De hablar pausado y buenos modales, Augusto me da una
entrevista muy cordial. Se siente orgulloso al haberse considerado copeyano de
los astronautas, el sector más avanzado del socialcristianismo criollo que
liderizaba Abdón Vivas Terán. Tiene 23 hijos, 20 nietos y 8 bisnietos; casado
con la barranquillera Marcela Soñett, me dice este hombre sencillo y cordial que
admiraba al recién fallecido Domingo Alberto Rangel y que soñaba con la
justicia social. La boda me la hizo el difunto padre Andrés Sierralta
D’Santiago, recuerda.
Cursó la primaria en la Escuela Contreras de la directora
Olga Castañeda y el bachillerato en el Liceo Egidio Montesinos en tiempos del
profesor David Lasry, allá en la calle Carabobo esquina de la Ramón Pompilio.
Siempre ha vivido en La Cruz Verde del Trasandino. Su familia viene de San
Cristóbal, pueblecito situado al norte de Aregue. Me dice que su madre vio cuando
en esa plazoleta de la Cruz mataron al Negro Ávila “por desapartar una pelea en
la que participaba un vecino que vivía al frente de su casa”.
Fue empresario del transporte urbano, pues fundó la línea
de maxi-taxis denominada Transporte Osiris. Lo ayudó desde la sindicatura
municipal el entonces joven abogado Oscar Ferrer. Su socio fue Pedro Mendoza en
la empresa que se inició con 14 busetas marca Hiace, japonesas. Se desempeñó
como gerente de la CANTV, la compañía estatal de teléfonos. No le corté el
teléfono a nadie, me dice. Carora tenía en ese entonces unos 2.000 suscriptores
y se produjeron pocas innovaciones tecnológicas en esos 5 años que estuve al
frente de la CANTV. Sustituyó en el cargo a un valerano, el señor Briceño, en
tanto que al ganar las elecciones los adecos, lo sucedió Nicolasito Torcates,
quien venía de ser comandante de la policía. La empresa tenía 6 operadores de
tráfico, 3 linieros, 3 obreros, una
secretaria y un contador.
Como militante socialcristiano le tocó recibir, junto a
Alejandro y al Chicho Carrasco, a Jesús Morillo Gómez, quien venía de los silos
de Acarigua, de donde lo sacó el presidente Caldera por meter ideas comunistas
a los obreros; lo alojan en el Hotel
Bologna propiedad de Livio Martinengo; posteriormente lo presentan al Sindicato
Mixto Autónomo de Trabajadores del Distrito Torres. Allí comienza la carrera
política de este extraordinario, polémico y aguerrido falconiano, quien iba a
realizar lo impensable: hacer política de izquierda, radical e igualitaria
desde el seno de un partido rancio y conservador, Copei.
Los sacerdotes escolapios colaboraban con el partido, me
dice Augusto. El padre Nagore, Alfonso, el padre “Peluquín”, del cual no
recuerda su nombre; también ayudaban algunos laicos tales como Luis Montes de
Oca, Bernardo y Teodorito Herrera. Morillo les quita el partido a los godos de
Carora, señaladamente a Nacho Herrera, quien pasa en lo sucesivo a ser un
segundón. Morillo los tildaba de oligarcas y hasta tuvo un conato de pelea con
Efraín Riera, quien fue a buscar al falconiano a los silos de Adagro.
Recuerda que Morillo no despreciaba a nadie, resolvía
problemas políticos y también personales, visitaba la casa de los difuntos, así
también iba a fiestas y saraos. Augusto se sentía “morillista”. El mayor
triunfo de este caudillo copeyano fue la expropiación de 3.600 hectáreas en la
Hacienda Sicarigua, dando nacimiento al Asentamiento Campesino Montañas Verdes.
El presidente Caldera no veía con buenos ojos aquello, dice. Incluso mandó el
primer mandatario un contingente de las Fuerzas Armadas, pero la sangre no
llegó al río. Intercedió en este pleito liderado por los godos de la Ganadera
(Sociedad regional de Ganaderos de Occidente) el Instituto Agrario Nacional. El
populacho-dice Augusto en tono enfático-le había perdido el miedo a los godos.
Morillo y Cornelio Rivas fueron los artífices de aquellas jornadas populares en
las que participó la gente del Central La Pastora, El Empedrado, San Pedro.
Esas haciendas están en plena producción, reflexiona mi entrevistado.
Morillo no entró jamás al Club Torres, el centro social
de la oligarquía; era católico, apostólico y romano. Se confesaba semanalmente
con el padre Nagore en el Cristo Rey y en la iglesia San Juan con el reverendo
padre escolapio Juan Bautista Pérez Altuna. Me confiesa Augusto que Morillo se
opuso a que demolieran las ruinas de la iglesia que estaban en la Plaza Torres,
las que Ché Ramón Hernández compró al Obispo Críspulo Benítez, quien a su vez
las recibió del padre Pedro Felipe Montes de Oca.
Finalmente me declara
este calmoso y afable personaje caroreño, que simpatiza de manera decidida con
el proceso de transformaciones y de cambios que vive la Venezuela del presente.
Al despedirse de mí, dobla un tabloide y se lo coloca en la axila. Alcanzo a
ver allí unas letras que dicen: Cuentos del Arañero