El británico Ridley Scott estrenó en 1982 la película que ha sido considerada como el mejor film de ciencia-ficción de todos los tiempos. Sin embargo, como suele suceder con las cintas verdaderamente visionarias e imaginativas, no tuvo éxito de crítica ni de taquilla en los Estados Unidos, pero en el exterior, sobre todo en Europa, se convirtió en un verdadero icono de la cultura ciberpunk, es decir alta tecnología, bajo nivel de vida. Yo la pude ver y quedar asombrado y a la vez extrañado, al contemplar ese prodigio del cine del siglo XX, en el viejo cine Salamanca de Carora, en compañía de otro cinéfilo cordial y conversador: Hermann Pernalete Madrid.
Antes
de esta película, Scott nos había deleitado con Alien, el octavo pasajero, 1979, una cinta que considero film de
ciencia-ficción-terror. Después de Blade Runner otros asombrosos filmes de Scott serán: Thelma y Louise (1991); en 1992 fracasa rotundamente con la
película 1492. La conquista del paraíso, homenaje a la hazaña colombina. Pero en
el año 2000 resucitará un género que se creía agotado: Gladiador; al año siguiente nos presentará Hannibal; y un año después, 2001, el bélico La caída del halcón negro,
sobre la cruenta guerra en Somalia.
Blade Runner
nos aproxima a una tenebrosa y opresiva realidad en la ciudad de Los Ángeles,
en un hipotético año 2019, ya muy cercano a nuestro presente. Todo es
oscuridad, no aparece la luz del sol en medio de una pertinaz lluvia; la
arquitectura es una verdadera ruina y la basura así como los mendigos abundan
en demasía; solo han quedado en el decadente planeta Tierra, arruinado por los
excesos ecológicos, los pobres y desheredados, pues la gente rica ha emigrado a
otros planetas. En un mundo de tal manera, tétrico y sombrío, unos humanoides,
construidos por la poderosa Tyrell Corporation, son los esclavos del siglo XXI,
pues hacen las tareas que no realizan y se niegan a realizar, los humanos. Un
policía “Blade Runner” (Harrison Ford), es contratado para perseguirlos y
exterminarlos, pues han realizado una matanza descomunal en el planeta Marte.
Son los llamados “replicantes”, fabricados por manipulación genética, casi
pasan desapercibidos por su perfección, y solo se les puede detectar por
carecer de emociones. Ello queda en evidencia con una prueba, el test de
Voigth-Kampff: el trato que le dan a los animales. Es una tenue y sutil
frontera entre lo humano y lo artificial, pues el más díscolo, violento y
perturbador de los replicantes (Roy Batty), le perdona la vida al policía, en una
de las escenas más dramáticas del film. El replicante sabe que le queda poco de
vida e indulta la del Blade Runner.
Y
como si fuera poco, el policía se enamora de una hermosa mujer (Rachel) en
actuación de Sean Young, en aquel entonces contaba con 22 años, quien resulta
ser una replicante, y al descubrir ella su
condición, llora desconsoladamente. Al final, ambos huyen con destino
desconocido, dando de tal manera una sensación de que lo natural y lo postizo
se imbrican y superponen. Es un final un tanto hollywoodense, un happy end que no le quita grandiosidad y
excelsitud al film.
Como
se habrá podido creer, Blade Runner no es cine de acción puramente. En ella
podemos descubrir una estructuración compleja y bien concebida, con diversos
niveles dramáticos, tiene pinceladas de drama griego, el simbolismo religioso, el
film noir expresionista europeo, género
nacido en los Estados Unidos en la década de los años 1940-1950, iluminación
tenebrosa en claroscuro, escenas nocturnas con humedad, explora la convención
de la mujer fatal, al tiempo que la narración se desliza en primera persona. Es,
pues y sin lugar a dudas, cine de culto.
Esta
cinta tiene referentes con otra película del mismo género, basada en una novela
de Isaac Asimov, esto es, El hombre
bicentenario (2005), en la cual se plantea la cuestión de qué hacer en el
caso de que las creaciones nuestras nos superen. La cinta de Scott se basa en
una novela de Philip K. Dick titulada ¿Sueñan
los androides con ovejas cibernéticas?, la que es superada ampliamente por
la versión de celuloide, tal como sucedió con otra cinta memorable: La muerte en Venecia (1971), de Visconti,
al llevar a la pantalla esta pequeña obra maestra de Thomas Mann.
Invito,
pues, a los cinéfilos a redescubrir, a mirar con nuevos ojos, esta portentosa
cinta, que ha quedado para siempre como una de las más acabadas y consumadas películas
de ciencia-ficción, a despecho de la
opinión de los que sostienen que tal mérito y distinción lo merece 2001, Odisea del espacio (1968) de
Stanley Kubrick., basada en la novela de Arthur Clarke.