Quien escribe entró a cursar el bachillerato en esa casa de estudios secundarios en 1964. Su director era un afable profesor bajito y de corbata llamado José Rojas Armas, graduado en el Instituto Pedagógico de Caracas en la especialidad de Castellano y Literatura, asignatura que le dictó a mi curso, lº sección A. una sorpresa recibí de las manos del Sub Director, el profesor de Inglés David Lasry, mejor conocido como míster Lasry. Al ver mi escasa estatura y corta edad exclamó colocándome la mano apuñada en mi cabeza: “Este está muy chiquitico para estudiar aquí.”
En esos años lejanos ya, había una palabra terrorífica que andaba de pasillo en pasillo y de aula en aula: febrero. La razón de aquello, que hoy resulta inexplicable a los chamos del siglo XXI, se debía en que en ese fatídico mes entregaban los boletines que daban cuenta del rendimiento del primer trimestre. Quien resultara con la mitad de las asignaturas aplazadas más una le daban los papeles para que se fuera del Liceo. Una vez un compañero de estudios del barrio Torrellas al verme y como para lucirse ante sus amigos me señaló con el dedo diciendo: “Estos carajitos así son los que no pelan en febrero.” Después de medio siglo lo veo en Carora manejando una vieja camioneta con marranos en la cajuela. ¡Que equivocado estaba!
Cuando fui promovido a segundo año con la docente Otilia Colmenares como profesora guía me sucedió algo terrible, que por poco no arruinó mis estudios. Traía del año anterior una asignatura de arrastre, tal como se decía. En el laboratorio de Biología un compañero le dio por tomar un pene de plástico y colocárselo en la cara a una de las chicas. Cuál no sería mi sorpresa al enterarme que a ese muchacho y a mí nos expulsaron por aquella travesura por una semana y en tiempos de evaluaciones. El Director, profesor Rigoberto Valenzuela, le dijo a mi padre, Expedito, el delito que presuntamente había cometido su hijo. Yo no dije una palabra, silencio total. Al regresar al Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza mi padre no comentó nada. Seguramente intuía de mi inocencia y por ello me escapé de una segura paliza. Pero mi rendimiento, ya pobre de por sí, se vino abajo. Recuerdo que bañado en lágrimas me topé con el profesor español Ismael García, conocido por el mote cariñoso de “Yeyo” y le pedí me dejara presentar la prueba, a lo que asintió positivamente.
Lo que me sorprende hoy es el silencio del aula de clases. Nadie salió en defensa de Cortesito, tal como me decían, ni siquiera el docente que abandonó el laboratorio de Biología, un tal “Espirogira”, dejándonos hacer lo que nos viniera en ganas. La palabra de la señorita de marras pudo más y salí expulsado por única vez de aquel recinto educacional tan severo e insensible. Solo mi madre, Claver Riera, me comprendió y le dio refugio a aquel adolescente aturdido y desconcertado por tamaña injusticia.
Un anillo con brillantes vino a amargarnos la vida en tercer año. Fue en otro laboratorio, esta vez de Química, cuando una chica se deshizo de aquella joya tan costosa y la colocó en el mesón para lavar unas pipetas y retortas. Cuando terminó su labor, ¡horror! el brillante que costaba la gigantesca suma de diez mil bolívares había desaparecido como por arte de magia. El profesor Luis Beltrán Gutiérrez nos amenazaba y apremiaba para que apareciera la valiosa alhaja. Apareció días después cuando un muchacho desconocido la dejó, envuelta en una media, en casa de la jovencita ubicada en la calle San Juan.
Cuando se produjo la gran revuelta estudiantil en Francia, 1968, habíamos llegado a cuarto año de ciencias. Las pruebas eran largas y exigentes. Se nombraba un jurado compuesto por dos docentes a lo que se agregaba el profesor de la asignatura. Había pruebas que hoy no se imaginan los chamos del tercer milenio: en Biología, Química y Física se presentaba en tres modalidades, esto es, prueba escrita, prueba oral y prueba práctica. Uno podía entrar en la mañana a la institución y salir agotado de ella a media tarde. Hogaño las pruebas escritas de completación, selección múltiple, verdadero - falso y otras boberías, acabaron con esas pruebas que por su rigor y severidad seguramente venían del siglo XIX.
Cuando llegamos quinto en 1969, año en que el hombre llegó a la Luna. Según Willian Ávila la promoción debía llamarse Cuatricentenario de Carora. No hubo, en consecuencia, padrino de la promoción, personaje que era siempre decidido por la Dirección del plantel y no por los alumnos. El comité Pro Graduación fue todo un escándalo, pues se perdieron los dineros recogidos y los anillos de graduación (que ya no se usan) desaparecieron. El acto de grado fue realizado en el auditorio del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza. La fiesta se escenificó con la Orquesta La Playa en el viejo local del Club Torres de la calle Lara con Guzmán Blanco. Los bachilleres lucíamos todos paltó y corbata, las damas por su parte, traje de gala.
Casi medio siglo luego de esa experiencia académica ya desaparecida, hemos logrado rencontrarnos gracias a las diligencias realizadas por el profesor Eucrelio Terán. Rememoro aquel Liceo pequeño, tan cordial como temible en donde se dictaban asignaturas que hoy nadie recuerda: Latín, Griego, Filosofía, y los logaritmos los extraíamos de la Tabla de Allen, que era una suerte de manual al cual el compañero Juan Arcila, recuerdo vivamente, le hizo una corrección. Un portento del intelecto que yo apenas podía asimilar entonces.
Se han retirado de la vida terrenal nuestros docentes de entonces, el Doctor Pablo “Paúcho” Álvarez Yépez, José Rojas Armas “Pomponio”, Simón Villegas Losada, Lilian Castillo, Pablo Losada “Palolo”, Homero Álvarez y Antonio Montesinos. Pero quedaron entre nosotros como soporte básico de nuestra formación académica y humana.
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