Atraído
por su deseo de vivir después de la muerte y emerger del purgatorio a la
brevedad, entra Don Juan Manuel Morfil
como hermano de la cofradía del Santísimo Sacramento de la iglesia parroquial
de San Juan Bautista de Carora. Ello sucedía a finales del régimen colonial, el
10 de marzo de 1754, cuando este nativo de Dublín, capital del entonces ultra
católico Reino de Irlanda, se entera por boca de unos religiosos irlandeses de
la existencia, allende al océano, de una ciudad situada en la Provincia de
Venezuela, una parte del gigantesco reino de ultramar de su majestad el Rey de
España, en la que desde siglos atrás funcionaban unas cofradías o hermandades
que eran, a no dudarlo, “Llaves del Reino de los Cielos”.
Estas
“estructuras de solidaridad de base religiosa” según las conceptúa el
historiador de las mentalidades religiosas Michel Vovelle, se encargaban de
darle sepultura a los hermanos fallecidos, acompañarlos al cementerio y a
rezarle una gran cantidad de misas, cantadas o no, para aligerar sus salidas de
ese tercer lugar de la geografía del más allá sin base bíblica, creado en
Francia en el siglo XII, el purgatorio, tal como escribe Jacques Le Goff, el
historiador medievalista francésde la Escuela de Anales.
Era
tanta la fama de las cofradías caroreñas que en este empeño siguen a Juan
Manuel Morfil el guipuzcoano Hipólito Xavier Tejeda, residente en la villa de
San Carlos (Estado Cojedes); Joseph Marcano, avecindado en Caracas; Mariana
Mariñas y Narváez también de Caracas; Don Andrés de Patiño, natural de
Pontevedra, Reino de Galicia; Don Antonio de Andonegui y Magdalena de Vrain,
ambos de la Villa de Motrico, Provincia de Guipúzcoa; Salvador de Alvarado,
nativo del Reino de Santa Fe (Colombia) y avecindado en San Carlos; Pedro Hernández
Padrón, llamado “el palmero” por haber nacido en La Breña, isla de Palma de
Mallorca y residente en San Felipe (Estado Yaracuy); Francisco Xavier Carmona,
sargento de una de las compañías de pardos de Carora; Agustín de Mora, alias “El
Bello”, natural de Coro, herrero de 29 años y vecino de Carora; Joseph de
Andueza, natural del Reino de Navarra, funcionario del cabildo y vecino de esta
ciudad; Toribio Lameda, esclavo de Joseph Lameda; el teniente de infantería
Juan Peinado, de Caracas; Licenciado Juan Joseph Marcelino Crespo Verde y
Betancourt, clérigo y presbítero de esta ciudad; Dr. Don Rafael Alvarado
Serrano, cura propio del pueblo de Petare (Estado Miranda); bachiller Pedro
Regalado Riera, cura propio de esta parroquia, entre otros muchos más hermanos.
Como
se habrá notado, en estas hermandades entraban mujeres y hombres de cualquier
estrato social, de cualquier oficio y de
cualquier lugar geográfico. Las cofradías han sido las organizaciones
eclesiales en donde se urdió y forjó el tejido social de la Venezuela del
presente. Sin las hermandades no se hubiese formado el sentido de la
nacionalidad que hizo irrupción a principios del siglo XIX, el 19 de abril de
1810, pues gracias a ellas nos dimos cuenta quienes éramos, dónde estábamos,
cuál era nuestro oficio y otros datos resguardados en esa preciosa
institución-memoria que es la Iglesia Católica. La Iglesia construye, pues, de
esta manera el “padrón de la nacionalidad venezolana, el registro y el censo de
lo que fuimos durante trescientos años de coloniaje, condición que asume la
Iglesia con gran profesionalismo y seriedad hasta que el presidente Antonio
Guzmán Blanco, un francmasón confeso, le arrebata ese excepcional papel después
de 1870 al crear el Registro Civil.