El
historiador Lucien Febvre sostenía que
el siglo XVI “es un siglo que
quiere creer”, y que, en consecuencia,
no podía haber incredulidad y ateísmo en esa centuria. Ateniéndonos a tan
sólido argumento, examinemos la personalidad del almirante genovés, estado de
ánimo fuertemente dominado por el ardor religioso. Era un ferviente católico,
un puro hombre de la Edad Media que no esta en capacidad de advertir las
complicaciones racionalistas del Renacimiento.
Se
consideraba directamente tutelado por el Cielo y se tenía por obligado a
corresponder a tal favor con la entrega de sus facultades al servicio de
Cristo. Las Casas decía que era en cosas
de la religión cristiana un hombre de
mucha devoción. Todos sus escritos comienzan con una invocación a la virgen
María, se abstenía de juramentos, ayunaba fielmente, confesaba y comulgaba con
frecuencia, rezaba las horas canónigas, y profesaba especial devoción por San
Francisco.
Hay
quienes sostienen que fue un profundo conocedor de la Biblia y dan una
interpretación hebraísta al sentimiento que sentía por el rescate del Santo Sepulcro, en manos
entonces del turco infiel. Cultivó el genovés amistad con muchos eclesiásticos,
incluyendo correspondencia con los papas Alejandro VI y Julio II.
Todos
estos rasgos del Almirante nos preparan para adentrarnos en la génesis del
“descubrimiento”. El proyecto primero y completo de Colón refundía todos los
grandes anhelos de la cristiandad medieval y los resolvía a la vez: el comercio
directo con las especiarías orientales: Catay y Cipango, el reencuentro con los
misteriosos y evasivos cristianos antiguos de Asia del tipo de Preste Juan y su
mítico reino, el cual capturó la imaginación de Occidente, y que había que
incorporarlo a la fe. Junto a ello agreguemos el acabamiento triunfal del ideal
de las Cruzadas con el recobro de la ciudad santa de Jerusalén. Este es un
programa de una amplitud universal y de un entusiasmo mesiánico que obligan a
pensar en las visiones de los profetas de Israel.
¿Y los
descubridores? Lucien Febvre nos dice que: “Lo que ellos hacían nacer con sus
descubrimientos, en sus almas mesiánicas, era un asombroso y antiguo fervor
proselitista. Portugueses, españoles, italianos y franceses, todos ellos se
vanagloriaban durante años, durante decenios, de no haber recorrido el mundo
para comerciar, sino para navegar, combatir, superar todos los
peligros y, sobre todo, ensanchar los límites del cristianismo: hacer cristiano
al rey del Congo, para permitir al rey de Abisinia enviar embajadores a Roma y
negociar las relaciones de su pueblo cristiano con el vicario de Jesucristo,
para abrir, en suma, a las enseñanzas del Divino Maestro las orillas de Océano
Indico, las de la India, las islas de Insulindia, la China y, muy pronto,
Japón...”
Las Bulas de 1493 están signadas por el espíritu de la Evangelización,
rasgo premoderno y particularmente español: “Entre las demás obras agradables a la Divina Majestad y deseables a
nuestro corazón, esto es ciertamente lo principal: que la Fe Católica y la
Religión Cristiana sea exaltada sobre todo en nuestros tiempos, y por donde
quiera se amplíe y dilate, y se procure la salvación de las almas y las
naciones bárbaras sean subyugadas y reducidas a esa misma fe.”
Jacques
Lafaye nos habla de que fue bajo una “visión bíblica” del mundo fue como los
conquistadores del siglo XVI interpretaron la nueva realidad de un continente y
unas tierras nuevas que auguraban la segunda venida de Jesucristo en La
Parusía. Al llegar al Nuevo Mundo pensaron aquellos hombres que estaba muy
cerca la Parusía, momento que solo habría de producirse cuanto todos los
habitantes del orbe conociesen la verdadera religión de Cristo. Conectada a
esta idea estaba otra profundamente
arraigada entonces: el Milenio, es decir que el mundo era ya un mundo viejo,
cansado y que por tal motivo estaba a las puertas de una renovación total en
Cristo. El descubrimiento del Nuevo
Mundo era una prueba de que este designio de Dios estaba próximo a hacerse
realidad.
Evitemos el anacronismo, es decir la tendencia de la mente humana a
modernizar el pasado y ver la empresa indiana como una pura actividad económica:
que la sola sed de oro y riquezas motivó el
descubrimiento y la conquista de América. Hubo motivaciones espirituales que, nosotros, hombres del siglo XXI
racionalista, no atinamos a comprender.