Lo conocí en el Ciclo
Básico Madre Emilia de Carora en 1977, cuando comenzaba mi ejercicio docente.
Era todo un personaje, extrovertido, carismático y excéntrico, quizá por aquello
de haberse criado en Maracaibo este descendiente de padres húngaros. Estudió su
licenciatura en historia en la Universidad de Los Andes, Mérida, entre los años
1966 a 1970, junto a los Profesores Juan Bautista González, “Tita”, María Pérez
y el merideño Ergino Vielma Vielma. Yo llegaría a esa casa de estudios emeritenses
en 1972.
La gente aún lo
recuerda -después de treinta y cuatro años de su infausta muerte- por varias
cosas, todas ellas heteróclitas y singulares. La primera de ellas era su
motocicleta, vehículo de transporte raro por aquellos años en Carora. Más de una
vez me dio un empujón desde Fe y Alegría y el Ciclo Básico Madre Emilia en
Campanero hasta mi casa en el Grupo Ramón Pompilio Oropeza. La brisa despeinaba
su rubia melena de las estepas magiares, al tiempo que emprendía conversaciones
de cualquier tema con marcado acento maracaibero mientras nos acercábamos al
Trasandino en su flamante moto italiana marca Vespa.
Me dicen que nació en
Hungría a finales de la Segunda Guerra Mundial en un campo de concentración
nazi, y que por ello mostraba en su pecho un hundimiento, producto quizás de la desnutrición que de
seguro sufrió severamente allí su madre. Tan pasmosa situación explicaría por
qué en su infaltable morral no faltaban, al lado de varias cajetillas de
tabaco, lecturas sobre ese fenómeno del pasado siglo XX: el totalitarismo nazi
fascista.
Lo otro fue su trágica
muerte en 1980. Sucedió que fue a Inglaterra a realizar estudios de posgrado en
historia. Como era un fumador impenitente y contumaz, una noche se quedó
dormido y la colilla del cigarrillo incendió su colchón y por ello se asfixió
allá en la “Pérfida Albión”. No supo cómo y de qué murió. Fue su ultimo
cigarrillo.
Fue traído a Venezuela
en una urna sellada y enterrado en un bello pueblo trujillano, situado a 1.740
metros sobre el nivel del mar, La Mesa de Esnujaque. ¿Cómo pudo suceder aquello
tan extraordinario? Me dice Vilma Mendoza, la sempiterna secretaria del Madre
Emilia, que cierta vez alquilaron un autobús para hacer un recorrido andino. Al
ver aquel poblado de clima y gentes tan agradables exclamó Ladislao: “Quiero
que al morir sea yo sepultado en este pueblito”. Dicen que aquella decisión la
tomó porque neblina, flores y verdor de la altiplanicie cordillerana le
recordaron su natal nación magiar.
Amaba a la “tierra del
sol amada”, Maracaibo. Cierta vez le dijo un colega que en un bar de
prostitutas había un espléndido mural con el Puente sobre el Lago. Estaba el
desprevenido profesor de visita en casa de su novia, cuando de repente tocó a
la puerta Ladislao diciendo en alta voz: “Fulano, vámonos pues pal Yatai”. “Yo
no hallaba dónde meter la cara”, dijo el cordial andino y docente aquel que me
contó la anécdota.
Cuando se supo la
trágica noticia de su deceso se realizaba un encuentro del beisbol tradicional caroreño.
Cuando el narrador, Oswaldo Bastidas, pidió un minuto de silencio por el alma
de aquel docente, se cumplió rigurosamente aquel pedimento y hasta hubo
lágrimas en el estadio.
En homenaje a su
recuerdo, la Biblioteca del Madre Emilia lleva su heteróclito y significativo
nombre. Decisión bien tomada pues era un impenitente y voraz lector de cualquier
cosa que cayera en sus manos. Cuando vi su fotografía colgada en aquella sala
de lectura sentí una enorme tristeza por aquel simpático docente que ahora es
cuando tenía que dar de su singular talento a su país de adopción.
Como era extranjero,
pero con título de Licenciado en Historia de Venezuela, cosa insólita, no pudo
ejercer cabalmente su profesión. Por esa razón dictaba clases del idioma de
Shakespeare, lo que lo conminaba a asistir a nuestras desaparecidas salas de
cine. De esa manera se pulía en los giros y modismos de la lengua anglosajona.
Yo lo vi más de una vez en el Cine Bolívar, confundido entre el público de
galería comentando con los chamos las cintas. Una de ellas, recuerdo con
nitidez, fue la audaz operación de rescate de un avión secuestrado
por los palestinos que el ejército israelí realizó de manera sorprendente en el
aeropuerto de Entebbe en Uganda en 1976.
En sus clases utilizaba
de manera magistral su pasión cinéfila. Me cuenta Orlando Álvarez Crespo que
Ladislao preguntaba quién había visto tal o cual película, y desde allí
comenzaba a dictar su cátedra haciendo uso de los comentarios de los chamos de
la cinta en cuestión. Todo un docente que la fatalidad nos lo quitó
prematuramente.