La
idea que tengo sobre la ciudad de Carora está condicionada por un recuerdo
inicial que me ha resultado, después de medio siglo, imborrable y permanece
como intacto. Llegué a esta vieja y rancia ciudad del siglo XVI siendo un niño,
entrándole desde los Andes que me vieron nacer, y no desde el semiárido, como
era la costumbre, allá por los años 1960. Después de asombrarme por la neblina
y los abismos de los páramos larenses, bajábamos, mi padre Expedito y yo, a la
Depresión de Carora, geografía árida y reseca. Tierra sin jugo, enjuta, refugio
del diablo y de una curiosa expresión de la hispanidad.
Habíamos
dejado atrás aquellos primorosos pueblecitos serranos, donde solíamos oír fantásticas historias del salvaje, una especie de oso capaz de raptar niños arrebatándoselos
a sus madres; en una montaña al sur de Cubiro vivía en una cueva una mujer que
tenía varios hijos con ojos de un azul muy intenso y de los cuales nadie daba
razón de sus paternidades; los días lluviosos eran prolongadísimos y nos
contaban de hombres fulminados por rayos y centellas después de proferir vehementes
insultos a lo sagrado. La blasfemia es, dice Antonio Machado, una oración al
revés.
De
no haber aceptado mi padre el cargo de Director de escuela en la calcinante ciudad
del Portillo, no hubiese conocido a tan idiosincrático, heteróclito y singular conglomerado humano. Y lo digo
porque si bien pertenecemos a la cultura universal de habla castellana y religiosamente
católica, no es menos cierto que a pesar de ello posee la urbe del Morere rasgos
que le son muy suyos y que le dan a su ethos
católico y barroco una fisonomía particular.
Nuestra
modernidad, si acaso puede usarse tal término, es una modernidad barroca e incompleta,
pues no ha terminado de realizarse acá entre nosotros la fusión en el mestizaje
étnico, lo que en el resto del país se logró en el siglo XVIII. Quiero decir
que acá ha persistido el sentido excluyente y de casta que se erosionó y sufrió
un enorme desgaste con la violencia durante la Gesta Magna y la Guerra Federal.
Los paladines de tan curiosa singularidad social en la primavera del siglo XXI son
los llamados “godos de Carora” o “caras colorá”. Ellos son los introductores de
la modernidad europea y norteamericana a la ciudad, pero también se han anclado
en conductas decididamente premodernas, como la de un catolicismo ortodoxo que
viene del Concilio de Trento del siglo XVI, así como en unas relaciones
sociales y familiares basadas en una persistente endogamia biológica y
espiritual. Una frontera mental, religiosa, espiritual, legal,
física, racial y de sensibilidades en cuanto al rigor de los tiempos, de las
campanadas de la iglesia, del ritual, de los rezos, del recelo hacia las castas,
nos dice Alejandro Cardozo Uzcátegui.
Nos
instalamos en la flamante y espaciosa residencia del director del Grupo Escolar
Ramón Pompilio Oropeza de Carora, una soberbia y altiva arquitectura escolar
diseñada por el gobierno medinista y su extraordinario esfuerzo y planificación educacionista. De estilo
neocolonial, atribuible a Carlos Raúl Villanueva, tiene largos y frescos
pasillos, frondosos patios y techos entejados. Carecíamos de refrigerador,
hamacas y de mosquiteros, por lo que los primeros días fueron de dura y áspera
acomodación. Aquello sucedió -para ser exactos- el 16 de septiembre de 1960.
Es
el semiárido venezolano la cuna de la colonización hispánica del siglo XVI. Juan
de Ampíes y los Welser irrumpieron sobre Sudamérica, no olvidemos, desde su
cimiento sita en Coro, voz chaquetía que significa “lugar de los vientos”.
Hispanos y tudescos arrancarán desde allí para internarse en el continente tras
la búsqueda de la mítica ciudad de Manoa, una afiebrada exploración tras del
aureo metal. Seguirán la ruta trazada por las inmemoriales y prehistóricas rutas de la sal aborígenes, para de tal forma plantarse en
lo que ahora es el estado Lara, al centroccidente de Venezuela, para fundar
tres orgullosas ciudades de blancos: la “Ciudad Madre” de El Tocuyo,
Barquisimeto y por último Carora.
Al
abrigo de una geografía imposible por su dureza y reciedumbre, la ciudad se dio
unos contornos y unos caracteres muy propios. Se trata de una depresión
geográfica que nos separó durante siglos del resto del occidente venezolano. Es
una suerte de circo o anfiteatro que rodea con serranías y picachos a tal
depresión. Hundimiento tectónico atravesado por un único río, el que por su
extensión nos retrajo y distanció del Lago de Maracaibo, de Coro y de
Barquisimeto, de los Andes. Esta enorme superficie, por su vasta extensión comparable
en superficie a la de algunos otros
estados de Venezuela, tiene un clima desusado para el trópico, pues los
semiáridos no son climas precisamente ecuatoriales. Son una curiosidad o una
rareza geográfica los áridos venezolanos.
Esta
geografía deslumbrante es el reino indiscutible del cují, una planta que tiene
primos hermanos muy distantes y lejanos: en Arabia Saudita, el Sahara africano
y la milenaria India. En América extiende sus brazos protectores desde México
hasta el Perú. El Gran Sertao de
Guimaraes Rosa y el Chile de Neruda son su asiento privilegiado. En nuestras
“playas” de la Otra Banda caroreña se bate a duelo por el espacio con el dividive, otra leguminosa del Caribe mar.
Sus minúsculos folios se acurrucan para protegerse del astro rey y también por
las noches para evitar la pérdida de la valiosa e insustituible humedad. Un prodigio de la
Madre Naturaleza. Hurgan profundo sus potentes raíces para hacerse del agua
hasta notables profundidades de hasta 50 metros. Los herbívoros andaluces
traídos en el siglo XVI han hecho el resto para la supervivencia de estas mimosáceas en estos secos y desabridos
parajes: diseminan en sus heces fecales sus comestibles semillas. Pero la
planta guarda para sí una protección del hambre de los cuadrúpedos en la
toxicidad de sus hojas liliputienses.
Los
semiáridos están diseminados por buena parte del globo y no son por tanto una
exclusividad de nuestra geografía. Pensemos en las lejanas estepas de la ex
república soviética de Kasajistán, lugar donde transitaban camellos y
mercaderes de la Ruta de la Seda, el outback
australiano, el Sertao brasileño
que inspiró al Vargas Llosa de la novela La
guerra del fin del mundo, el sur andalús de España, la Patagonia que
deslumbró a Darwin, y la Cuarta Región de Chile, en otros tiempos boliviana. Lo
que resulta una rareza es el semiárido instalado en el trópico, como el
venezolano.
Acá
en Venezuela y en nuestros semidesiertos se incubó una muestra notable de la “civilización del calor”, así llamada
por Don Mariano Picón Salas. Distinguió el merideño entre calor seco y calor húmedo,
dos connotaciones fundamentales de nuestra geografía biológica. Carora desde
tiempos coloniales desarrolló, pese y
gracias a la geografía, una vigorosa civilización del calor seco. Es nuestro
ardor seco dominante casi todo el año que arremolina al viento en los meses de
junio y julio anunciando la presencia del diablo de Carora, uno de nuestros más
potentes imaginarios colectivos.
Parafraseando
a Augusto Roa Bastos al referirse al Paraguay que lo vio nacer, diremos que
Carora es una isla rodeada de tierra. Pero constituye una verdadera paradoja
que hubiese a pesar de ello una ciudad tan bien y firmemente comunicada con el
exterior durante el régimen colonial como la nuestra. Y ello se lo debemos al
discurso universalista de la Iglesia Católica, institución milenaria que echó
fuertes y frondosas raíces acá, como podría resultar un contrasentido, pues siempre
asociamos la implantación de la fe cristiana a los climas templados y cordilleranos
del país: Los Andes son el catolicismo.
Esa
conexión de Carora con el mundo era un vínculo de otro orden: era una ligazón metafísica y espiritual que tenía por
conducto las hermandades o cofradías de la Iglesia Católica. A través de estas
estructuras de solidaridad de base religiosa Carora no solo se conecta con el
mundo físico y palpable del otro lado de las serranías, sino que se vincula con
ese otro mundo colocado más allá de la humana percepción: el más allá de los cristianos.
Es
por esa circunstancia que he llamado a la ciudad del Portillo “Llave del Reino de los cielos”,
pues resulta increíble y hasta insólita la
cantidad y variedad de creyentes asentados en esos viejos infolios cofrádicos
que buscaban de tal manera asegurase el tránsito desde el purgatorio al regazo
celestial. Irlandeses, franceses, italianos, españoles peninsulares como
catalanes y castellanos e insulares canarios entraron a nuestra cofradía del
Santísimo Sacramento. También lo hicieron cubanos y residentes de la isla de Santo
Domingo, Puerto Rico. Les acompañaron en esa esperanza bíblica de salvación los
habitantes neogranadinos de Tunja, Maracaibo, Coro, San Carlos de Austria,
Valencia del Rey, Caracas o Trujillo y la Barinas del conde de Pumar, Tiznados,
Calabozo. Y los poblados más cercanos a la ciudad del Portillo también: Siquisique,
la mariana población de Aregue, la andina Barbacoas, Quíbor, Río Tocuyo, El Jabón,
Baragua, San Pedro, Carache, la pequeña Mesopotamia de Arenales, San Francisco
o Curarigua de Leal.
Tal
circunstancia salvífica llamó la atención de recatadas y púdicas monjas Concepcionistas
de Caracas, altivos bachilleres, curtidores de cueros, oficiales ingenieros,
arrogantes licenciados y doctores de la Universidad de Caracas, Real y
Pontificia, soldados, intendentes de
justicia, maestros de órganos, negros y mulatos esclavos, profesores de
medicina, indios, sacristanes mayores, mulatos, los muy humildes sirvientes, así como
al orgulloso mantuanaje caraqueño
encarnado en la figura del padre del Libertador Simón Bolívar, don Juan Vicente
y al terrible “diablo”, Antonio Nicolás Briceño.
En
los amarillentos folios de los libros de la cofradía del Santísimo Sacramento
de Carora aparecen los altivos apellidos de los “grandes cacaos” caraqueños,
los que años después se inmolarían en la Guerra de Independencia. Helos aquí:
Lovera, Tovar, Istúriz, Herrera, Ponte, Bolívar, Fajardo, Sojo, Blanco, Galindo.
Allí está la sociedad mantuana de nuestro siglo XVIII finalizante, tal como los
vislumbró el sabio prusiano Alejandro de Humboldt: víctimas del resentimiento
como producto del desprecio europeo. “Yo no soy español, soy americano”, solían
decir las futuras víctimas del holocausto de la guerra emancipacionista de
principios de la centuria venidera. La “ciudad blanca” casi desaparecerá en la
hecatombe de la guerra.
Esta
conexión de la altiva ciudad de Caracas y la lejana localidad de Carora nos
coloca ante una relación entre dos “ciudades de blancos” o dicho en palabras de
Ángel Rama dos “ciudades letradas”, con unos anillos protectores del poder y
ejecutor de sus órdenes: una pléyade de religiosos, administradores,
educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales,
todos esos que manejaban la pluma: un funcionariado y una burocracia.
Los ojos de buena parte del orbe católico
pusieron su esperanza en la permanencia y estabilidad de aquellas hermandades,
a las cuales seguramente supusieron poco menos que eternas a perpetuidad. Esas
impresionantes instituciones fueron alentadas por una legión de curas y
sacerdotes y laicos comprometidos excepcionales, que le dieron continuidad a
tal promesa redencionista durante centurias. No es ocioso, pues, calificar a
Carora como “ciudad levítica de Venezuela”, tal como la nombró el sacerdote
Carlos Borges en 1918, quien fue confinado allí para purgar unos cuantos pecadillos
de la carne.
ARTESANIA
DEL CUERO EN CARORA COLONIAL:
Carora,
como España, ha estado muy ligada al cuero. España es semejante a una piel
extendida de Occidente a Oriente, diría Estrabón. Y viene del Andalús la
tradición medieval de elaborar cueros. Es el espíritu de la antigua ciudad de
Córdoba y sus primorosos guadameciles
árabes que rebrota, ¡y de qué manera!, en el occidente seco de la Provincia de
Venezuela. Decae por efecto de la intransigencia religiosa contra los judíos en
la Península, pero renace con un vigor extraordinario e impresionante en San
Juan Bautista del Portillo de Carora, donde es probable que tan esmerada
industria haya sido introducida por los misioneros franciscanos del convento de
Santa Lucía. No tendrá esta habilidad inmemorial en manos de indios, negros y
pardos, a no dudarlo, parangón alguno en Venezuela colonial. Estos monjes eran
más dados a lo empírico y lo práctico, lejos de las especulaciones filosóficas
de los jesuitas.
Unos
monjes desconocidos del convento de Santa Lucía, gracias al espíritu de
observación, descubrieron en las vainas amarillentas del árbol de dividive el tanino astringente para
curtir las pieles cuando alimentaban a sus bóvidos. Y ese fue el ingrediente
principal que hizo posible que los cueros caroreños deslumbraran por su finura
y exquisitez en buena parte del mar Caribe y de Nueva Granada.
Y
no solo fueron un éxito de exportación esas badanas, cordobanes, zapatos,
gamuzas, botas, sillas de montar, sino que en la ciudad del Portillo estos
diestros y hábiles artífices del cuero se agruparon en torno a las cofradías de
Carora. No formaron los famosos gremios de artesanos como en la Península, pues
la ley se los prohibió taxativamente. En tal sentido ese instinto mutualista y
corporativo se expresó en las hermandades y cofradías de Carora que se
constituyeron de tal modo en su lugar de reunión y de tertulias. Espíritu de
extraordinaria sociabilidad que nos alcanza en el presente.
EL
SANTO PATRONO DE CARORA: SAN JUAN EL BAUTISTA.
Esta
localidad ha tenido como santo patrono protector a Juan el Bautista, un
predicador del desierto de Judea que hacia una vida de ascetismo y de
privaciones: “voz que clama en el desierto”, se llamaba a sí mismo aquel asceta.
Profeta de dos grandes religiones universalistas: el cristianismo y el Islam. Desde
su infancia fue nazir, es decir,
estuvo ligado por el voto a ciertas abstinencias. El desierto del que estuvo
rodeado le llamó desde el primer
momento. Llevaba allí la vida de un yoguí
de la India, vestido de pieles o de telas de pelo de camello, sin otros
alimentos que langostas y miel silvestre. Abstinencia de carne, de vino, de
placeres sexuales se consideraba como el noviciado de los reveladores. Es el
santo patrono que mejor encaja en la geografía caroreña por su espíritu
semítico, a medio paso de dos desiertos, el de Judea y el de Arabia. ¿No es el
desierto, acaso, el lugar donde nacieron las religiones monoteístas: judaísmo,
cristianismo e islamismo?
Resalta
que la indumentaria de este eremita bíblico se componía de pieles de camello,
cabra u oveja. Una vestimenta y una
alimentación ciertamente pobre y menesterosa, que bien ha
podido incidir en el psiquismo de los caroreños de antaño. Austeridad, rigor y
ascetismo trasmite la figura del eremita del desierto, condicion que templó el
ánimo y el aliento de los primigenios pobladores de estos eriales venezolanos.
Tierra yerma para hombres y mujeres arrojados y resueltos para convivir
rodeados de una geografia espinoza y difícil.
Alrededor de la cuadrícula de la
Plaza Mayor se asentaron los dos poderes sobre el que se levanta la cultura
hispánica: la iglesia y el ayuntamiento. Una arquitectura hecha para permanecer,
la iglesia de San Juan y la Casa Amarilla, edificios que después de cuatro
siglos aún reciben visitantes maravillados y que muestran una impronta andalús
o canaria en sus diseños. Todo muestra austeridad. Hasta nuestro barroco está
como gobernado por la economia de la forma, estilo que tiene como epitome las
fachadas desnudas y desabrigadas de nuestros templos coloniales. Es un barroco
espartano, si cabe la expresión. Es la expresion clara de la ausencia de
aborigenes a los cuales deslumbrar, o bien la dificultad de obtener materiales
constructivos durables, así como alarifes y albañiles. Carora es el producto
del desengaño doradista y de la simplicidad de los pueblos agropecuarios.
Y allí estaban las casas coloniales,
con anchas paredes y muros, amplios patios andaluces en donde se reproducían
los huertos peninsulares, habitaciones protegidas por las infaltables celosías
y mamparas, que son una suerte de panópticos coloniales. Quedará para futuros
investigadores determinar cómo este elemento arquitectónico modeló nuestro
psiquismo, que dotó de ese espiritu fisgón
y curioso en extremo de los caroreños, inclinados y propensos para la
vigilancia , el control y la corrección. Recato y pudor que fue quebrado en
algunas ocasiones memorables, como el escándalo protagonizado por Inés de
Hinojosa y su amante, el bailarin Jorge Voto, situacion que simboliza y alude
con una ruptura con el mundo simple y
mojigato de Carora. Una discordia que pagará Voto muy caro. En la Tunja
neogranadina será asesinado este héroe danzarín y romántico, que será liquidado
por el nuevo amante de aquella mujer fatal, la que contribuye al crimen del
artista ¡con sus propias manos!.
En estos frescos corredores y amplias
habitaciones se incubó en tierras tropicales el llamado “yoga hispánico”, su
magestad la siesta de mediodía. Saludable hábito castellano que debieran imitar
los anglosajones, molidos por el trabajo y el stress. En nuestras tierras se
alió el sueñito del día a la espléndida hamaca, lecho y abanico de Luis Beltrán
Guerrero, herencia de los pueblos aborigenes del Caribe mar. La cultura de la
siesta la hizo posible otro invento castellano o andalús nombrado con acento
morisco: la alcayata. Este clavo
acodillado era desconocido por los arawacos pues estos aborígenes colgaban sus
redes vegetales de arboles y follajes. Debió llegar la tapia hispánica para que
un desconocido español tuviera la muy genial y brillante iniciativa de colgar
allí a la depositaria de nuestra pesadez meridiana. Hamaca, chinchorro y
alcayata, en hermosa simbiosis han dado lugar a una prodigiosa síntesis de la
cultura de ambos lados del Atlántico.
No hay casita de Carora sin hamaca
colgada. Hace medio siglo llegar a la sultana del Morere a hora meridiana y de
aceras y calles reverberantes, era llegar a un pueblo desolado: poca gente,
pocos carros y autos, poco ruido. Apenas el sonidos de los acondicionadores de
aire anglosajones en las casas patricias. Más allá, el vaivén de los
ventiladores de aspas de la clase media nacida al calor de la explotacion del
petróleo. Y finalmente la oscilacion melódica del chinchorro y de la hamaca de
nuestras barriadas populares allende al quebradon rebosadas de “caras mohosas”, apelativo empleado por
los patricios para designar a las clases populares, expresion que -gracias a
Dios- va en vías de extinción.
Este saludable hábito ha creado la
idea sesgada del caroreño perezoso y negligente. Nada más apartado de la
realidad, pues se ha demostrado que dormir despues del almuerzo aumenta el
rendimiento y la creatividad. Hombres de gran talento y competencia ha
producido esta yerma geografía que, paradójicamente, no ha sido árida de
ingenio. Estos ojos que escriben han visto tumbarse plácidamente en sus
angarillas y balancines al Doctor Pastor Oropeza y al Maestro Alirio Díaz, para
solo mencionar dos portentos de nuestra cultura. Y qué decir de nuestro “pensador de hamaca y zaguán”, el Maestro
Cecilio Zubillaga Perera, de tan magistral manera calificado por el filosofo
palmaritense José Manuel Briceño Guerrero.
Al arrogante y engreido mundo
noratlántico lo salvará- no cabe duda alguna- nuestro Ariel latino y soñador. Lo salvará del utilitarismo
materialista que se opone al buen gusto estético nuestro espacio simbólico de
habla castellana mestizada, antípoda de la barbarie utilitaria anglosajona. La soberbia
lengua de Cervantes es nuestro lugar común. El lenguaje es la casa del Ser.
Sería una enorme pretension hablar
del Idioma de los caroreños como si
tuviesemos un Jorge Luis Borges indígena de las tierras del Morere. Tampoco es
viable que tuviésemos un Breve
diccionario del caroreño exquisito, pues si algo tiene el habla de nuestros
locales es precisamente la llanura y el igualitarismo de nuestras expresiones.
Tan breve como el del argentino Adolfo Bioy Casares al registrar unas 500
palabras rioplatenses, Gerardo Castillo y Pablo Arapé han tenido la feliz y
radiante iniciativa de escribir nuestro Diccionario
de caroreñismos. Allí están unas palabras que sorprenderían al mismo Angel
Rosenblat. Las palabras no son palabras-dice Ortega y Gasset- hasta que son
dichas por alguien. Una de ellas por su carácter heteróclito es rolianza, que se emplea para denominar a
las trabajadoras sexuales, vocablo que es tan nuestro como el delicioso y único
lomo prensao, fino embutido adobado
con nuez moscada y otras especias, tales
como comino, clavo de olor,
canela, pimienta y guayabita, todo lo cual ha resultado ser la única receta de
alimentos propiamente autóctona, porque se necesita prensarlo por tres días
bajo el radiante Sol caroreño.
Desde la época colonial debe de venir
consertao, palabreja que parece de
extraccion portuguesa que designa al muchacho de crianza de una casa,
particularmente las de los godos de Carora, que se destina para hacer los mandaos a las bodegas. Podría decirse
que una casa de familia mostraba su éxito económico y su poder e influencia en
la sociedad por la cantidadde muchachos mandaderos a su servicio. Y no faltaban
consertaos en algunos hogares de la
altanera clase media que hacia denodados esfuerzos por hacerse un lugar
preminente en aquella sociedad marcada en pleno siglo XX por el orgullo de las
castas y los linajes.
Nuestra infaltable siesta de los
mediodías ha hecho posible la memorable expresion chocar los juanes; el ser comedido con las palabras generó esta
otra como Picho ele palito en boca;
en tanto que la flojera se designa con una breve como concisa palabra: ñemeo. A la chicha de arroz le decimos resbaladera, bebida refrescante que se
vio envuelta como en una suerte magnicidio frustrado cuando le yprovocó terrible diarrea a Su
Excelencia el Libertador de paso por acá en 1821. Seguramente cautivó el
paladar de Bolívar las lujuriosas aromas y las acariciantes fragancias del agua de azahares oriental y de la
vainilla, especia que Hernán Cortés llevó desde México a Europa en el siglo XVI
para cautivar el gusto de los monarcas católicos.
Una sociedad tan marcada por el
catolicismo daba, sin embargo, lugar a ciertos pecadillos de la carne. Entre
santa y santo, pared de calicanto. De tal manera nació la voz cebera y su diminutivo ceberita para designar a las damas
proclives a los amores diversos y hasta numerosos. El machismo al revés, pues,
y que hogaño algunos llaman hembrismo.
La expresión fullera y fullerita no
tiene el sentido de tahúr y de tramposo del castellano culto, como diría Ángel
Rosenblat, sino que se usa como engreida y presumida. En los tiempos mayameros,
ya idos, del dólar a 4,30 luisherreriano, se les decía sifrinas.
Una interesante aliteración es la
simpática locución golingolin, que ha
de significar algo así como colgado o guindando. Pareciera derivarse de jolín, vocablo ya en desuso en la
Península. La geografía del semiárido generó las voces de improntas
precolombinas: lefaria, guanajo y
tambien semeruco. Gracias a la
primera de estas plantas el caroreño pudo apagar su sed arcaica y secular, pues al arrojar trozos de cactus lefaria a las aguas turbias se
produce el milagro de su aclaramiento en aquellos minusculos manantiales,
espejos del semidesierto: los aljibes.