La última vez que viste
este singular y encantado lugar cercano
a Carora, por poco pierdo la vida al quedarme dormido después de llevar al Hotel
Mara al periodista vasco Juan Manuel Polo, a quien conduje a ese mágico y
esotérico lugar en mi flamante Toyota
todo terreno. De negra no tenía nada aquel portento arquitectónico que
construyera el alucinado Pablo Ovalles en las nacientes escarpadas de una quebrada
del semiárido larense. El sol bañaba con deslumbramiento aquellas
construcciones que parecían más bien construidas en Etiopía o la misteriosa
isla Socotra, en el golfo de Adén. La fuerza de gravedad parecía hacerse añicos
frente a aquel grupo de edificios que parecían cabalgar por los acantilados de
las escarpadas quebradas y sus riscos.
Era un lugar de difícil
acceso, pues había que dejar los automóviles a cierta distancia y llegar
caminando a aquel monumento a los espíritus, íncubos y súcubos que pueblan el
imaginario venezolano, una nación que no conoció sistemáticamente el corrosivo
de la filosofía ilustrada y su herramienta fundamental: la duda. Somos un pueblo que quiere creer.
Un curioso sistema de
recolección de aguas pluviales fue diseñado en ese remoto lugar donde no
llegaban los camiones cisternas. Eran una suerte de bateas de cemento bastante llanas que coronaban los distintos edificios de la
Mansión y que aprovechaban recoger las escasas gotas de lluvias caídas en el
estío del semiárido, que le daban al conjunto una extraña y remota apariencia como
de pueblo de indios navajos norteamericanos.
El centro de aquel
conjunto arquitectónico era una suerte de escenario donde tenían lugar las
sesiones espiritistas lideradas por don Pablo. Venía gente de cualquier lugar
de Venezuela y hasta de la vecina Colombia. El escritor cubano Alejo Carpentier
habría disfrutado encantado aquella palmaria muestra de lo “real Maravilloso”
en estas tierras agrestes y cerriles del estado Lara.
No conozco cuántos años
de actividad tenía ese lugar de espiritismo cuando fue allanado por la policía
a finales de la década de 1960. Se acusaba a don Pablo “El Camión” de lo que
hoy llamamos pedofilia. Se comentaba insistentemente que los jovencitos eran mantenidos en cautiverio
en esa casa dedicada a invocar los
espíritus de El Negro Miguel, Guaicaipuro, Joaquín Trincado, Allan Kardec y Madame
Blavatsky.
En 1968 estalla el
escándalo y una multitud de curiosos se abalanza sobre la Mansión de don Pablo
situado en la vieja y serpenteante carretera vieja Carora –Barquisimeto, muy cerca del caserío Palo de Olor, lugar de
excelentes lutieres. Es mi padre, el profesor Expedito Cortés, quien me lleva a
aquel insólito y extraño lugar que queda desde entonces grabado de forma
indeleble en mi memoria. Observo perros pequineses y chihuahuas bien bañados y
lustrosos. Doña Natalia de Herrera se enamora de los canes y se los apropia sin
pedir permiso. Una jovencita pierde el equilibrio y rueda por las
escarpadísimas escaleras. Casi cae a mis pies y sangra copiosamente por la
nariz. Alguien pide auxilio y pide algodón o vendas. Se las proporcionan, pues
el sitio era un lugar preparado para eventualidades de ese tipo.
Muchos años después
regreso a aquella casa encantada y de embrujo con un periodista viajero, el
mencionado Juan Manuel Polo del diario capitalino El Nacional, y un fascinante
personaje caroreño: el maestro de
escuela Ramón Ocanto, quien con paltó y corbata sube hasta la escarpada casa de
ensueño recitando a cada paso oraciones de diverso tipo que invocan a duendes y
aparecidos. “No se burle de don Pablo”, me repite a cada momento mi colega
educador al notar mi descreído y racional talante materialista y
antimetafísisico. Hoy observo esta realidad del pensamiento popular de otra
manera. Las lecturas de las obras de Wilhelm Dilthey y sus Ciencias del
espíritu, Edmund Husserl y su fenomenología, así como los ensayos
antropológicos de los mexicanos Samuel Ramos y Octavio Paz (El laberinto de la
soledad) me han hecho descubrir ese sustrato de magia y fantasía que gravita en
la mentalidad de Hispanoamérica.
Y es que el Municipio
Torres es pródigo en esas
manifestaciones que conforman nuestro imaginario colectivo: la Leyenda del Diablo de Carora que viene desde
los tiempos coloniales, la Maldición del Fraile, la milagrosa imagen de la
Virgen de la Chiquinquirá de Aregue, el hermano Domingo Sánchez, ánima
protectora de los choferes, y la propia Mansión Negra, son algunos lugares que
conforman el espinazo espiritual del semiárido larense.