A Carlos Giménez Lizarzado
Eran mis años mozos
emeritenses cuando me encontré por vez primera con este extraordinario poeta y
ensayista mexicano, quien en 1990 recibiría merecidamente el Premio Nobel de
Literatura. Fue a través del poeta Ramón Palomares por conducto del cual, e indirectamente, conocí al autor de El laberinto de la soledad, (1950) un ensayo de interpretación desde el freudismo de
la psicología del mexicano, ensayo desde la fenomenología que me ha marcado
hasta el presente.
Aquel breve libro se
convirtió para el estudiante de historia que era yo en toda una revelación.
Después que hice esa lectura no pude seguir siendo el mismo, pues desde aquel
momento me sentí hondamente inclinado hacia la llamada “historia de las
mentalidades”, herramienta conceptual que conocería muchos años después de la
mano de los doctores Federico Brito Figueroa y Reinaldo Rojas en el Posgrado en
Historia de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador de Barquisimeto.
Luego de ese contacto
inicial no pude escapar a su influjo. Su libro El arco y la lira (1956) sobre teoría del acto poético influyó en mi
condición de historiador para escribir un ensayo titulado Ocho pecados capitales del historiador, pues Paz decía que poco se
escribía en hispanoamérica sobre teoría de la poesía, por lo cual pensé que
aquello tampoco se hacía en el mundo de la historiografía. Grandes literatos
como Neruda o García Márquez han sido remisos para establecer diálogos con la
teoría de la literatura, cuestión que me sorprendió hondamente.
Sin embargo, me he
sentido poco atraído por su poesía. Su inmenso poema Piedra de Sol (1960) me ha resultado poco atractivo, pues sus 584
versos resultaron demasiado para atrapar mi atención. Creo que ello se debe a
mi condición de cultivador de la ciencia de Clío, pues la prosa es el lenguaje
de la historia desde que ella nació, allá en Grecia antigua. En cambio la
ficción poética se desenvuelve mucho mejor en la versificación. No quiero decir
que Paz sea un poeta menor. No. Ha sido considerado como uno de los grandes
fundadores de la poesía hispánica del siglo XX. Hay en sus poemas una
asimilación vibrante de lo remoto y de lo cercano, tanto en el tiempo como en
el espacio.
Han sido sus ensayos el
fundamento nutricio de mis escritos. A ellos debo mi condición de escritor
desde el semiárido venezolano y quien me ha conducido en mi proyecto de
creación de una categoría explicativa de nuestro ser, a la cual he colocado
tentativamente el nombre “El genio de los pueblos del semiárido venezolano”.
Cuando tecleo ideas sobre tal proposito, allí está Paz como antropólogo,
historiador, lingüista y psicólogo social iluminándome el sinuoso camino
escogido.
Es lo que he sentido y
asumido al leer sus ensayos más conocidos, tales como Lévi Strauss o el nuevo festin de Esopo ( 1967) con el cual me
condujo el mexicano a escribir mi trabajo sobre la virgen de la Chiquinquirá de
Aregue (2002) desde la perspectiva estructuralista de este genial antropólogo y
lingüista francés recientemente fallecido. Creo firmemente que este trabajo
sobre nuestro marianismo es la región más iluminada de mi Tesis Doctoral sobre
la historia de la Iglesia Católica en Carora presentada y defendida en 2003 y
sobre la cual diré que no sé si será algún día publicada. Veremos.
En 1982 publicó este
mexicano, el más universal del siglo XX, un libro extraordinariamente bien escrito,
a tal extremo que se afirma que el Premio Nobel se lo adjudicaron por una investigación
que Paz dejó de lado en ocasiones y que retomó finalmente: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Al final de esta
voluminosa y lúcida investigación de casi 600 páginas, hizo Paz lo que llamó “Ensayo
de restitución”, en donde afirma que esta monja novohispana fue la primera
feminista de América, y también la primera mártir del feminismo, pues fue
obligada por los “estalinistas de la época” a abandonar las profanas letras.
Escribe la religiosa que la inteligencia no es privilegio de los masculinos ni
la tontería exclusiva de las mujeres. La más grande novedad histórica y
política de sor Juana fue la de haber pedido, en el ya lejano siglo XVII, la
educación universal de las mujeres, impartida por ancianas letradas en las
casas o en instituciones creadas para tal fin.
Tal “Ensayo de
restitución” me condujo a realizar a su vez la restitución de un personaje
caroreño a su tiempo y circunstancia, tal como lo hizo Paz con sor Juana. Me
refiero al Dr. Ramón Pompilio Oropeza (1860-1937), fundador del Colegio La
Esperanza en 1890, al cual dediqué la parte ultima de mi trabajo de maestría en
historia en 1995, y que, según uno de mis críticos, “revela ( Cortés Riera ) una asombrosa capacidad en el
género, como pocas veces puede verse en nuestro país, este esbozo es un
análisis profundo de un hombre “de su tierra, amoldada a su sociedad y a las
tradiciones seculares de la Ciudad
Levítica y metafísica que teme a Dios”, afirma Ramón Querales.
Se ha cumplido, pues, el
primer centenario del nacimiento de tan gigantesco hombre de letras, quien
mostró una fascinación por las máscaras y las defensas psíquicas, y más tarde,
una sostenida reflexión sobre los poderes y fallas del Estado moderno, una
feroz crítica a las dictaduras de derecha y de izquierda. Llama “ogro” al
burocrático estado mexicano secuestrado por el PRI. En fin, un contradictorio
hombre, que de joven se sintió atraído por el anarquismo, rompió luego con la
izquierda luego de su estadía en la guerra civil española (1936-1939). En 1968
renunció a su cargo de embajador en la India en protesta por la masacre de
Tatleloco, en México en vísperas de las Olimpiadas. Y como si fuera poco, al
final de su vida acusa a los zapatistas, alzados al sur de México, de no ser
modernos y menos posmodernos