No puedo dudarlo: Octavio
Paz es el Nóbel de Literatura que mejor conozco. Fue un encuentro que comenzó
en 1974, cuando una compañera estudiante de la Escuela de Letras de la
Universidad de Los Andes me pidió que la asesorara en un análisis que le mandó
realizar el poeta Ramón Palomares sobre uno de los más conocidos libros del
mexicano: El laberinto de la soledad. Aquello fue asombroso, pues la
lectura de aquel pequeño libro hubo de transformarme para siempre e
irremediablemente. Su prosa bien acabada, la hondura de su análisis, el sentido
antropológico de aquel ensayo fueron para mí una auténtica revelación.
La fenomenología de la
palabra “chingada” me causó viva impresión. Muchos años después, ya en mi
madurez, hube de conocer el sentido filosófico y antropológico de aquel
análisis a medio camino de la lingüística y de la psicología del hombre
mexicano. Fue una iluminación que recibió Paz del alemán Husserl y del español
Ortega y Gasset. Qué cosas tan interesantes habrán de hacerse --pienso ahora--
con la fenomenología de las palabras nuestras, tales como la larense “na’ guará”
o la marabina “vergación”. Es un asunto pendiente.
Desde aquel momento no
dejé de adquirir y de leer con enorme fruición los libros de Paz. Pienso en El arco y la lira, ensayo de teoría de
la poesía que me impulsó a escribir un ensayo de teoría de la historia: Ocho pecados capitales del historiador.
Paz nos hacía un reclamo: lo poco que se cultiva la teoría literaria en el
mundo hispanoahablante, lo que me llevó a trasladar aquella requisitoria al
ámbito histórico.
Pienso en la suprema
profundidad de Paz al analizar, por ejemplo, el Mayo Francés de 1968, el
estructuralismo de Lévi-Strauss, la matanza
de Tatlelolco, la artesanía, el movimiento surrealista de André Breton, las
drogas alucinógenas precolombinas, el teatro japonés o la extrañeza histórica
del México colonial y republicano. Y es que fue una mente lúcida como pocas,
que fue capaz de enjuiciar a la sociedad estadounidense y su vacuidad con la
misma vehemencia y tino que lo hizo con la extinta Unión Soviética, una
ideocracia, lo cual es muy justo reconocer. Solía repetir Paz: la pasión
ideológica ciega los más sabios. Una buena lección para los venezolanos del
presente.
La
llama doble fue uno de sus últimos libros. Y trata
sobre esa cosa extraña en el mundo de hoy: el amor y la atracción amorosa. Hace
poco me causó sorpresa que uno de mis más inteligentes cursantes de doctorado
en cultura de la Upel-Barquisimeto, me dijera que era lo mejor que había escrito
el Nóbel de Literatura. Y es que yo le asigné al profesor Juan Carlos Araque la
lectura de otro inmenso trabajo de Paz titulado Sor Juana Inés de la Cruz o
las trampas de la fe. Bueno, son criterios muy respetables los de esta
joven promesa literaria de nuestro Pedagógico.
Dicen que la Academia
sueca premió a Paz por este voluminoso libro de unas 800 páginas, que
restituyen --vaya palabra que usa de manera magistral Paz—a la monja mexicana a
la sociedad novohispana del siglo XVII, un mundo en el que apenas nos
reconocemos los humanos del tercer milenio. No sé si Paz conoció la Escuela de Annales, pero es bien sabido el
empleo de la categoría de historia global o de síntesis que hace de manera
exquisita y profunda el mexicano allí. Quizá sea el último capítulo de esta
obra el más meduloso y denso y lleva por título Ensayo de restitución.
Paz fue un apóstata de la
fe comunista, lo que la izquierda mundial apenas perdonó. Estuvo con la España
republicana que se defendía frente al fascismo, nunca tuvo buenas relaciones
con García Márquez, a quien tildaba de ser un defensor de los regímenes
totalitarios y especialmente de la Cuba de Fidel.
Obtuvo merecidamente el
Premio Nóbel de Literatura en 1990, cuatro años antes de su muerte, este
inmenso poeta y ensayista que pasó a la inmortalidad en 1994. Siempre repitió
que el mejor premio era tener lectores. He
sido uno de ellos.