Persiste
en mi memoria el horno de barro en forma de iglú de Chayo y las minuciosas
explicaciones de su hechura que me hiera Andoche, Alejandro José Barrios Piña, mi amigo Cronista antes que yo. Rosario o Chayo
no tuvo descendencia, por ello se me ocurre lo de sacerdotisa, una vestal,
casta y sin pecado de las mitologías de todo el mundo. Ella fue sin duda la
encargada de la crianza de mi amigo historiador y se le puede acusar de ser
responsable de las deliciosas malacrianzas que protagonizó en la ya mitológica Sociedad
Amigos de la Cultura de la década de los años 1980. En ese escenario
privilegiado que fue la casa de Chayo se acobijó la cultura. Allí redactábamos
el periódico literario Yaguarahá mientras
llegaban los deliciosos pasteles y los rebosantes vasos de resbaladera con olor
a agua de azahares de Chayo, los que le trasmitían de
manera mágica al texto en elaboración su sabrosura sin igual.
Nunca
he visto una mesa tan suculentamente servida como en esa acogedora casa del
barrio Torrellas. Fue en una ocasión en que los hermanos y galenos Curiel Bravo,
esposas e hijos, se dieron cita allí para degustar la gallina deshuesada y
rellena como plato bandera salida de las regordetas y hábiles en extremo, manos
de Chayo Barrios. Opípara reunión que era todo un acontecimiento social ver
aquellos descendientes hebraicos comer sibaríticamente los pasteles y las
longanizas, los pimpinetes y morcones de
marrano salidos de las palanganas y budares de esa cocina emblemática que
protagonizó esta casta mujer que deja tras de sí una estela humeante de sabores
y degustaciones imborrables. Y es que allí también el socialcristianismo hacía
escala suculenta en las personas de los doctores Rafael Caldera y Lorenzo
Fernández, y una legión de religiosos sibaritas encabezados por el obispo
Eduardo Herrera Riera.
Su
contextura era rolliza y corpulenta, pero ello no era obstáculo para bailar las melodías de la Billos y Los
Melódicos, sus agrupaciones preferidas, con mucha desenvoltura y ritmo. Era
cuidadosa para asistir a los velorios y últimas noches de la gente más querida.
Sus pasiones, además de la gastronomía, eran el beisbol leña verde y
torrellero, así como la devoción por la virgen de la Coromoto, la Patrona del
vecindario. Medio siglo de devotas peregrinaciones movieron a Chayo lejos de su
horno de barro y de su marchantía.
Las
acemitas y paledonias de esta extraordinaria dama eran mi equipaje infaltable cuando
salía con rumbo a Barquisimeto. Las fragancias que emitían aquellos yantares,
humeantes aun, impedían que llegasen completos a casa de Claver y Expedito, mis
padres. Esos pandehornos eran capaces de rivalizar en cuerpo y sabor con los de
Monchita Martínez, otra vestal caroreña, tan arremolinada de fragancias y
aromas como Chayo. Su secreto consistía en un aromatizador venido de lejanas y
bíblicas tierras libanesas que adornan árboles limoneros y cidras: el agua de
azahar. A lo que se debe agregar un amasado a músculo a ciertas y determinadas
horas del día. Todo este proceso bajo su
atenta y cordial vigilancia.
En
cierta ocasión intuyó Chayo que el amor de su vida, Andoche, le iba a ser
arrebatado por una profesora de inglés que laboraba conmigo en el Liceo Egidio
Montesinos, por ello me preguntó con cierta insistencia por esa dama que no era
otra que Haydée Alvarez Díaz, quien le dio a la postre tres hermosos muchachos:
Alejandro, Nicolás y Aracelis. Es que Chía Piña parió a Alejandro, pero era
Chayo quien monitoreaba, celosamente, la vida afectiva de su sobrino.
Cuando
fue develado el busto de Andoche en aquélla institución educativa, fueron sus
familiares invitados al evento. En el instante en que los alumnos y profesores corrieron el
velo para descubrirlo no pude menos que mirar la lágrima que corría por los
gruesos pómulos de su madre adoptiva transida de pena y dolor. Era verdadero
amor maternal aquello. Y fue ella quien se opuso tenazmente a que la escultura
de marras se le colocara-según pensó ella- un sitio indigno del Torrellas como
la plazoleta de La Barranca. Y es que aquella mujer, que no dio frutos de sus
entrañas, sin embargo sentía el más genuino amor materno por su sobrino historiador.
Los
estudiosos de nuestra gastronomía popular han establecido que el semiárido
larense es de hecho una Provincia Gastronómica de Venezuela. Uno de ellos es mi
antiguo profesor en la Universidad de Los Andes, Rafael Cartay Angulo, quien se
sintió maravillado por las explicaciones que le dimos de los yantares
caroreños. Quedó a venir para visitar la fabulosa cocina de Chayo, de Mercedes
y Adelis Sisirucá, pero un contratiempo detuvo en su propósito al pelirrojo
historiador barinés de la alimentación.
Chayo
tenía un dedo de su mano seccionado. Sucedió un accidente en las orillas del
río Morere en una pesca de guabinas familiar. Había que golpearlas allí mismo y
fue de esa manera como su padre sin querer le dio un cuchillazo que dejó a la
niña sin la parte última de su índice derecho. Pero esas manos lograron un
inmenso portento que le consumía breves instantes: sacar los huesos y rellenar
con diversos y sazonados aditamentos las
gallinas deshuesadas, su más prodigioso aporte a la gastronomía del semiárido
venezolano. La virgen de Coromoto te cubra con su manto de estrellas, amiga
Chayo.