Perdido,
acurrucado entre las serranías andinas larenses, muy cerca de donde nace el
“Nilo de Centroccidente”, el río Tocuyo, en las faldas del imponente, grandioso
Páramo Cendé, se halla un minúsculo pueblito donde cursé, hace bastante tiempo ya, el segundo grado de educación
primaria en el año 1959. Son dos los apacibles y amigables poblados andinos del
Estado Lara que llevan ese sonoro y misterioso nombre: Humocaro Bajo y Humocaro
Alto, caseríos ambos pertenecientes en aquel entonces al Distrito Morán.
Expedito
Cortés, que tal es el nombre de mi recordado padre, fue en ese entonces
designado Director de la Escuela Guayauta de Humocaro Alto, una institución de
educación primaria que casi no existía, pues estaba desperdigada por diversas
casas de familia por no tener local apropiado. Eran las consecuencias del
terrible terremoto de El Tocuyo, estremecimiento aterrador acontecido en 1950,
dos años antes de mi nacimiento, ocurrido en agosto 24 de 1952. Expedito, raudo y presuroso como su nombre, se
fue una mañanita en su camioneta jeep de dos puertas a exponerle al señor
Rómulo Betancourt tan dramática situación escolar: “Presidente, tengo los
alumnos en la calle”, le dijo con voz firme al primer mandatario de Venezuela,
recuerdo vivamente. No pasaron dos meses cuando obreros, maquinarias, cemento,
cabillas y un constructor italiano de nombre Antonio Molinari, llegaron a Humocaro
Alto a construir el ansiado inmueble para la Guayauta. La alegría y el júbilo
desbordaron por doquier esa noche. Era aquella
Venezuela que anhelaba educarse y acceder al conocimiento después de una larga
y temible década dictatorial que se derrumbaría el 23 de enero de 1958.
El
pastor de almas del pueblo era un anciano bajito, pelo cano, al rape, corto de
carnes, que vestía de riguroso negro. Era español por su marcado acento
aragonés. Parecía este levita, que
guardaba con fidelidad los preceptos del Concilio de Trento, que perdía la
razón de vez en cuando, pues cometía actos irracionales, reprochables, tales
como los de arrancar con rabia las plantas ornamentales que los feligreses
sembraban en los terrenos de la iglesia de San Antonio. Volvía luego y como si
nada a la normalidad. Es lo que se llama ciclofrenia. En una ocasión me
felicita con unas palmaditas en el hombro por unos dibujos que realicé de
aquella vetusta edificación religiosa sentado yo, cuaderno en mano, en un
banquito de la plaza Bolívar.
La
Iglesia Católica como credo religioso era allí dominante, casi unánime, pues no había llegado a tan remoto lugar de la
cordillera andina venezolana la Religión
Americana de la que nos habla el recientemente fallecido Harold Bloom. Que
yo sepa, no había mormones ni Testigos de Jehová entonces en Humocaro.
La
gente acomodada eran los Orellana. Vivían cerca de mi casa y tenían haciendas
de café, se divertían los fines de
semana volando avioncitos de motor a gasolina que hacían un ruido estrepitoso. Yo
disfrutaba maravillado aquellos momentos, soñaba con tener uno de aquellos
aeroplanos en miniatura, así como he soñado todavía tener entre mis manos un primitivo
boomerang australiano y una réplica del helicóptero de Leonardo Da Vinci.
La
población sufría de un mal endémico que parecía una normalidad en aquel tiempo:
los abundantes expendios de bebidas alcohólicas. Desde nuestra habitación
podíamos oír las rokcolas americanas de los botiquines hasta bien entrada la
noche. Se me quedaron grabadas las canciones de Alfredo Sadel, “el tenor
favorito de Venezuela”, el mexicano Javier Solís, así como el descomunal éxito de entonces: El Pájaro Chogüí, interpretado por la voz trémula del cantante
venezolano Néstor Zavarse. Esas melodías, esos boleros y esas canciones que ya
casi no se oyen hoy, arrullaban mis ingenuos sueños infantiles de hace seis
décadas ya. Eran los años de la clamorosa aparición del “ritmo orquídea” y sus
alegres canciones acompañadas con arpa, cuatro y maracas, ellas constituían
nuestros cándidos e inocentes gustos
musicales, anteriores a la llegada arrolladora e impetuosa de la música rockera
británica y estadounidense de la década de los años 1960: Los Beatles y Los
Rolling Stones.
Gilberto
era el telegrafista del pueblo y vivía al lado de mi casa. Tocaba el arpa con
cierta habilidad y maestría. Ese
elegante instrumento musical de su propiedad siempre estaba como presidiendo
con su augusta presencia el recibo de aquella morada. La esposa de Gilberto,
doña Goya, era mucho mayor que aquel técnico en comunicaciones, pues él parecía
ser su retoño y no su consorte. Ella lo celaba en extremo y aquellas
irracionales y destructivas emociones
casi llegaron a ocasionar una tragedia sentimental en varias oportunidades,
ninguna de las cuales presencié.
La
Cascada de Humocaro Alto era una gran atracción turística. Aquel monumento
natural parecía un diseño inteligente, una piscina natural cincelada en piedra
que contenía unas aguas muy frías que bajaban de la cordillera haciendo un
potente ruido al caer. Allí quedé asombrado al ver unos peces de aspecto
primitivo escalar las paredes valiéndose de unas bocas dotadas de ventosas.
Muchos años después, cuando era docente del Liceo Egidio Montesinos de Carora,
llevé allí un autobús repleto de alegres muchachas y muchachos, uno de los
cuales coloreó de rojo las aguas de la Cascada, pues chocó su cabeza contra una
enorme piedra, lo que ameritó llevarlo al puesto de socorro de urgencia donde
un joven médico le toma 12 puntos de sutura.
La
bella y elegante maestra de sexto grado, de la cual no conservo su nombre ni
apellido, vivía frente a la plaza. Acudía yo con regularidad a esa acogedora y
hermosa casa a jugar con sus hijos. Uno de ellas era una bellísima niña con
quien pronto hice sincera y cálida amistad. Tenía pecas en su rostro, una
permanente sonrisa en sus labios finos, lucía unas trenzas muy bien diseñadas que
caían sobre sus hombros de nácar. Cierta vez me dijo con su dulce y cantarina voz
que su abuela había conocido a nuestra heroína de la televisión en blanco y
negro, la jovencita norteamericana Annie Oaklie, una sobrina del legendario Búfalo
Bill. En aquel momento sentí una indescriptible emoción que contadas veces se
repiten. Sentí algo así como que ficción y realidad son una única y misma cosa.
Que mi vida estaba conectada con aquellos personajes de fábula y que en
consecuencia, podía tener trato humano con ellos. Años después busqué aquella
estrella estadounidense del cine en la Enciclopedia
Británica del año 1976 que adquirí no más graduarme en la Universidad de
Mérida. Para mi sorpresa, allí estaba Annie Oaklie trajeada con una larga falda
con flecos, sombrero y botas western y un rifle de cacería de búfalos en su
mano derecha, mirando atentamente la cámara fotográfica. Era una auténtica
estrella de circo que moriría en 1926.
Luego
de aquella sublime revelación que me deja pensativo, ensimismado, la niña me
condujo, tomándome de la mano, a una de las habitaciones de su casa. Estaba
allí una hermana suya, acostada, que mostraba una mirada lánguida y ausente.
Era su hermana mayor, tan bonita como mi amiga, pero aquejada de una enfermedad
de nacimiento que no acerté identificar que la mantenía postrada en su cama,
alejada de los juegos y de las risas de todos los niños. Sentí una infinita
lástima por aquella criatura condenada a pasar el resto de sus días en esa lastimera
condición. Mi amiguita le cubrió cariñosamente con una sábana sus delgados y
casi traslúcidos pies, puesto que había neblina y frío aquella mañana de mayo
en que me sucedió tan imborrable recuerdo infantil, reminiscencia que me ha
hecho recordar constantemente a los románticos alemanes del siglo XIX, quienes afectados por una intensa y hondamente vital
carga de emociones, ha sido un
movimiento literario que no ha vuelto a repetirse en la literatura universal. Y,
más recientemente, me evoca lo que Octavio Paz llama “consagración del
instante”, momento en que memoria y subjetividad concilian para dar lugar a la
creación artística y literaria.
He regresado a aquel apacible poblado de mi
niñez y el cual nos dio cobijo en apenas un año escolar, y rememoro que
repentinamente aquella estadía de apenas diez cortos meses en esa Arcadia
bonachona y sencilla terminaba, pues mi padre fue designado director del Grupo
Escolar Ramón Pompilio Oropeza de la tórrida, abrasadora, aristocrática y
patricia ciudad de Carora, acontecimiento que ha significado un “giro
copernicano” radical, profundo en mi ya dilatada existencia cercana a las siete
décadas.
Luis Eduardo Cortés Riera.
cronistadecarora@gmail.com
Santa
Rita, Carora, julio de 2020.