Presbítero
Doctor Carlos Zubillaga
La
agonía y la temprana muerte del padre Carlos me recuerda la de otro sin igual
personaje, tan joven y de tan intensa vida como la del levita caroreño: el
malogrado pintor Vincent Van Gogh. Apenas 32 años fue el peregrinaje vital de
este sacerdote que realizó en muy poco tiempo una obra de redención social que
ha sido calificada como un antecedente de la polémica Teología de la Liberación
latinoamericana del presente.
Tengo
en mis manos el Acta de Grado por medio de la cual los doctores Ramón Pompilio
Oropeza y Lucio Antonio Zubillaga le otorgan, el día 28 de julio de 1898, el
anacrónico titulo de Bachiller en Ciencias Filosóficas de nuestra educación del
siglo XIX en el Colegio Federal Carora. En este instituto seguramente conoció
las ideas del paradigma dominante de esa centuria, el positivismo comteano y
spenceriano, quienes atacaban con enorme dureza al catolicismo y nuestro pasado
colonial de signo hispánico, una herencia nefasta y fúnebre que debía ser
superada, decían, para colocarnos en la dirección de la ciencia y el espíritu
positivo, dejando atrás supersticiones y creencias metafísicas. Sus oídos
oyeron de Ernest Renan, recién fallecido por aquellos días, y su libro Vida de Jesús ,obra en la
que el francés había calificado al hijo del carpintero de Nazaret de
anarquista.
Pero
es bien sabido que el cristianismo ha sepultado diversos sistemas filosóficos:
Ilustración, positivismo, marxismo. Y quizá lo haga con los que vienen. Estos
sistemas son demasiado racionales, demasiado lógicos y no responden a las
eternas preguntas del humano existir: ¿habrá vida después de la terrena
existencia?, ¿cual es mi destino final?, ¿por qué me nació un hijo enfermo?
Dos polos morales del alma guiaron la corta
existencia de Carlos, hermano mayor de Chío Zubillaga: Dios y la caridad
cristiana. La fe sin obras es vacía, sostiene la Iglesia Católica de la
Contrarreforma. Es vía para la salvación de la propia alma el darle la mano al
necesitado, al enfermo, al que no puede cubrir su desnudez con decoro, al que
no puede llevar pan a su boca.
Y
fue ese discurso perpetuo y perdurable el que captó la emoción, y no la razón,
del joven Carlos cuando parte de Carora, “ciudad levítica de Venezuela”, a
estudiar en el Seminario Metropolitano de Caracas. Ha debido ser una sorpresa
encontrar que en aquellos días la Iglesia había dado un giro espectacular y
asombroso luego de siglos de inmovilidad y parálisis. El Papa León XIII lanza urbi et orbi la encíclica Rerum Novarum
en 1891, en la que se resalta la necesaria liberación de los obreros del
monstruoso capitalismo. Una minoría detenta la riqueza, frente a una mayoría
empobrecida y marginada. Son planteamientos que coinciden con los del
socialismo decimonónico y que han debido sorprender al anciano teórico del
socialismo, aun vivo entonces: Federico Engels. Pero no
nos engañemos, pues León XIII condenó en 1891 al socialismo marxista de ser “un
cáncer que pretendía destruir los fundamentos mismos de la sociedad moderna”. En
consecuencia, se trataba de una tercera vía distinta al capitalismo y al socialismo
el planeamiento central de la Rerum Novarum, más parecida al propósito de Tony
Blair que otra cosa.
En 1902,
7 de diciembre, en los días en que los imperialistas bloquean a Venezuela, se ordena sacerdote el joven Carlos. Seguirá
estudios doctorales un la Universidad de Caracas, institución en la que
languidecían, frente al empuje arrollador del cientificismo positivista, los
estudios de Sagrada Teología. Son los años del prestigio académico y científico
de Darwin, Adolfo Ernst, Rafael Villavicencio, Luis Razetti, José Gregorio
Hernández.
Pero como
sucedió en su momento con los jóvenes
Ramón Pompilio Oropeza y José Gregorio Hernández, el discurso
afrancesado y antimetafísico del positivismo no toca la hondura del corazón y
la sensibilidad de estos hombres. Tampoco lo hará con Carlos Zubillaga, quien
en 1905 presentará una breve tesis doctoral, de sólo 33 páginas, con el
significativo título de La Iglesia y la
civilización. Allí argumenta que la cultura occidental no habría sido
posible de ser edificada sin el concurso del cristianismo: las raíces
cristianas de Europa.
Regresa
con enormes ímpetus a su amada Carora. Acá se encuentra con otro levita
notable, que ha iniciado solitariamente una obra social desde la perspectiva de
la Reum Novarum, el padre Lisímaco Gutiérrez. Estas novedosas ideas provocaron
bien pronto comentarios adversos. Los godos decían que el papa se había pasado
a los protestantes, los enemigos de la virgen María y de los santos. La
jerarquía eclesiástica miraba con recelo las organizaciones populares que estos
sacerdotes comenzaron a crear: escuelas nocturnas para obreros, la congregación
religiosa Hijas de San Antonio de Padua, la Sociedad Amigos de los pobres y su
vocero el periódico El Amigo de los Pobres,
el Hospital San Antonio, cuyo epónimo es el santo de los pobres, es necesario decirlo,
la Casa de los Pobres, la reconstrucción de la iglesia de San Dionisio por
medio de las “cayapas” o trabajo voluntario, la obra humanitaria Pan de los
Pobres. Una Iglesia social, con tendencias mutualistas y de socorro que pronto
levantó suspicacias y recelos.
En 1903
se produce un enfrentamiento entre los padres Agustín Álvarez y Carlos
Zubillaga por rivalidad de los cargos eclesiásticos, celos familiares entre los
godos de Carora, argumenta el Pbro. Abogado Alberto Álvarez, lo que determina
que Carlos sea enviado a Duaca. Allí, extrañado de su tierra sufre un ataque de
esquizofrenia, se sentía perseguido por un tigre, se encarama en lo alto de la
iglesia, resbala, se golpea fuertemente y muere tras cinco angustiosos días de
agonía el 29 de diciembre de 1911. Juan Páez Avila lo interpreta de otra
manera: se trata de una colisión de dos modelos de Iglesia, una tradicional
anclada en el pasado, y la otra, encarnada en el padre Carlos, que sale a la
búsqueda de Dios entre los más pobres.
Chío
Zubillaga, su hermano menor, dolido por aquella tragedia que acabó con aquella
promesa de redención, recoge el legado magnifico de su hermano y se enfrenta a
los godos de Carora, a la miseria, el latifundio y el analfabetismo. A la
“malechuría”. Pero a diferencia de Carlos, Chío agrega un elemento nuevo a su
batallar social que Carlos no conoció: el marxismo de inspiración soviético que
llegó a estas tierras luego de la Gran Revolución Bolchevique de 1917. De este
modo es Chío el verdadero antecedente de la Teología de la Liberación y no Carlos,
como alguna vez argumentó el humanista Luis Beltrán Guerrero.