Kenji
Nakagami es el enfant terrible de la
literatura japonesa. Autodidacta, ganó sin embargo el más alto galardón
literario de Japón, el Premio Akutagawa. Nació
en 1946 en Shingu, en el ghetto donde viven los barakumin, los parias de la sociedad nipona. Ha atacado fieramente lo
que ha llamado la “servidumbre mental nipona”, la ausencia de contestación, el
ardor en el trabajo, la negación del individualismo, el respeto por las formas,
por la autoridad y las jerarquías.
Japón
no es un país aséptico, eficaz, organizado, productivo. Esa es la idea que
trasmite la ideología imperial hacia el exterior y hacia los propios japoneses
para que se mantengan tranquilos, nos dice Nakagami. Aparentemente Japón
funciona a la perfección, su renta per cápita es de las más elevadas del mundo,
desempleo mínimo; la miseria, ausente; la ancianidad, respetada; la sociedad
estable y homogénea; la política, moderada; el fanatismo, prácticamente desaparecido;
el refinamiento generalizado.
La
represión que domina la vida en Japón la llama
este literato la “barrera invisible”, forjada por siglos de aprendizaje
nacional que ha encerrado a cada japonés en un código represivo que les indica
lo que debe hacerse y lo que no: El emperador es, se atreve a decir Nakagami,
el símbolo de la esclavización.
La tradición de la que se enorgullecen los
japoneses no es tal. Se deriva del reciente periodo Meiji de finales de siglo
XIX. Es, en palabras de Eric Hobsbawm, una verdadera “invención de la
tradición”. Fue durante la Era Meiji
cuando la clase dirigente hizo creer que las reglas siempre habían sido
respetadas. Era de hecho la una manera de negar a la población toda posibilidad
de innovar por sí misma.
Es
también Japón, agrega Nakagami, una sociedad excluyente. Excluye a los
occidentales, que es el Otro por excelencia, y los designa con la palabra eufemística y a veces irrespetuosa gaijin: los hombres de afuera. La exclusión no solo afecta a los
extranjeros. Aflige también a los inmigrados, coreanos, chinos o filipinos que
trabajan en Japón. Los japoneses no los “ven” y no los mencionan nunca.
De manera más radical aún se ejerce una discriminación despiadada desde hace siglos contra varios
millones de auténticos japoneses que no se distinguen no por la raza ni por la
lengua: los burakumin, una verdadera
casta de intocables. Se estima que son unos cinco millones de estos japoneses
genuinos que sufren de un ostracismo social y económico denigrante e indigno. Se
les acusa de trasgredir las antiguas prohibiciones del budismo, ejercen
profesiones despreciadas, sólo se pueden casarse entre ellos, viajan
constantemente por el archipiélago en busca de reconocimiento. No lo logran,
pues el koseki o registro del pasado
familiar les impide conseguir trabajos. Empresas como Toyota o Nissan acuden a
estos registros a la hora de contratar personal. Uno de los más destacados burakumin es precisamente Nakagami,
quien se ha atrevido a reivindicar a su gente y a sí mismo como burakamin.
Este
novelista nos traza así un cuadro de la sociedad japonesa contrario a las
apariencias: lejos de ser homogénea y civilizada, es en realidad jerárquica, conminatoria,
profundamente desigualitaria, basada en la exclusión del Otro y en la marcación
de chivos expiatorios, como los barakumin
y los inmigrados. Con la prohibición de hablar de ello, ni entre sí, ni a fortiori con los extranjeros: el hecho
de mencionar estas prohibiciones conduce a la marginación social.
Las
elites, dice Nakagami, desconfían de todo lo que venga del pueblo llano
japonés. Prefieren inspirarse en el extranjero: Japón siempre ha importado. Es
el caso del budismo que viene de China y Corea, la ciencia y la técnica de
Estados Unidos, el Código Civil de Francia, el orden militar de Alemania. Y lo
que es peor, Japón solo exporta a
Occidente objetos, no contenido.
Nakagami
murió en 1992 con solo 46 años a cuestas. Un violento cáncer acabó en seis
meses su vida de trasnochador amante del jazz, el teatro y adicto al alcohol de
sochu. Eligio una forma de suicidio
distinta a la tradicional japonesa: el harakiri. Nos deja una producción
literaria interesantísima: El Cabo,
su novela más personal; Mil años de
placer, El mar de los arboles muertos. Nos ha mostrado este novelista ese
otro Japón del cual no nos atrevíamos ni siquiera imaginar, universalizando a
una minoría: los barakumin.