“Steinway es una leyenda viva,
más que un piano se trata de una pasión.
Era
yo un adolescente cuando pasaba mis días meditando a medio soñar en los largos
pasillos de pisos rojos y techos de cedro del Grupo Escolar Ramón Pompilio
Oropeza. Era un recién llegado a Carora que se refugiaba en aquella noble y
hermosa arquitectura de tejas y amplios ventanales adornados por el rojizo centellar
de las acacias venidas de la lejana Indochina. Las cigarras con su canto
monótono y estridente venían a completar aquel cuadro de ensoñación y
ensimismamiento juveniles.
El
auditorio era como el centro nervioso y de resonancias del edificio aquel,
salido de las prodigiosas e iluminadas intuiciones arquitectónicas de Carlos
Raúl Villanueva. Elegante y sobrio, lámparas colgantes y pequeñas escalinatas
que daban a un tablado de amplias dimensiones. Tenía, sin embargo, una acústica
decididamente ultrajante y agresiva. Nunca pude comprender plenamente como pudo
suceder aquel dislate.
Arrinconado
a las paredes escénicas dormitaba yacente un negro piano vertical de la afamada
casa Steinway & Sons que la ingenua preceptiva ministerial de entonces había
colocado allí para que se formasen espontáneamente sus enaltecidos ejecutantes,
sin partituras ni docentes. Alguna Teresa Carreño silvestre dará sus primeros
toques en su teclado, seguramente pensaron candorosamente.
Una
mañana de un mes que no atino a recordar, mi padre Expedito, director de la
institución, me pidió abriese las puertas a aquel recinto a un caballero que yo
conocía ya en su gabinete de odontólogo, en donde arrullaba a sus retoños en
brazos con música de Mozart o Vivaldi. Venía a realizar algo que jamás pensé
pudiera suceder: Juan Martínez Herrera venía a nada más y nada menos que a
afinar el viejo piano que la incomprensión escolar hacía vomitar sonidos
ultrajantes. Comenzó su larga y monótona tarea bajo mi atenta mirada. Alicate y
llaves en mano y una paciencia sin límites, aquel pequeño ser humano iba
logrando poco a poco darle la sonoridad que esperaba a aquel mueble musical,
triunfo de la modernidad burguesa y europea.
No
podía sospechar que en ese mismo recinto, y años después, iba yo a acompañar de
nuevo al odontólogo a regañadientes que era Juan Martínez, a hacer realidad
otro de sus más disparatados anhelos: fundar una orquesta infantil en la
recoleta ciudad del Portillo de Carora y que iba a retumbar del otro lado de
los océanos. Y allí estaba un trémulo educador chileno apellidado Miranda,
temeroso aun por el sangriento golpe que manu militari afrentó La Moneda,
dispuesto a reproducir acá el sueño truncado de La Serena.
Y
allí continuaba el viejo cajón musical de pedales y martillos que las diestras
manos del médico dental habían logrado restituir su ignorada grandeza y
dignidad. Quizá el trópico y la informalidad de sus habitantes no cuadraba con
la majestad de aquellas maderas sonantes venidas de templadas y lejanas
latitudes germánicas.
Pero
más pudo la porfía y testarudez de aquel caraqueño inasequible al desaliento
que el amor por Teresita aventó a las tierras resecas del occidente venezolano.
Fue arrojado de tal manera al más fecundo de los lares, en donde Orfeo vino a
continuar su universalista religión musical.
Y
en la Casa de la Cultura, su creación más excelsa y admirable, lo observé de
nuevo, esta vez frente a la muchachada sedienta y anhelante de armonías, a
aquel enjuto hombrecillo de alicate y partitura que en un recodo escolar resucitó de
la anonimia y el ultraje del tiempo al cajón sonoro aquel, que solo el genio de
la cultura occidental europeo pudo crear.
Con
aquel prodigioso acto de manipulación de las somnolientas teclas del añoso mueble
musical del Grupo Escolar, Juan Martínez, verdadero capitán de las luces, no
estaba haciendo otra cosa de darle ánimo y temple al sin igual espíritu
armónico momentáneamente aletargado de los caroreños. Y digo esto porque ya en
el postrero siglo barroco y colonial venezolano contaba la ciudad del Portillo con un “maestro de horganos”, quien atemorizado por la idea
de quedarse eternamente en el purgatorio, entró como hermano a la cofradía del
Sacramentado.
Triunfo
definitivo del piano de martillos en aquel medio tropical y calenturiento, que
las nerviosas manos del odontólogo
caraqueño introdujo en la racionalidad
de la afinación pura al momentáneamente aletargado espíritu musical caroreño.
Todo un portento, todo un prodigio.
Hoy,
ya ausente de entre nosotros Juan Martínez, rememoro aquel encuentro entre el
muchacho que era yo y el inmenso constructor de sueños y fantasías melódicas que
era y es aquel enjuto hombre en cuyo cuerpo diminuto no cabía la inmensidad de su espíritu.
”