Cierta
vez un compañero de estudios, medio loco él, me pidió que le ayudara a mudar su
biblioteca, allá en la Mérida de los años 1970. Gabrielito, como le decíamos,
me regaló al final de aquella tarea una novela que yo desconocía: Madame Bovary. Su autor era parecido a
mi amigo, pues ambos sufrían de una especie de neurosis que los conducía a ataques
de melancolía y de misantropía. La leí
con bastante agrado y me pareció una obra muy bien construida en lengua
francesa, la lengua de la precisión idiomática.
Gustave
Flaubert es el creador de aquel monumento de la literatura, que se desarrolla
en una mogigata localidad de la Normandía del siglo XIX. El argumento es simple
como ninguno, pero el tratamiento literario que le da Flaubert es
extraordinariamente novedoso: una mujer común y corriente se casa con un médico
bonachón que raya en la simpleza. Emma no es feliz y se aburre. Se entrega a
los amantes y se endeuda para mantenerlos
a su lado. La familia se arruina por efectos de esa conducta. Ella termina envenenándose con arsénico desesperada
por las deudas y el abandono de sus amantes.
Años
después me encontré con un breve pero genial ensayo de Mario Vargas Llosa: La orgía perpetua de Madame Bovary, que
leí de un tirón, pese a las innumerables citas en francés, lengua que no domino
bien. Es la primera novela moderna, afirma el peruano, quien agrega que al leer
la novela de Flaubert sufrió lo que ha llamado un proceso de vampirización de
su atención que pocas veces ha conseguido en otras obras literarias.
La
saga de mis lecturas continuó con El
idiota de la familia, gigantesca obra inconclusa de 1.000 páginas con la
que cierra su producción literaria y filosófica Jean Paúl Sartre. Es un estudio
minucioso, hasta el más mínimo detalle, de la vida de Flaubert, que se basa en
el método fenomenológico que Sartre aprendió en Alemania de las manos de
Husserl y Heidegger. Es el método de la empatía o compenetración que el marxista
Sartre combina con lo que llama una psicología profunda existencial para lograr
la comprensión de este caso individual.
Sartre
se coloca en la situación de Flaubert, ambos franceses y neuróticos, ambos han
hecho de la escritura una forma de vida. Es la gran originalidad de esta obra,
pues su autor crea su propia metodología: todas las ciencias rompen allí sus
fronteras y se compendian para comprender, más no explicar, ese fenómeno
idiosincrático, único en su singularidad que es Flaubert.
Gustave
es un bueno para nada, pasa largas horas de ensimismamiento. Aprendió a leer a
los nueve años: es el idiota de la familia, y que sin embargo será a la postre uno de los mejores novelistas
franceses. ¿Cómo comprender este fenómeno tan excepcional? Sartre analiza su
obra a la luz de su vida, sus innumerables cartas, o anotaciones en un diario,
o manifestaciones de familiares o amigos.
Flaubert traslada al papel sus propios
problemas, como hiciera Edgar Allan Poe. Por ello la obra de Sartre se explaya
en largas explicaciones sobre el vasallaje, el fracaso, la inferioridad, el
resentimiento y la envidia. Gustave es la historia de un fracaso. El método
sartreano de análisis es el regresivo y la síntesis progresiva. Aplica el primero a la dificultad de Flaubert
para el aprendizaje de la lectura, en tanto que el segundo a la pasividad del
niño que observa a lo largo de su toda vida. Un padre autoritario y una madre
glacialmente afectiva moldean la existencia del escritor.
El
titulo de la obra es una provocación, pues sus padres no lo consideraron un
idiota, pero lo juzgaron de menos luces que su hermano mayor. Por ello el
primogénito estudiara medicina como su padre. Gustave, en cambio, fracasará
como estudiante de jurisprudencia. Es su “pasividad activa” que él mismo
eligió. Es su resentimiento producido por la constante comparación con su
primogénito. Digamos que su familia lo marca de forma indeleble, pero que su
elección por la literatura es una transgresión a los moldes férreos de la
familia.
La
neurosis hace su aparición en esa alma atormentada. Es un ataque epileptoide en
el cual se refugia Gustave para emprender sus actividades literarias. Es la
huella de Freud, sin duda. La enfermedad es una regresión a la infancia y un
asesinato simbólico de su padre. El fracaso lo convierte en genio a base de
la imaginación, la estética, el estilo, el lenguaje con el cual convierten lo
indecible en comunicable. “Quien pierde, gana”, concluye Flaubert.
La
obra de un neurótico no es una obra neurótica, dice Sartre como contradiciendo a Max Nordau, quien afirmaba
que los degenerados y enfermos mentales producen obras de arte. En un análisis
que hice a la literatura modernista de Baudelaire, Poe, Lautréamont, Verlaine,
Darío y Lugones, a la cual ataca duramente el escritor
larense Rafael Domingo Silva Uzcátegui, me encontré que este curarigüeño no
coloca a Flaubert entre los degenerados.