En
1989, cuando comencé mis estudios de posgrado en Historia, me encontré en una
institución como el Pedagógico de Barquisimeto, dominado casi hasta la tiranía
por un paradigma investigativo en educación y pedagogía: La Correlación de
Spearman, así como otras correlaciones. Los trabajos de grado en su casi
totalidad manejaban y empleaban tales instrumentos de investigación tan
íntimamente ligados al manejo de los datos estadísticos. Era una asignatura de
carácter obligatorio. Allí se nos enseñaba a establecer tales correlaciones en
la investigación educativa. Era un modelo traído, a no dudar, de los Estados
Unidos, Universidad de Nova, Florida. Se
establecían las correlaciones más insólitas y extravagantes. Un compañero me
dijo que quería establecer una correlación entre el promedio de calificaciones
y el tipo de sangre de los estudiantes de su liceo. Otras investigaciones
llegaban a buen puerto y eran, eso sí, serias y formales.
Cuando
años después realice mis estudios doctorales en Historia, me encontré con la tentación de emplear la dichosa
Correlación. Sucedió que mi investigación de archivos eclesiásticos arrojó una
enorme cantidad de datos sobre los hermanos de las cofradías coloniales y
republicanas. Eran miles de fieles y me vi precisado a emplear el método
estadístico para organizar aquella montaña de información: sexo, edad, grupo
étnico, año de entrada a la hermandad, procedencia geográfica, entró vivo,
entró muerto, canceló su entrada, edad a la que murió el hermano, meses en los
que hubo más entradas, número de misas realizadas a los difuntos, dinero
recaudado, número de godos caroreños y del populacho asentados, oficios,
profesiones, letrados, analfabetas, apellidos frecuentes, apellidos raros, entre
otros.
Para
ello utilicé una estadística meramente descriptiva, con numerosas tablas
estadísticas, unas 74, con sus curvas y con porcentajes, además de unas 15 barras
y pasteles. Hasta allí. No quise avanzar hacia la estadística inferencial en la
que habría de toparme con la g de
Spearman, esa piedra filosofal de la psicología de principios del siglo XX.
Bien pude establecer correlaciones entre
color de la piel y sentimiento religioso, estaciones del año y mayor entrada a
las cofradías, ciclos económicos y descensos o aumentos de la sensibilidad
religiosa, pestes y enfermedades y apresuramiento por pertenecer a una
cofradía, nivel socioeconómico y entusiasmo religioso, entre otras
correlaciones de las muchas que se pueden establecer. Resultaba una tarea fascinante.
En
aquella oportunidad me detuvieron dos factores: uno, de carácter administrativo,
es decir tenía un tiempo limitado para entregar mi Tesis Doctoral: Iglesia Católica, cofradías y mentalidad
religiosa en Carora, siglos XVI al XIX, disponible en internet. Lo otro fue
de orden intelectual, pues una recomendación de Stephen
Hawking me hizo retroceder. En su libro Historia
del tiempo afirmó que si agregaba una sola fórmula matemática a ese trabajo
los lectores y las ventas irían a caer estrepitosamente.
Más
recientemente y ya presentada y defendida mi Tesis en 2003, leí un libro
interesantísimo del divulgador de la ciencia Stephen Jay Gould: La falsa medida del hombre, 1981, en la que afirma rotundamente que con
estas correlaciones, establecidas en 1904 y aclamadas entonces como un
descubrimiento sensacional, se han cometido abusos, pues a veces permiten
establecer causalidades, pero a veces no. Y además pueden ser objeto de
interpretaciones ambiguas, se demostró que g
es lógicamente falaz, científicamente inútil, moralmente ambigua cuando intentó
medir la inteligencia. Supuso que había descubierto una cualidad unitaria
subyacente a todas las actividades mentales cognitivas una cualidad que podía
expresarse mediante un número único y que podía utilizarse para clasificar a
las personas según una escala unilineal de valor intelectual. La correlación,
acusa Gould, no es una “cosa” dotada de realidad física. No tiene existencia
real.
A
20 años de mi paso por el Pedagógico larense ignoro si este paradigma aún se
mantiene allí con fuerza. Supongo que sí, porque nuestras instituciones
universitarias se anclan con demasiada fuerza en convicciones y métodos ya
superados. Y ha sucedido que el controvertido factor g ha sufrido una resurrección y continúa rondando por las teorías
modernas de la inteligencia.