de izquierda a derecha: Víctor Hugo Rodríguez Burgos,
Luis Cortés Riera Godofredo Arroyo y Héctor Ávila Pérez
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Si
alguna vez escribo una crónica con tristeza, es ahora cuando me entero de la
muerte de Héctor, mi querido amigo por más de medio siglo. Lo conocí en la casa
del Partido Comunista, cercana al Liceo Egidio Montesinos, por allá, a fines de
la década de los 60, junto a algunos guerrilleros que se habían acogido a la
política de pacificación del doctor Rafael Caldera. Sufría de un mal que no lo
abandonó jamás: la dromomanía, es decir que caminaba sin cesar y sin pausas por
las calles de Carora, la ciudad que lo ve nacer hace 74 años.
Era
un buen lector y siempre cargaba un libro entre sus manos. Era asiduo de los
diarios Panorama de Maracaibo y El Caroreño. Amaba el llamado Séptimo
Arte, y me decía que sus películas favoritas eran El Chacal y también Las fresas
de la amargura. Conversador y amigo de muchos, odiaba las injusticias y por
ello abraza la causa del socialismo democrático, hasta que la niveladora le
sorprende en casa de Victoria, su hermana, quien le prodiga solícitos cuidados.
Cuando
me fui a estudiar a la UCV en Caracas en 1970, mi sorpresa fue mayúscula al
encontrarlo allí, junto a otro personaje popular caroreño: Pedrito Chávez, El
Drácula. A las puertas de esa casa de
estudios pedíamos dinero con unos potes diciendo que era para las guerrillas,
lo que cual era una falacia. Sin embargo el presidente Caldera habló por la
televisión condenando esta conducta nuestra diciendo que para entrar o salir de
la Universidad había que pagar una suerte de peaje.
En
1971 abandona Héctor el partido de los
hermanos Ricardo y Aníbal Arroyo y se va tras las ideas de Teodoro Petkoff, con
las afiebradas lecturas de su polémico libro Checoeslovaquia, el socialismo como problema. En enero de tal año,
y en compañía de Juan Hildemar Querales, conocido como el Míster Solo, Nelson
Martínez y mi difunto hermano Arnoldo Cortés, fundan el partido Movimiento Al
Socialismo (MAS) en el Distrito Torres. Recientemente me dijo que quería volver
al viejo Partido Comunista, pues el MAS se había convertido en un partido de
derecha.
Cuando
el presidente Caldera cerró la UCV debimos marcharnos a la cordillerana ciudad
de Mérida y su flamante Universidad de Los Andes. Otra mayúscula sorpresa me
llevé, pues allí estaban instalados ya, Héctor Ávila y Pedro Chávez, con sendas
tiqueras del comedor universitario. Con apenas la primaria aprobada, Héctor pasaba
como estudiante universitario que luce suéteres Chemises importados de Francia y
costosos blujeans Levi norteamericanos, que habla con cierta soltura y donaire.
Se ganaba la vida rotulando letreros para la compañía cervecera Polar de
Mérida, cuyo gerente era un caroreño, Adelis Álvarez.
En
cierta ocasión lo llevé al Centro Experimental de Arte de la ULA, dirigido por
el famoso pintor Carlos Contramaestre. Nos inscribimos y yo asistí con él a
varias e interesantes sesiones, hasta
que las clases en la Escuela de Historia arrancaron en abril de 1972. Héctor se
sintió solo y abandona rápidamente la escuela de pintura al ver que yo
proseguía mis estudios universitarios. Pero esa breve experiencia artística lo
marcó para siempre, pues repetía muchos años después “yo estudié en el CEA con
Luis Cortés”.
Era
hermano de una familia de veteranos educadores: Ligia, Victoria, Cruz Mario e
Iván. Pero a quien siempre tenía en su memoria fue a su desaparecido hermano,
ido de manera trágica en mala hora: El Negro Ávila. En cualquier ocasión
rememoraba la incomprensible y absurda muerte
de El Negro en la plazoleta de El Néctar. Era un galán, muy apuesto y por quien
las muchachas suspiraban cuando trabajaba como docente interino en el Grupo
Escolar Ramón Pompilio Oropeza, dirigido entonces por mi padre, Expedito
Cortés.
Cuando
nace mi tercer hijo, la niña María Fernanda en 2015, recibí en la Policlínica
Carora la atenta y cordial visita de dos de mis inseparables amigos: Pedrito y
Héctor. Es que estos personajes
populares y a quien la ciudad recordará por mucho tiempo, que ahora son
tributarios de la Tierra, no me podían fallar. Es más, me atrevo a confesar que
mi éxito como estudiante se lo debo en parte a estos dos caballeros solterones,
bohemios y amantes de la risa y los chistes, quienes en más de una vez me brindaron una arepa rellena
con carne “esmechada” en el mercado de Mérida o unas cervecitas bien gélidas en
el serrano bar de Luiggi.
Se
fue Héctor Ávila, un “pana” del cual guardaré un afecto muy especial por haber
sido mi inseparable durante muchos años. Me quedaré esperándolo por siempre en
mi Oficina del Cronista Municipal. Dios
te reciba en su regazo.