Masacre
en la academia.
Por Luis Eduardo Cortés Riera
luiscortesriera@hotmail.com
Carora,abril de 2007
Lo
acontecido en la Universidad
Politécnica de Virginia, Estados Unidos, el pasado 16 de
abril, merece un intento de comprensión a tan alocada conducta de un ciudadano
que ha conmovido en su fibra más íntima al gigantesco y todopoderoso país del
norte. Digamos en principio que la tragedia se ha producido en una sociedad
tardocapitalista, a la que también se la ha dado el nombre de poscapitalista y
también posmoderna. Sociedad de la abundancia a la que llamó Herbert Marcuse sociedad opulenta. Ahora bien
preguntémonos: ¿por qué una sociedad que ha satisfecho tantas necesidades es de
tal modo tan violenta? ¿por qué estos flemáticos personas obran de manera tan
criminal y con una saña poco vista en las sociedades de Occidente? ¿por qué la
violencia se expresa en los centros de enseñanza en particular?¿Qué le sucede
en lo íntimo a la sociedad que primero ha entrado en el siglo XXI, muy por
delante de sus pares, las democracias del Occidente cristiano?
Debemos
recordar que es una nación que se ha erigido sobre la base de una fuerte
tradición religiosa, la de los Padres Fundadores, los valores del rígido
puritanismo de los hombres y mujeres que desembarcaron en el Mayflower en el
siglo XVII. Pudiera decirse que esta religiosidad moldeó por entero a las Trece
Colonias Americanas, su sistema jurídico, la enseñanza, las normas de
convivencia, los patrones de sexualidad y alimentarios. Pero esa pequeña nación,
que inspiró al lograr su libertad a muchos pueblos del mundo a seguirle, sufrió
uno de los cambios sociales, económicos y culturales más drásticos que conoce
la historia de la humanidad. Se levantó sobre la base de un genocidio al
exterminar a la casi totalidad de la población aborigen, se adueñó de las
extensas praderas al oeste y encontrarse con el océano Pacífico, y hasta le
arrebató a México más de un tercio de su territorio, se llenó de la más gigantesca inmigración que se conozca y que
la convirtió en una Nueva Babel, esclavizó en el Sur a una población negra, lo
que motivó una de las primeras guerras que con propiedad pueden llamarse modernas. Y fue en las Trece
Colonias en donde se llevó a cabo uno de los más alevosos juicios que haya
visto la modernidad, el de las brujas de Salem, en 1692.
Pero
es el ámbito de la economía y en la producción científica en donde se producen
los más dramáticos y espectaculares cambios en aquella sociedad
anclada en fuertes vínculos tradicionales
que la colocarían a la cabeza del desarrollo tecnológico y científico en
pocas décadas. Ya en el siglo XVIII el señor Benjamín Franklin había asombrado
a la corte del Luis XIV de Francia con sus descubrimientos sobre electricidad,
las corrientes marinas y el uso de la información, amén de sus buenas maneras y
su sentido del ahorro, virtudes que un siglo después iban a inspirar al sociólogo
alemán Max Weber a escribir su obra La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. Como hija de la Pérfida Albión, superó con
creces a Inglaterra en el desarrollo de la producción en masa de bienes y servicios a través de la domesticación de la fuerza del
vapor, el telégrafo y la electricidad. Pronto se hizo América una sociedad de
consumidores que pacificó sus conflictos internos y se fue convirtiendo en un
gigantesco e impersonal aparato anónimo que abarca a la industria y al Estado.
El individualismo, el apropiamiento del método científico y el positivismo, así
como su marcado utilitarismo motivaron en 1900 al uruguayo José Enrique Rodó a
escribir una de las más fieras requisitorias que se le han hecho al gigante del
norte: Ariel.
Experimentó
esta sociedad una modernización social de tal calidad y de tales proporciones que le creó
frustraciones, carencias y déficits específicamente modernos, uno de los cuales
llamó Habermas “pérdida de sentido y pérdida de la libertad”, como producto de la
cosificación de los seres humanos llevada a cabo por la razón instrumental, un producto de la modernidad que ha separado la fe y el saber. En este sentido han quedado
destruidas las antiguas certezas, creadoras de sentido unitario que
proporcionaban las imágenes mítico-religiosas. Fenómeno que a principios del
siglo XX llama Weber el desencantamiento
del mundo; A ello se debe agregar el manejo de la conciencia y de la
opinión que crearon los países anglosajones, los EEUU e Inglaterra,
anticipándose en ello a la Unión Soviética
y a la Alemania
nazi en varias décadas, como lo ha
mostrado el lingüista Noam Chomsky.
Esta serie de críticas a la moderna sociedad industrial avanzada que
hemos expresado tuvieron como foco a la llamada Escuela de Frankfurt, fundada en 1923 por Max Horkheimer y que
agrupó a mentes tan lúcidas como a Herbert Marcuse ,Teodoro Adorno, Walter Benjamín
y el ya mencionado Jürgen Habermas. Su propósito no es otro que la
actualización adecuada del marxismo a los tiempos actuales. La crítica de la
sociedad se desplaza de la base económica
y se dirige a la esfera de la
cultura, la familia, la escuela, la religión, la moral. Una investigación total
de la sociedad en la búsqueda de la emancipación por conducto de lo que llamaron la “teoría crítica”. Después de la Segunda Guerra se interesan por
el fenómeno de reciente aparición por aquellos años, la industria cultural, la
que, dicen estos filósofos, supone el eclipse de la reflexión crítica. Una sola
y omnímoda razón domina las democracias occidentales, a lo que se agrega que el
sistema soviético responde a la misma racionalidad manipuladora que en
Occidente, como muestra Marcuse en su obra El
marxismo soviético (1958),
pensador que se dirigió a la crítica de la sociedad occidental desarrollada,
que, según afirma, sólo en apariencia es permisiva, pues son las clases
dominantes las que organizan el consenso y también el disenso.
En
una sociedad como la norteamericana se ha establecido unos aparatos de poder y
unas estructuras económicas supercomplejas extraordinariamente eficaces como
producto último de la razón instrumental. Habermas sostiene que a pesar de ello
existen tres mundos en los cuales opera la acción no instrumental y, por consiguiente, emancipadora: 1º: entre sujeto y realidad, 2º: entre sujeto y el
mundo de la sociabilidad y 3º: entre el sujeto mismo y otras subjetividades.
Estos tres mundos constituyen el mundo
de la vida. En tal sociedad el conflicto se produce, ya no entre clases
sociales como lo dijo Marx hace 150 años, sino entre el sistema donde actúa la racionalidad instrumental y los distintos
mundos de la vida, constituidos por
valores, cotidianidades y emociones. Es decir, entre los media controladores de la opinión que intentan colonizar el mundo
de la vida. Frente a este nuevo tipo de amenaza el marxismo decimonónico parece
poco menos que inútil. Habermas propone que ante tan sombrío cuadro de cosas
urge establecer luchas locales en
defensa del mundo de la vida para enfrentar la colonización desarrollada
por el sistema para lograr una reunificación general de las consciencias
en un mundo secularizado, es decir en un mundo
que ya no tiene los referentes teleológicos premodernos que garantizaban
la jerarquía de los saberes y articulaba los valores éticos y cognitivos. El
racionalismo occidental ha desgajado
ciencia, moral y arte. La fe y el saber se separan, la fe es enviada a la vida
privada, se atrofia la individualidad y los centros de enseñanza forman la ominosa clase de los especialistas sin espíritu.
Las
noticias que nos llegan por diversas vías desde los EEUU muestran un cuadro
desolador de lo que puede hacer la
manipulación de los media. Todos
ellos se afincan en el análisis individual, es decir en la persona del joven
asiático que disparó con tal eficiencia sobre sus compañeros, pero ninguno de
los medios va más allá y preguntarse qué le sucede a esta sociedad en su conjunto para que acontezcan
eventos de tal monstruosidad. Era un
joven que dejó una nota donde se queja de los más aborrecibles pecados de estos
especialistas sin espíritu y gozadores sin corazón, sus compañeros de
universidad, a los que llamó libertinos
y charlatanes embusteros. Ninguno de
los media se detuvo a meditar sobre la formación confuciana del joven Cho Seung-Hui,
una ética de la vida que privilegia la virtud de los ciudadanos. Puede que haya
habido un componente psicológico complejo e individual en el joven surcoreano,
pero que tales perturbaciones no se hubiesen expresado de tan cruel manera si
el mundo de la vida gobernara sobre los omnímodos poderes anónimos del sistema.