miércoles, 26 de septiembre de 2018

La Mansión Negra


La última vez que viste este singular y encantado  lugar cercano a Carora, por poco pierdo la vida al quedarme dormido después de llevar al Hotel Mara al periodista vasco Juan Manuel Polo, a quien conduje a ese mágico y esotérico  lugar en mi flamante Toyota todo terreno. De negra no tenía nada aquel portento arquitectónico que construyera el alucinado Pablo Ovalles en las nacientes escarpadas de una quebrada del semiárido larense. El sol bañaba con deslumbramiento aquellas construcciones que parecían más bien construidas en Etiopía o la misteriosa isla Socotra, en el golfo de Adén. La fuerza de gravedad parecía hacerse añicos frente a aquel grupo de edificios que parecían cabalgar por los acantilados de las escarpadas quebradas y sus riscos.
Era un lugar de difícil acceso, pues había que dejar los automóviles a cierta distancia y llegar caminando a aquel monumento a los espíritus, íncubos y súcubos que pueblan el imaginario venezolano, una nación que no conoció sistemáticamente el corrosivo de la filosofía ilustrada y su herramienta fundamental: la duda.  Somos un pueblo que quiere creer. 
Un curioso sistema de recolección de aguas pluviales fue diseñado en ese remoto lugar donde no llegaban los camiones cisternas. Eran una suerte de bateas de cemento  bastante llanas que  coronaban los distintos edificios de la Mansión y que aprovechaban recoger las escasas gotas de lluvias caídas en el estío del semiárido, que le daban al conjunto una extraña y remota apariencia como de pueblo de indios navajos norteamericanos.
El centro de aquel conjunto arquitectónico era una suerte de escenario donde tenían lugar las sesiones espiritistas lideradas por don Pablo. Venía gente de cualquier lugar de Venezuela y hasta de la vecina Colombia. El escritor cubano Alejo Carpentier habría disfrutado encantado aquella palmaria muestra de lo “real Maravilloso” en estas tierras agrestes y cerriles del estado Lara.
No conozco cuántos años de actividad tenía ese lugar de espiritismo cuando fue allanado por la policía a finales de la década de 1960. Se acusaba a don Pablo “El Camión” de lo que hoy llamamos pedofilia. Se comentaba insistentemente que   los jovencitos eran mantenidos en cautiverio en esa casa dedicada a invocar  los espíritus de El Negro Miguel, Guaicaipuro, Joaquín Trincado, Allan Kardec y Madame Blavatsky.
En 1968 estalla el escándalo y una multitud de curiosos se abalanza sobre la Mansión de don Pablo situado en la vieja y serpenteante carretera vieja Carora –Barquisimeto,  muy cerca del caserío Palo de Olor, lugar de excelentes lutieres. Es mi padre, el profesor Expedito Cortés, quien me lleva a aquel insólito y extraño lugar que queda desde entonces grabado de forma indeleble en mi memoria. Observo perros pequineses y chihuahuas bien bañados y lustrosos. Doña Natalia de Herrera se enamora de los canes y se los apropia sin pedir permiso. Una jovencita pierde el equilibrio y rueda por las escarpadísimas escaleras. Casi cae a mis pies y sangra copiosamente por la nariz. Alguien pide auxilio y pide algodón o vendas. Se las proporcionan, pues el sitio era un lugar preparado para eventualidades de ese tipo.
Muchos años después regreso a aquella casa encantada y de embrujo con un periodista viajero, el mencionado Juan Manuel Polo del diario capitalino El Nacional, y un fascinante personaje caroreño: el  maestro de escuela Ramón Ocanto, quien con paltó y corbata sube hasta la escarpada casa de ensueño recitando a cada paso oraciones de diverso tipo que invocan a duendes y aparecidos. “No se burle de don Pablo”, me repite a cada momento mi colega educador al notar mi descreído y racional talante materialista y antimetafísisico. Hoy observo esta realidad del pensamiento popular de otra manera. Las lecturas de las obras de Wilhelm Dilthey y sus Ciencias del espíritu, Edmund Husserl y su fenomenología, así como los ensayos antropológicos de los mexicanos Samuel Ramos y Octavio Paz (El laberinto de la soledad) me han hecho descubrir ese sustrato de magia y fantasía que gravita en la mentalidad de Hispanoamérica.
Y es que el Municipio Torres es pródigo  en esas manifestaciones que conforman nuestro imaginario colectivo: la  Leyenda del Diablo de Carora que viene desde los tiempos coloniales, la Maldición del Fraile, la milagrosa imagen de la Virgen de la Chiquinquirá de Aregue, el hermano Domingo Sánchez, ánima protectora de los choferes, y la propia Mansión Negra, son algunos lugares que conforman el espinazo espiritual del semiárido larense.

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