asignatura. Había pruebas que hoy no se imaginan los chamos del tercer milenio: en Biología, Química y Física se presentaba en tres modalidades, esto es, prueba escrita, prueba oral y prueba práctica. Uno podía entrar en la mañana a la institución y salir agotado de ella a media tarde. Hogaño las pruebas escritas de completación, selección múltiple, verdadero - falso y otras boberías, acabaron con esas pruebas que por su rigor y severidad seguramente venían del siglo XIX.
Cuando llegamos quinto en 1969, año en que el hombre llegó a la Luna. Según Willian Ávila la promoción debía llamarse Cuatricentenario de Carora. No hubo, en consecuencia, padrino de la promoción, personaje que era siempre decidido por la Dirección del plantel y no por los alumnos. El comité Pro Graduación fue todo un escándalo, pues se perdieron los dineros recogidos y los anillos de graduación (que ya no se usan) desaparecieron. El acto de grado fue realizado en el auditorio del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza. La fiesta se escenificó con la Orquesta La Playa en el viejo local del Club Torres de la calle Lara con Guzmán Blanco. Los bachilleres lucíamos todos paltó y corbata, las damas por su parte, traje de gala.
Casi medio siglo luego de esa experiencia académica ya desaparecida, hemos logrado rencontrarnos gracias a las diligencias realizadas por el profesor Eucrelio Terán. Rememoro aquel Liceo pequeño, tan cordial como temible en donde se dictaban asignaturas que hoy nadie recuerda: Latín, Griego, Filosofía, y los logaritmos los extraíamos de la Tabla de Allen, que era una suerte de manual al cual el compañero Juan Arcila, recuerdo vivamente, le hizo una corrección. Un portento del intelecto que yo apenas podía asimilar entonces.
Se han retirado de la vida terrenal nuestros docentes de entonces, el Doctor Pablo “Paúcho” Álvarez Yépez, José Rojas Armas “Pomponio”, Simón Villegas Losada, Lilian Castillo, Pablo Losada “Palolo”, Homero Álvarez y Antonio Montesinos. Pero quedaron entre nosotros como soporte básico de nuestra formación académica y humana.

martes, 3 de febrero de 2015

Aquel piano, aquel hombre. Homenaje a Juan Martínez Herrera

“Steinway es una leyenda viva,
más que un piano se trata de una pasión.

Era yo un adolescente cuando pasaba mis días meditando a medio soñar en los largos pasillos de pisos rojos y techos de cedro del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza. Era un recién llegado a Carora que se refugiaba en aquella noble y hermosa arquitectura de tejas y amplios ventanales adornados por el rojizo centellar de las acacias venidas de la lejana Indochina. Las cigarras con su canto monótono y estridente venían a completar aquel cuadro de ensoñación y ensimismamiento juveniles.
El auditorio era como el centro nervioso y de resonancias del edificio aquel, salido de las prodigiosas e iluminadas intuiciones arquitectónicas de Carlos Raúl Villanueva. Elegante y sobrio, lámparas colgantes y pequeñas escalinatas que daban a un tablado de amplias dimensiones. Tenía, sin embargo, una acústica decididamente ultrajante y agresiva. Nunca pude comprender plenamente como pudo suceder aquel dislate.
Arrinconado a las paredes escénicas dormitaba yacente un negro piano vertical de la afamada casa Steinway & Sons que la ingenua preceptiva ministerial de entonces había colocado allí para que se formasen espontáneamente sus enaltecidos ejecutantes, sin partituras ni docentes. Alguna Teresa Carreño silvestre dará sus primeros toques en su teclado, seguramente pensaron candorosamente.
Una mañana de un mes que no atino a recordar, mi padre Expedito, director de la institución, me pidió abriese las puertas a aquel recinto a un caballero que yo conocía ya en su gabinete de odontólogo, en donde arrullaba a sus retoños en brazos con música de Mozart o Vivaldi. Venía a realizar algo que jamás pensé pudiera suceder: Juan Martínez Herrera venía a nada más y nada menos que a afinar el viejo piano que la incomprensión escolar hacía vomitar sonidos ultrajantes. Comenzó su larga y monótona tarea bajo mi atenta mirada. Alicate y llaves en mano y una paciencia sin límites, aquel pequeño ser humano iba logrando poco a poco darle la sonoridad que esperaba a aquel mueble musical, triunfo de la modernidad burguesa y europea.
No podía sospechar que en ese mismo recinto, y años después, iba yo a acompañar de nuevo al odontólogo a regañadientes que era Juan Martínez, a hacer realidad otro de sus más disparatados anhelos: fundar una orquesta infantil en la recoleta ciudad del Portillo de Carora y que iba a retumbar del otro lado de los océanos. Y allí estaba un trémulo educador chileno apellidado Miranda, temeroso aun por el sangriento golpe que manu militari afrentó La Moneda, dispuesto a reproducir acá el sueño truncado de La Serena.
Y allí continuaba el viejo cajón musical de pedales y martillos que las diestras manos del médico dental habían logrado restituir su ignorada grandeza y dignidad. Quizá el trópico y la informalidad de sus habitantes no cuadraba con la majestad de aquellas maderas sonantes venidas de templadas y lejanas latitudes germánicas.
Pero más pudo la porfía y testarudez de aquel caraqueño inasequible al desaliento que el amor por Teresita aventó a las tierras resecas del occidente venezolano. Fue arrojado de tal manera al más fecundo de los lares, en donde Orfeo vino a continuar su universalista religión musical.
Y en la Casa de la Cultura, su creación más excelsa y admirable, lo observé de nuevo, esta vez frente a la muchachada sedienta y anhelante de armonías, a aquel enjuto hombrecillo de alicate y  partitura que en un recodo escolar resucitó de la anonimia y el ultraje del tiempo al cajón sonoro aquel, que solo el genio de la cultura occidental europeo pudo crear.
Con aquel prodigioso acto de manipulación de las somnolientas teclas del añoso mueble musical del Grupo Escolar, Juan Martínez, verdadero capitán de las luces, no estaba haciendo otra cosa de darle ánimo y temple al sin igual espíritu armónico momentáneamente aletargado de los caroreños. Y digo esto porque ya en el postrero siglo barroco y colonial venezolano contaba la ciudad del Portillo con un “maestro de horganos”, quien atemorizado por la idea de quedarse eternamente en el purgatorio, entró como hermano a la cofradía del Sacramentado.
Triunfo definitivo del piano de martillos en aquel medio tropical y calenturiento, que las nerviosas manos  del odontólogo caraqueño  introdujo en la racionalidad de la afinación pura al momentáneamente aletargado espíritu musical caroreño. Todo un portento, todo un prodigio.
Hoy, ya ausente de entre nosotros Juan Martínez, rememoro aquel encuentro entre el muchacho que era yo y el inmenso constructor de sueños y fantasías melódicas que era y es aquel enjuto hombre en cuyo cuerpo diminuto no cabía la inmensidad de su espíritu.

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...