Cuando
recibo la triste noticia de su deceso manipulaba con mi mano derecha el celular
que me comunica la sentida muerte de un
verdadero Maestro, en tanto que mi otra mano se ocupaba de sostener a mi hijo, Luis
Manuel, mi retoño de 15 meses. En ese momento pensé en la brevedad de la humana
existencia, sus inocentes comienzos y su ocaso irremediable. La filosofía, decía
Platón, es preparación para la muerte. Y el Maestro tuvo larga existencia para destruir
la angustia ante la nada, como aconsejaba Sartre. Y tuvo el privilegio de
pensar en cualquier lengua la partida, pues su condición políglota se lo
permitía. Todos expiraremos en cualquier momento y circunstancia, pero cada
cultura lo hace y lo piensa a su manera.
Lo
conocí en la Mérida de los años 70 y su ilustre Universidad, recinto donde
obtuvo un verdadero récord al ser reconocido como el docente más antiguo de esa
casa de estudios. Si no me equivoco estuvo al frente de ese extraordinario
magisterio por casi 60 años. Me sorprendía que conociera de Carora y
Barquisimeto con tanta familiaridad y detalle. Muchos años después supe que
cursó estudios en el vetusto Liceo Lisandro Alvarado, institución donde conoció
a su futura esposa, la antropóloga martiniqueña Jacqueline Clarac, también mi
profesora en la Escuela de Historia.
Su
pasión indiscutida era una: enseñar a pensar sin ataduras de cualquier especie.
Donde hubiese reflexión y búsqueda allí estaba Jonuel Brigue, su pseudónimo y con
el cual fue presentada su candidatura al Premio Nobel de Literatura hace unos
años. Y es que era hombre enemigo declarado de los esquemas y las recetas, así
como de los sesgos ideológicos de cualquier laya. Fue por ello que aplaudió el
esfuerzo de algunos venezolanos para crear una opción diferente del socialismo
soviético en la tierra de Bolívar.
La
última vez que compartí con su sereno y apacible verbo, fue en la Posada Los
Granados, propiedad de Yuyita y Cécil Alvarez. Allí dijo que mi hijo José
Manuel corría el riesgo inminente de convertirse en músico por haber nacido en
Carora. Ese día me autografió uno de sus libros. Al lado de mi segundo
apellido, Riera, colocó por petición mía las letras s. p. (sin plata), lo cual
le provocó gran hilaridad y gozo. Y es que cualquier cosa, por insignificante
que pareciera, le producía asombro, que es condición necesaria del filosofar.
Ese estado de ánimo le produjo otra de mis ocurrencias. Sucedió al hablarle de
la existencia en Carora de una godarria negra, más goda que la godarria blanca
de raíz y cepa peninsular y canaria.
Reinaldo
Rojas le convocó en repetidas ocasiones al Doctorado en Cultura del Pedagógico
barquisimetano. En El Eneal disertó largamente con los allí convocados sobre
cualquier cosa. Pero siempre repetía que una tesis doctoral no es una simple
acumulación de información, hay que agregar algo nuevo, decía.
A
uno de los participantes, Juan Carlos Araque, quien le dijo iba a trabajar el
humor en el siglo XIX, le recomendó con aguda perspicacia que se refiriera al
doble sentido entre los venezolanos. A la caroreña Isabel Hernández Lameda le pidió
indagar por qué Chío Zubillaga dejó una escuela, lo que no logró el sabio
Lisandro Alvarado. Cuando me tocó
decirle de mi investigación sobre el elemento femenino en nuestra religiosidad,
me pidió con humildad le enviara mi tesis, pues desconocía este aspecto de
nuestra cultura.
Se nos fue el Maestro,
pero queda su inmensa y hasta ahora poco conocida obra. En su último poemario
escribió que la verdadera muerte es el olvido. No te olvidaremos, Maestro.