La Facultad de
Humanidades y Educación de esta casa de estudios emeritense recibió, así como
toda la ULA y sus 11 facultades, una gran cantidad de estudiantes aventados
hacia allí por el cierre por manu
militari de la Universidad Central
de Venezuela y la defenestración de su
legítimo Rector Dr. Jesús María Bianco en 1970. Esa traumática experiencia se
vio pronto disipada por la acogida favorable con la que nos recibió la casa de
estudios merideña. El Rector de la ULA, Dr. Pedro Rincón Gutiérrez, era
percibido como un aval de mucha confianza para continuar estudios sin muchos
contratiempos gracias a su excepcional capacidad de negociación en aquellos
días cuando una arremetida sin par por
parte del régimen del Dr. Rafael Caldera sufrían las casas de estudios
universitarias.
La llamada Renovación
universitaria, como un eco del Mayo Francés de 1968, era ya un recuerdo lejano
por aquellos tiempos. De ese movimiento juvenil apenas se veían algunos
grafitis inspirados en el surealismo, tales como el de “la libertad comienza
con una prohibición: prohibido prohibir”. Se había producido el repliegue de la
izquierda insurreccional y nacía una nueva forma de ser socialista con el
nacimiento del Movimiento Al Socialismo (MAS). La “ultraizquierda”, como era de
esperarse combatió con ahínco y rudeza el socialismo de “arpa, cuatro y maraca”
pregonado por el nuevo partido. El bipartidismo adeco-copeyano parecía entonces
estar firmemente arraigado en el imaginario nacional.
La Escuela de Historia tenía
tres especialidades: Venezuela, América y Universal, y estaba dominada por una
única forma de pensamiento: el marxismo, el que esta vez había sido reinterpretado por la
chilena Marta Haernecker, una discípula aventajada de un prominente pensador,
hoy caído en el olvido después de gozar de un enorme prestigio: Louis Althusser.
Esta interpretación, alejada de la versión sovietizante de Marx, era del agrado
de aquella Escuela que era percibida como radical de izquierda en términos
generales. El libro en cuestión se llama Los
conceptos elementales del materialismo histórico. No lo hemos vuelto a ver
en librerías y kioskos.
Las otras escuelas de
pensamiento histórico eran olímpicamente ignoradas. No se hablaba del
positivismo y de los positivistas venezolanos sino para hacer referencias
breves a lo equivocados que estaban. Solo Gil Fortoul y Vallenilla Lanz eran
estudiados, pero como intelectuales vendidos al gomecismo. Eso bastaba para descalificarlos
intelectualmente y no se nos indicaba sus presupuestos filosóficos y de método.
Lo mismo se podía decir de la Escuela de Annales francesa. No se mencionaba a
Marc Bloch y mucho menos a Lucien Fevbre, a pesar de que varios profesores de
la Facultad cursaron estudios en Francia. Todavía se seguían citando autores soviéticos,
lo que prontamente dejó de suceder.
Las Escuelas de la
Facultad funcionaban como estancos separados a pesar de estar bajo un mismo
techo. Poco se interconectaban las de Historia con la de Letras. No se entendía
lo fructífero de establecer un diálogo entre Novela e Historia, por ejemplo. La
escuela de Letras se aferró al estructuralismo francés de Lévi-Strauss, autor
que no permeaba el pensamiento de los historiadores ni a los estudiantes de Educación.
Fue por intermedio de un poeta, Ramón Palomares, gracias al cual comencé a
conocer al mexicano Octavio Paz. El autor de su célebre El Laberinto de la soledad
aun no sonaba para el Nobel de literatura. De modo pues que la proximidad de
ambas escuelas me hizo sensible y permeable al hecho literario. Allí conocí a
Pound, a Neruda, a Baudelaire. Oí mencionar a la Pandilla de Lautréamont y leí
pasmado Carta a la vidente de
Artaud.
En la Escuela de
Educación era común oír referencias a Paulo Freire y su libro más reconocido
libro: Pedagogía del oprimido. El
profesor Luis Bigott era por aquellos años un icono de los estudiantes
orientados hacia la izquierda, quizá por aquello de su éxito editorial con El educador neocolonizado. Una
experiencia de las llamadas Escuelas Libres europeas se estudiaban a través de
un texto luminoso: Summerhill, una
experiencia educativa fundada en el amor, el respeto y la convivencia. Pero los
estudiantes de Educación salían al mercado de trabajo sin haber estudiado una
especialidad concreta, biología, historia o matemáticas. Ello le creó un
problema al realizar sus prácticas docentes: no sabían qué carrizos enseñar.
Fue a finales de la década que nos ocupa cuando finalmente la Escuela creó las
especialidades en tales ciencias.
El recientemente
fallecido filósofo José Manuel Briceño Guerrero era como una suerte de árbitro
intelectual de la Facultad. Los temas más difíciles, por no decir filosóficos,
se le consultaban. Todos poníamos atención a sus palabras tan suaves como
sabias. Era el consenso de barba, gorra y pipa. En una de sus clases me regaló América Latina en el mundo, uno de sus
libros. Su esposa era una antropóloga oriunda de las islas del Caribe de nombre
Jaqueline Clarac. Gracias a esta inteligente mujer conocimos a Frantz Fanon, un
médico martiniqués que hizo un relato estremecedor del colonialismo francés en
Argelia en Los condenados de la Tierra. Con esta
increíble docente hice mis primeras
investigaciones de campo en el cementerio Espejo de la ciudad de Mérida en
torno al ánima protectora de los estudiantes allí sepultado. Fue una revelación
para mí. Es reconocida la antropóloga
Clarac por sus investigaciones sobre el mito de María Lionza en la conciencia
colectiva venezolana.
El economista barinés
Rafael Cartay, ahora trocado en historiador de la alimentación, me dictó la cátedra de Economía Política. Sus
clases eran muy amenas y divertidas. Luego fue a Europa donde vino convencido
de la necesidad explorar nuestros hábitos alimentarios. Nos topamos en
Barquisimeto hace poco, donde la pedí me
autografiara su libro El pan nuestro de
cada día, al tiempo que lo invité a degustar la mejor tostada caroreña del
orbe en el Club Torres de Carora, corporación fundada por los godos de esta
ciudad a fines del siglo XIX.
En
historia del arte recuerdo con emoción al Dr. Juan Astorga, un republicano
español que nos hizo amar la pintura de Cézanne y de Juan Gris. Una referencia
muy especial hizo de Las damas de Avignon de Picasso, un cuadro que le abrió
camino a la corriente pictórica más resonante del siglo XX: el cubismo.
Recuerdo que los estudiantes de Historian le temían a este docente que enseñaba
cosas muy ajenas al materialismo histórico. El historiador del arte y la
literatura Arnold Hauser era el autor que mencionaba con más regularidad y su
inigualable obra titulada Historia
social de la literatura y el arte. Tenía un libro de su autoría que creo no
se publicó jamás y que leíamos en edición de multígrafo: Génesis del naturalismo del arte en Occidente. En la actualidad y
luego de su fallecimiento un museo de arte lleva su nombre en la ciudad de
Mérida. El Dr. Simón Noriega dictaba la cátedra de Arte Venezolano y era una
suerte de delfín del Dr. Astorga. Murió trágicamente el año pasado.
El Dr. Ernesto Pérez
Baptista acababa de regresar de Europa. Nos hizo hacer, a Juan María Morales, a
mi hermano Arnoldo Cortés y a mí, una larga investigación empírica en la
hemeroteca de la ULA acerca de los movimientos sindicales de los sidoristas en
Guayana. Luego nos invitó a abrir una escuela granja bajo su patrocinio en Nueva
Bolivia, en el Sur del Lago de Maracaibo. Por la noche ascendimos al poblado
andino de Santa Apolonia, pueblo que fue fundado por personas que huyeron de la
Guerra Federal en el siglo XIX. Fue una bella lección pedagógica la que
recibimos con este hiperkinético y simpático docente merideño.
Martín Zsinetar es
caraqueño y había hecho sus estudios en la Unión Soviética. Nos dictó la
asignatura Introducción a la Historia en primer semestre, y en donde comenzamos
a glosar el materialismo histórico. Nos decía cosas casi increíbles, tales como
que había vivido en Chipre casado con una isleña y que hizo amistad con el
poeta ruso Evtuchenko. Era muy generoso con sus libros y los daba prestados a
cualquiera sin anotarlos en una lista. Gracias a ello leí El mono desnudo, un éxito editorial por aquel entonces escrito por
Jacques Monod. Está jubilado y se dedica con fervor a comerciar libros usados en Mérida.
A la Facultad la
visitaba siempre un memorable personaje de todos recordado. Me refiero al poeta
y humorista caraqueño Aquiles Nazoa, quien dictaba unas charlas exquisitas y
bellas en la biblioteca. Sus gestos divinamente teatrales eran de una
naturalidad increíble. Nos dijo que todos los años componía un soneto a Mozart,
y acto seguido nos recitó el de aquel año de 1975. Pocos meses después moriría
en fatal accidente de tránsito en su viejo escarabajo el autor de Vida privada de las muñecas de trapo.
Con Luis Caraballo
Vivas disfruté de la lectura en voz alta de los libros de Stephan Zweig, tales
como Momentos estelares en la historia
de la humanidad. El dramático final por suicidio en Brasil de este maravilloso
escritor nos asombró sobremanera. Otro texto que nos devoramos literalmente
hablando fue El derecho a la pereza,
escrito por el yerno francocubano de Karl Marx: Paúl Lafargué. En su apartamento nos reuníamos a discutir de
todo un poco y de la manera más cordial y entusiasta varios compañeros de
estudios. Hogaño es docente con casi 40 años de servicios en la Escuela de
Historia de la ULA.
Había personajes
verdaderamente estrafalarios y extravagantes. El escritor colombiano Hernando
Track era uno de ellos. Los estudiantes se burlaban y le hacían rechiflas. Mi
amigo y paisano caroreño, Cécil Álvarez, cargaba siempre entre sus manos Tiempo de callar, ensayos literarios de
este curioso docente colombiano de la Escuela de Letras que pasaba las horas
enteras hablando del existencialismo sartreano. Un profesor francés se quejó en
el Consejo de Facultad que le había sido colocado una soga de ahorcado en la
gaveta de su escritorio. Estaba muy alarmado aquel poco cartesiano docente del
que no recuerdo su nombre pero sí su cara transfigurada por el miedo.
El Doctor Miguel Marciales era un erudito en
silla de ruedas. Un accidente automovilístico fue la causa. Su esposa siempre
le acompañaba. Los más forzudos estudiantes lo levantaban para ascender las
empinadas escaleras de aquellos galpones donde estaba la Facultad. Su
especialidad era la literatura medieval castellana y sabía mucho sobre La Celestina de Fernando de Rojas.
Cierta vez me pidió con suave voz que le mostrara mi lectura. Cuando le mostré Punto y raya sobre el plano del pintor
ruso Kandinski me miró con asombro desde sus gruesos anteojos de hombre sabio y
cordial. Una vez habló de las fonéticas del habla en Latinoamérica diciendo que
las variantes las establecía el sustrato aborigen de cada región. Fueron unas
clases memorables que yo disfruté en la vecina Escuela de Letras.
Un semestre completo
dedicó el profesor merideño Juvenal Santiago
al fenómeno expansivo europeo de las cruzadas del siglo XII. Allí me
familiaricé con términos como “argumentación bizantina” y la “querella
iconoclasta”. Me enamoré desde entonces del Medievo y hoy sigo siendo un
apasionado por este milenio de la historia europea que sigo con las lecturas de
Marc Bloch y Jacques Le Goff. Se estaba doctorando “Santiaguito” entonces con
una tesis titulada La ciencia en la Edad Media, tutorada por el Dr. Juan
Astorga. Aprobó con honores.
Las asignaturas que
provocaban terror eran dos: Estadística aplicada a las Ciencias Sociales y
Morfosintaxis de la lengua castellana. Conocí algunos compañeros que debieron
retirarse de la Escuela de Historia sin haber aprobado tales asignaturas. El
profesor Andrés Márquez Carrero dictaba su asignatura con la Gramática de Andrés Bello entre sus
manos. Decía para nuestro asombro que era un texto aun vigente. Citaba de
seguido al lingüista judíoestadounidense Noam Chomsky y a Gili Gaya y su
extraordinario libro Resumen práctico de
gramática española. Las pruebas finales hacían temblar de espanto a muchos.
Los compañeros de
estudios que recuerdo con deleite y emoción son muchos. Me atrevo a mencionar solo
algunos: Juan Pedro Espinoza, Otoniel Morales, Alí Linárez, Teresa Bianculli,
Guillermo Matera, Juan María Morales Álvarez, Cécil Humberto Álvarez, José Rosario González, Jorge Valero, Benigno
Contreras, Rudi Querales, Gabriel Escalona, Luis Alejandro Caraballo Vivas,
Darcy Gelambi, Yuyita Riera, el poeta Gelindo Callígaro Casasola, fallecido en
primavera, Antonio Vale, quien me regaló una biografia de Bakunin escrita por E. H. Carr, el margariteño Luis Boada, Betsy
Contreras, Walter Márquez, el poeta boconoense José Rodríguez, Eugenio Graterol
Adames, el amigo que me condujo a Mérida en enero de 1972: Juan Hildemar
Querales, Nelson Martínez, el fallecido Javier Álvarez, Rosángela Rodríguez
Moreno, Coromoto Salas, Coromoto Guyón, el valerano Ramón Rivas, el
nicaragüense Miguel Herrera Cuarezma, entre otros…
Mi tránsito por aquella
Facultad fue más bien breve. Cuatro años no fue nada, pero a pesar de ello fue
ese maravilloso recinto en donde eché las bases firmes de mi formación
humanística. Quería trabajar allí, y hasta me preparaba para la asignatura
Historia Contemporánea. Para ello fiché un trabajo monumental en seis tomos
sobre la Revolución Bolchevique escrito por E. H. Carr: Historia de la Rusia Soviética, pero el Destino me trajo a Carora,
Estado Lara, mi patria chica, no sin antes hacer un toque técnico en el Núcleo
Rafael Rangel de la ULA-Trujillo que estaba recién abierto entonces.
Hoy en día siento una
enorme satisfacción por haber abierto dos líneas de investigación en el
Pedagógico de Barquisimeto, junto a los doctores Federico Brito Figueroa y
Reinaldo Rojas: Historia social e institucional de la educación en la Región
Centro Occidental de Venezuela, con la cual han continuado un centenar de
investigadores sus tesis de maestría y doctorado. La otra línea se afinca en mi
interés por la psicología y la filosofía: las mentalidades religiosas.
Ejerzo la docencia en el Doctorado en Cultura
Latinoamericana y Caribeña, UPEL-Barquisimeto, al lado de los doctores Josefina
Calles y Reinaldo Rojas. Se me ha asignado la tutoría de varias tesis referidas
a las advocaciones marianas en Venezuela. Desde 2008 soy el Cronista Oficial
del Municipio General de División Pedro León Torres, capital Carora.
Esta reseña de mi fugaz
pero perdurable pasantía por la Facultad de Humanidades de la ULA-Mérida la he
escrito por petición de mi entrañable amigo y filósofo Dr. Pascual Mora, de la
ULA-Táchira, con quien tuve el privilegio de fundar la Sociedad de Historia de
la Educación en Venezuela en Barquisimeto, sede de la UPEL del Este.