El 9 de
agosto 1962 murió en su patria de adopción, Suiza, el eminente escritor alemán
Herman Hesse, quien formó una trilogía cumbre, en el siglo que nos dejó atrás y
en la lengua de Heine y Goethe con otros dos notables escritores: Thomas Mann y
Berthold Brecht. Esto literatos cautivaron nuestra juventud en la década de
1970 mientras realizábamos estudios universitarios. En Mérida era común
encontrar compañeros de estudios con un ejemplar de El lobo estepario, o bien
Demian,
novelas que nos introducían en una atmósfera emotiva alucinante, en donde
personajes solitarios experimentaban estados psíquicos influidos por las
religiones filosóficas orientales.
Cierta vez estaba yo de entrada a la Facultad de Humanidades de la Universidad
de Los Andes, cuando se me acercó una jovencita de excepcional belleza y a la
cual desconocía, quien en gesto de suprema cordialidad me obsequió un ejemplar
de la novela Demian.
Era, pues,
una lectura casi obligatoria en aquellos años, pues teníamos noticias del
enorme éxito editorial de Hesse en los Estados Unidos, país hegemonista que en
aquellos años perdía por impopular la primera guerra de su historia en el
lejano Vietnam. La contestataria y rebelde juventud lo tomó como icono y
estandarte de su pacifismo. Recordemos el Flower Power y el movimiento hippie,
los que hicieron del consumo de drogas y de estupefacientes una vía de escape
en lo que veían como un conflicto que los enviaba a una muerte casi segura.
Otros notables pensadores se unieron para combatir aquella agresión
injustificada: Bertrand Russell y Herbert Marcuse, quienes se colocaron a la vanguardia
de la tremenda conmoción universal protagonizada por la juventud luego del inolvidable
Mayo francés de 1968.
Se ha
calculado que de Hesse se han vendido unos 150 millones de ejemplares de sus
obras. Debemos agregar otras, tales como
Siddartha, la palabra de Buda, lectura
favorita de mis coterráneos caroreños
Cécil Alvarez, Nelson Martínez, Juan Hildemar Querales y Juan María Morales, novela que acusa una
influencia de las ideas del psicoanalista suizo Carl Gustav Jung. A mi
particularmente me atrapó la mencionada novela Demian, en la que unos jóvenes descubren la existencia de Abraxas,
el dios del bien y del mal que habita las llamas y fogatas. Una simultaneidad que me asombraba y no terminaba de comprender
desde la óptica de mi formación de católico, cuerpo de creencias que no admiten
tales hibridismos, los que son tan naturales en el budismo y el taoísmo
orientales. Estos amigos caroreños leyeron casi toda la novelística hessiana,
pues se bebieron a Narciso y Goldmundo y
así como también El Juego de abalorios, obra cumbre de la
novelística hessiana.
Siempre recuerdo
una de las frases favoritas de Hesse cuando
dijo que “La gente del siglo XX se cree culta porque llena crucigramas”, o
aquella otra “Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está
dentro de nosotros”, o este otra no menos genial: “Hay personas quienes se
consideran perfectos, pero es solo porque exigen menos de sí mismos”, sentencia
que pone en boca de sus personajes atormentados por el siglo que les tocó vivir,
así como por la Guerra Mundial que comenzó en 1914 y terminó en 1945.
Su vida
terminó cuando también acabó la de una rubia rutilante y erótica que se sobrepasó de
barbitúricos y sedantes, hecho lamentable que ha tenido en los días que corren una
cobertura mediática colosal a escala planetaria, no así el fallecimiento de
este literato alemán que a comienzos de la pasada centuria vislumbró la
enloquecida máquina del progreso que tritura a los seres humanos. Es un síntoma
del gran mal del espíritu de nuestros tiempos y que Mario Vargas Llosa acusa
severamente en su más reciente obra, La civilización del espectáculo, (Alfaguara,
2012). Y es que pareciera que a pocos
interesa la vida de este luchador antifascista, defensor en plena Segunda Guerra
mundial del acosado pueblo judío, quien además abogaba por una cultura verdadera
y realmente ecuménica, y que como tal, recogiera lo mejor de cada una de ellas
para elevar a los seres humanos a niveles hasta ahora desconocidos de
conocimientos y de responsabilidad moral.
Recibió
tardíamente el Premio Nobel de Literatura, en 1946, pero no pudo presenciar la
enormidad de su colosal éxito literario, que es global en todos los sentidos, acaecido
desde los turbulentos años 60 del siglo XX, década cuando aconteció algo sin
precedentes en la historia universal: nació la rebeldía juvenil. En la paridura
de ese fenómeno planetario el escritor germano contribuyó, a no dudar, de forma
decisiva. Murió a los 85 años en un apacible pueblecito helvético mientras
dormía, de una hemorragia cerebral, este paladín de la contracultura del siglo
pasado.
Carora,
agosto 8 de 2012.