Fue tal el título de un libro que
impacta desmesuradamente la década de 1960, editado originalmente por Gallimard
en Francia, y que se vendió por millones de ejemplares en todo el orbe este
grueso libro. Sus autores eran Luis Pauwles y Jaques Bergier, quienes
disfrutaron de una rutilante popularidad entonces.
Es curioso que un libro tan subjetivo y
metafísico se haya escrito en el país de la duda metódica y el escepticismo
cartesiano. Será, acaso, por ello mismo, es decir debido al cansancio por el
pensamiento metódico y racional de la Ilustración francesa que estos dos
hombres, que se encontraron de forma fortuita, escribieron a cuatro manos este
libro que sostiene la posibilidad de vida extraterrestre, su eventual encuentro
con ella, la comunicación telepática, la parapsicología, que ensalza el poder
manipulatorio de la materia de la antigua alquimia y de una eventual explosión
atómica antes del siglo XX gracias a ella, la existencia de civilizaciones
desaparecidas hace diez mil años, que el sabio Poincaré estuvo muy cerca de ser
el Einstein del siglo XIX, que en los mapas medievales turcos aparecía América,
el entronque de la ideología nazi con mitologías nórdicas y del oriente y
cosmogonías mágicas, la Sociedad Vril en la Alemania de Hitler, que los libros
sagrados del cristianismo recogen la existencia de gigantes, ocultismo, entre
otras increíbles especulaciones.
En 1969 era mi libro predilecto,
junto a las novelas Papillón de
Henry Chariere, y De la Tierra a la Luna,
de julio Verne. Por meses enteros, debo confesar, me atrapa aquella lectura que
me brindaba la oportunidad de entrar en relación con una ciencia natural
distinta a la muy acartonada que se enseñaba en el Liceo Egidio Montesinos de
Carora. Debe de existir Otra tabla de los elementos, pensaba. El vidrio
flexible del medievo y las baterías eléctricas petrificadas encontradas en no
recuerdo cuál desierto de Asia eran mis cavilaciones. Puro pensamiento lateral e
intuitivo diríamos hoy.
En sus páginas leí por vez primera
los nombres de Arthur Clarke, autor de 2001
Odisea del espacio, el del paleontólogo jesuita Teilhard de Chardin o
del literato argentino Jorge Luis
Borges. Es un libro ameno, bien escrito y refiere a ciertos autores que denotan
cierta preparación intelectual de sus autores: Rimbaud, Paul Eluard, Oppenheimer,
Fermi, Donoso Cortés, Gurdjieff. Después
de todo son franceses, hijos de una refinada y antiquísima cultura, sin duda.
Acuñaron un término muy usado hasta el presente: “realismo fantástico” que
abrió camino a otros libros como el de Daniken Recuerdos del futuro, la redición de El misterio de las catedrales, de Fulcanelli, la serie de J. J.
Benitez Caballo de Troya. “Jesuscristo
es el gran extraterrestre”, decía este español.
Alabado y combatido con la misma fuerza, el Retorno de los brujos tarda un tiempo
en diluirse en el olvido. Uno de los ataques más furibundos contra este género
de literatura procede del astrónomo estadounidense Carl Sagan, quien en su
libro El mundo y sus demonios, subtitulado La ciencia como una luz en la oscuridad escribe que cada campo de la ciencia tiene su propio
complemento de pseudociencia. Los geofísicos tienen que enfrentarse a Tierras
planas, Tierras huecas, los botánicos tienen plantas con vidas emocionales, los
antropólogos tienen monos hombres supervivientes, los zoólogos dinosaurios
vivos, los biólogos evolutivos tienen a los literalistas bíblicos, los
arqueólogos tienen antiguos astronautas, runas falsificadas y estatuas espurias,
los físicos tienen máquinas de movimiento perpetuo como el que atormentó a Leonardo
Da Vinci, un ejército de aficionados a refutar la
relatividad einsteniana, y quizá la
fusión fría, los químicos aún tienen la alquimia, los psicólogos tienen mucho
de psicoanálisis y de parapsicología, los economistas tienen previsiones
económicas a largo plazo, la astronomía tiene como equivalente principal la
astrología. A veces las pseudociencias, dice Sagan, se entrecruzan y aumenta la
confusión, como en las búsquedas telepáticas de tesoros enterrados de la Atlántida
o en las previsiones económicas astrológicas.
Con todo, El retorno de los brujos sirvió para aumentar nuestra juvenil
curiosidad, calibrar lo fantástico delimitándolo de lo real, advertir de la
anticiencia, distinguir entre visiones verdaderas y falsas, alucinaciones y
toda una legión de falacias lógicas y retóricas con lo cual se reafirmó nuestra
cultura científica basada en el escepticismo moderno, una cualidad a preservar
a toda costa, máxime ahora cuando la mentira se disfraza de verdad en los
medios de comunicación y más señaladamente en internet.