Seguramente tenía frente a sí como numen el cuadro Las
Meninas de Velázquez, cuando el inspirado y prolífico escritor Carlos Fuentes
comenzó a escribir Terra Nostra, la
gran novela que, sin duda, le sobrevivirá. Su estructura tripartita está
repleta de evocaciones históricas, lingüísticas, mitológicas, poéticas, y pictóricas,
las que nos sumergen en una galería de espejos fascinante. Un mundo de sueños
que tiene como conexión el milenarismo, la antigua creencia en la segunda
venida de Cristo y que ha llegado a nuestros días en proyectos utópicos de toda
laya. Sus tres partes son: I. El viejo mundo; II. El mundo nuevo; y III. El
otro mundo. Con tal prodigio en el uso del engaste
o muñecas rusas ganó el Premio
Internacional de Novela Rómulo Gallegos en 1977, galardón que han obtenido otros
tres mexicanos: Fernando del Passo, Angeles Mastretta y Elena Poniatowska.
Es esa novela,
paradigma de la creación totalizante, un viaje en el tiempo desde los Reyes
Católicos, los Austrias, hasta examinar el complejo del poder mesiánico de los
líderes latinoamericanos. El nepotismo, el patrimonialismo español, que han
impedido, sostenía, hacer que México se convirtiera en una nación plena y
cabalmente moderna. Idea que compartía con el Nobel de Literatira Octavio Paz
(1914-1998). Por ello sostenía que lo que separa a México de los Estados Unidos
no es una frontera: es una cicatriz. La herida se está abriendo de nuevo,
advertía en 1992.
Quien no haya leído tan monumental novela, género
literario como producto de la modernidad, decía Fuentes, hágalo leyendo otro
grandioso trabajo suyo escrito en ocasión del Encuentro de Dos Mundos en 1992: El espejo enterrado. Se refiere Fuentes a los espejos de obsidiana encontrados en El
Tajín precolombino hasta los espejos cervantinos y velazquianos, lo que se
constituye en una biografía espiritual de los dos mundos. Allí esta España, ese
“Enigma histórico” como la calificó el historiador Claudio Sánchez Albornoz: griega, cartaginesa,
romana, visigoda, árabe, judía, y ahora sudaca, agrego yo, hasta encontrarnos
con esa Iberoamérica mestiza, barroca y surrealista. Dice el mexicano, de la
misma manera que nuestro Uslar Pietri: que de España heredamos el terror y al
mismo tiempo la fascinación por la muerte. Es lo que yo he llamado la muerte
barroca.
Fue el polígrafo Alfonso Reyes, al que conoció en Brasil,
quien lo introdujo en la literatura. Le enseño a leer los clásicos en primer
lugar para luego leer a los modernos, “solo así nace la verdadera literatura”,
le recalcaba. Además le señaló que la tradición cultural del mundo era nuestra
(los latinoamericanos) por derecho propio. Reyes lo regañaba por no haber leído
a Donne, Sthendal, Marlowey, Sterne, a quienes el joven Carlos leyó en sus
propias lenguas por su condición de políglota, pues era hijo de un diplomático,
fue por ello nació por azar en Panamá en 1928.
Muere Carlos Fuentes a los 83 años de un ataque al corazón,
decepcionado de la izquierda latinoamericana, en especial de la revolución
cubana y del sandinismo, tras haber tenido la muy dolorosa pérdida de sus
hijos, haber incursionado en el ensayo político, el séptimo arte, y sin haberse
hecho merecedor del Premio Nobel de Literatura, galardón para el cual tenía
méritos sobrados el autor de La región
más transparente, Gringo viejo y La muerte de Artemio Cruz. En varias
ocasiones pensé que podía hacerse con el premio de la Academia Sueca antes que el
peruano Mario Vargas Llosa.
Paz a su alma, manito.
Carora, 15 de mayo de 2012.