Fue considerado en vida
el único filosofo viviente, “atraerá
las miradas de toda
Alemania”, se decía. Una especie
de combinación de
Rousseau, Voltaire, Holbach, Heine
y Hegel. Era dominante
impetuoso, apasionado, profundamente
serio e instruido, un
dialectico inquieto, con
su inquieta penetración
judía. Nació dos años
antes que Engels, en 1818, en el
seno de una
familia burguesa que había abjurado del
judaísmo para bautizarse
luteranos. Su infancia fue
feliz. Recitaba largos pasajes
de Shakespeare y Homero.
Ya casado con la
aristocrática Jenny von Westphalen
se le
llamaba “el jabalí
salvaje”. Rara vez se
conoció un matrimonio tan feliz.
Protagonizo
borracheras escandalosas, encalabozamientos y hasta se
batió a duelo con un militar.
Parecía estar constantemente al
borde de sus capacidades intelectuales y físicas. En la
universidad adquirió el
habito de fumar,
leer y trabajar
hasta bien entrada
la noche. Una hipertrofia intelectual, dice Jon
Elster. En Bonn obtuvo
el título de
abogado en un
ambiente impregnado de
hegelianismo. Deja el
derecho y se
va tras la filosofía con el grupo
de los “jóvenes hegelianos.” Consumía enormes cantidades
de cerveza y de dialéctica.
Le sacaba dinero a
su padre mientras escalaba las
cumbres del hegelianismo. No asistió
a su funeral, pero siempre llevó por el
resto de sus días
su retrato.
Su tesis
doctoral, dice Tristram Hunt, era de
un tema que
parecía árido en extremo: La diferencia
entre la filosofía
de Demócrito y
la de Epicuro, que era
una crítica a la filosofía alemana de entonces. Comenzó a
escribir en la
Gazeta Renana y
llega a ser
su director. Tenía las
cualidades de un
buen periodista: determinación
para decir la
verdad al poder y una
audacia absoluta. En 1847 conoció
a Engels, dando comienzo
a una de las amistades más influyentes en el
pensamiento político de Occidente.
Fue Engels, y no Marx, el redactor del primer gran
documento del socialismo
científico: La situación de la
clase obrera en Inglaterra, publicado
en 1845. Y fue
Engels quien le proporciona a Marx la valiosa
información de cómo funciona
el capitalismo, pues su padre tenía una fábrica textil algodonera en Manchester, Inglaterra. Allí laboraba y enviaba a su amigo dinero, quien redactaba El Capital pasando
largas temporadas investigando en el Museo Británico, y
con ello mantenía la familia de
su amigo.
En
1848 ellos redactaron El Manifiesto Comunista,
un documento indispensable para conocer el mundo contemporáneo. Hobsbawm
sostiene que es el documento más influyente
desde la Declaración de los Derechos del
hombre de la Revolución Francesa. Sigue
siendo un clásico aún después de la caída de la Unión Soviética.
El primer volumen de el capital apareció en 1867
y tuvo la idea de dedicárselo a Charles
Darwin, lo que no se
llevó a efecto. “Darwin redescubre
entre las bestias y las plantas
la esencia de la sociedad
inglesa”, escribe Marx. El segundo
volumen no lo vieron sus
mortales ojos, pues sería
Engels el encargado de publicarlo
en 1885, dos años
luego de su muerte. Engels descubre que su amigo había
saboteado su obra maestra al haber
caído en una grave procrastinación: postergar demasiado la redacción,
irse por la tangente, su voracidad característica lo empujaba a recolectar cada vez más
pruebas. Esos estudios detallados lo mantuvieron atascado años
enteros.
Marx fue el primero en mostrar el carácter intransigente, implacable y
compulsivamente destructivo del
capitalismo, que no ha dejado entre
los hombres otro nexo que el interés desnudo, el insensible “pago
en efectivo”. Ha ahogado los éxtasis
más celestiales del fervor
religioso, del entusiasmo
caballeresco y del sentimentalismo pequeño burgués en las heladas aguas
del cálculo egoísta, dice El Manifiesto.
Reveló cómo el capitalismo destrozaba a su paso idiomas, culturas, tradiciones e
incluso naciones enteras. Es el primer gran teórico de la globalización. Un individuo
regordete, encantador y asombrosamente contemporáneo.