Fue
escrita por el más temerario y errático aventurero espiritual de la revolución
científica, el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler, a principios del
siglo XVII. Lo hizo en latín, una lengua que fue universal en esos días. La
palabra somnium significa, pues, sueño. Se trata de un viaje onírico a nuestro
satélite lunar por un joven islandés llamado Duracotus y su madre Fiolxhila
mediante un conjuro mágico y diabólico. No olvidemos que Kepler (1571-1630) vivió
a medio camino entre las supersticiones medievales y el espíritu moderno de la
ciencia que daba sus primeros pasos. Su misma madre, un ser horripilante, se le
siguió un juicio por brujería.
Esta
novela y el resto de la obra kepleriana fue leída por la monja novohispana sor
Juana Inés de la Cruz, a través del sacerdote jesuita alemán Atanasio Kircher,
nos dice el mexicano Octavio Paz, y bajo su influencia escribe la religiosa su
prodigioso poema Primero sueño (1692):
el alma abandona el cuerpo oníricamente. Con las orbitas elípticas y no
circulares de los planetas como afirma Kepler, nace la concepción barroca del mundo. Es un
mundo que se sabe descentrado, nos dice Severo Sarduy. Es el mundo de sor Juana,
y el nuestro.
Desde
muy joven tuvo Kepler una idea fija, una obsesión irracional que parece ser el
otro secreto del genio, dice Arthur Koestler, que le acompaño por siempre: la
de que el Creador, Geómetra Supremo, había usado para construir el Universo las
cinco figuras geométricas perfectas, como había indicado Pitágoras, idea
continuada por Platón. Fue un defensor
del heliocentrismo de Copérnico y amigo del danés Tycho Brahe y el italiano Galileo
Galilei. Con sus tres leyes pudo establecer Kepler una mecánica celeste con la
cual Newton dedujo su ley de la gravitación.
El
Somnium fue publicado póstumamente en
1634 por su hijo Ludwing y tiene una
gran carga de alusiones autobiográficas. Es el ´primer libro de ciencia-ficción
en sentido moderno, un alegato a favor de Copérnico, opuesto al tipo
convencional de fantasías utópicas de Luciano y Campanella. Su influencia en
escritores de viajes interplanetarios es evidente: Henry More, John Wilkins,
Samuel Butler, Julio Verne, H. Wells y
más recientemente Isaac Asimov. Es un viaje fantástico pero cargado de espíritu
científico y una robusta lógica. Los terrícolas entran en contacto durante un
eclipse de Sol con seres extraterrestres, los volvanos. Ellos viven en
condiciones extremas: heladas noches y
tórridos días. El Sol y los planetas se
mueven incesantemente hacia adelante y hacia atrás. Se trata de una “astronomía
lunática” que nadie antes o después intentó algo parecido, afirma su biógrafo Koestler.
La
novela termina cuando Duracotus despierta de su pesadilla por un chaparrón de
gigantescos reptiles prehistóricos, de los cuales por supuesto Kepler no tenía
ni la menor idea.
Aunque
la mayor parte del Somniun fue escrita mucho antes, se comprenderá
fácilmente por qué fue el último libro en el que Kepler trabajó y por qué
deseaba verlo impreso. Todos los dragones que habían acosado su vida, la bruja
Florixhilda, hasta las pobres criaturas reptilianas en perpetua lucha, mudando
su enfermiza piel, y sin embargo deseosos de tostarse bajo el inhumano Sol,
todos están allí proyectados en un escenario cósmico de precisión científica y
de una rara y original belleza. Todos los trabajos de Kepler y todos sus
descubrimientos fueron actos de catarsis y de purificación; era lógico que el
último de ellos terminara en una fantástica rubrica, nos dice Koestler en su magnífica
biografía de Kepler que tengo entre mis manos, publicada en Londres en 1959 con
el título de The Sleepwalkers.