Desde el siglo XVIII la llamada cultura
occidental creyó erróneamente haber puesto bajo su dominio la Naturaleza. Vano empeño. La ecuménica pandemia
del coronavirus que estalló ante los
ojos atónitos y temerosos de la humanidad hace pocas semanas, ha echado por
tierra esta ilusa certeza. No hubo sector del mundo físico que se resistiera a
este avance incontenible de la ciencia y sus portentos: los genes, las
partículas subatómicas, el desvío de
grandes y caudalosos ríos, la superficie selenita mancillada, vida e inteligencias
artificiales, clonación. Una humanidad arrogante y soberbia celebra sus
triunfos que cree definitivos ya. La altaneras ciencia y técnica lo pueden
todo. Pero de repente y sin previo aviso,
desde la hasta ahora desconocida ciudad china de Wuhan, aparece un enemigo que
hace de su minúsculo tamaño y silenciosa alevosía su arma más letal y poderosa.
Utilizando la jerga freudiana del psicoanálisis: Tánatos se agiganta y sus alas
desplegadas recorren la ecúmene. La pulsión de vida, Eros, se refugia en los
hogares. La cuarentena universal.
El
miedo en Occidente
El miedo se apodera de villas y
ciudades. Países enteros conocen de
nuevo los temores que azotaban antaño a la humanidad. Los individuos, las
colectividades e incluso las civilizaciones pueden estar atrapadas en un
permanente diálogo con el miedo, nos dice Jean Delaumeau en su portentosa y
excepcional obra El miedo en Occidente (Taurus, 1989). El miedo ha sido
silenciado y se ha negado su importancia en la historia de los hombres, es un componente
mayor de la experiencia humana. Al miedo
secular a la noche, a los aparecidos, al
hambre, a Satán y a las brujas, al fisco, a la subversión y al Enemigo, dice
este historiador francés, retorna de nuevo el miedo a la terrible y espantosa peste,
y que en un afán de edulcorarla ahora es
llamada pandemia. La sociedad toda se traumatiza por efecto de una peligrosa
conjunción de miedos. En los días que corren nuestra fe en la medicina moderna
se tambalea, es una fe que linda en la credulidad supersticiosa. Cuando aparece
el peligro de contagio, al principio se intenta no verlo. Médicos y autoridades
tratan de engañarse a sí mismos. ¡Qué cerca estamos de ese pasado que creíamos
ingenuamente superado!
Este libro de Deleaumeau lo leo por vez
primera en el año 2004, y ahora, para mi enorme sorpresa, lo reviso de nuevo en
tiempos de la pandemia de coronavirus en abril de 2020. Su riqueza de
contenidos se agigantan y sus análisis y perspectivas toman una dimensión que
no supe captar hace 16 años. Ahora no es una lectura académica, serena y
desinteresada, es por el contrario una urgencia vital que toca a nuestras
puertas en tiempos de hiperinflación, amenazas del imperio estadounidense,
apagones eléctricos, racionamiento de agua, gasolina, gas, éxodo masivo de
venezolanos a otros países, caída repentina y brutal del precio del petróleo,
nuestro principal y casi único producto de exportación, y ahora la cuarentena
planetaria, todo lo cual hace una conjunción pavorosa de miedos y terrores que no
conocíamos en la República Bolivariana de Venezuela, y que me motivan a
escribir este ensayo. Pareciera que escogí el momento más oportuno para hacerlo.
La última pandemia sufrida por la
humanidad fue la Gripe Española en los años 1918 y 1919, recién finalizada la
Primera Guerra mundial. La pobre y flaca memoria humana apenas la recuerda. Se
le llamó de tal manera porque una de sus víctimas fue de sangre azul: el Rey de
España Alfonso XIII. Pero la más conocida ha sido a no dudar la Peste Negra que
asoló a Europa en el siglo XIV y que acabó con un tercio de su población. Hogaño
es el Nobel de Literatura Mario Vargas
Llosa quien nos la recuerda en un polémico artículo suyo en el cual ataca insidiosamente
a China como origen de la pandemia del coronavirus y a la cual la dictadura no ha sabido enfrentar con eficacia y que sólo
las democracias liberales permitirán vencerla, sentencia acremente el peruano.
Pero volvamos con Delemeau. Es Florencia en 1348 quien nos deja un terrible testimonio literario de
la Peste Negra de las manos de uno de los padres de la literatura italiana Giovanni Boccacio
en El
Decamerón. Un verdadero museo
de horrores: ¡Oh, cuantos grandes
palacios, cuántas hermosas y bien edificadas casas, cuántas nobles habitaciones
y moradas, llenas y pobladas de nobles moradores y grandes señores y damas, de
los mayores hasta el menor servidor quedaron vacías y solas! ¡Cuántas familias, cuántos excelentes
linajes, cuántas grandes y ricas heredades y posesiones, cuántas y cuán
preciosas riquezas se vieron sin heredero y legitimo sucesor, desamparadas!
Trescientos y tantos años más tarde, el
autor de Los novios, otro italiano, el novelista del movimiento romántico
Alessandro Manzoni, nos relata la peste
de 1630 de manera aterradora y escalofriante: Mientras los montones de cadáveres, siempre apilados delante de los
ojos, siempre junto al paso de los vivos, hacían de la ciudad entera una vasta
tumba, había algo más funesto y más terrible: era la desconfianza reciproca, la
monstruosidad de las sospechas. No se sentían suspicaces de sus vecinos, de sus
amigos, de sus huéspedes solamente: esos dulces nombres, esos tiernos vínculos
de esposo, de padre, de hijo, de hermano, eran objeto de terror; y, cosa
horrible e indigna de decir, la mesa doméstica, el lecho nupcial eran temidos
como trampas, como lugares donde se escondía el veneno.
Benigno Guedes, religioso portugués, es
un espléndido testigo de lo que la peste representaba en 1666 para sus contemporáneos y las inmensas
perturbaciones que provocaba en los
comportamientos de todos los días, relata: La
peste es, sin duda, alguna, entre todas las calamidades de esta vida, la más cruel
y verdaderamente la más atroz. Con gran razón se le llama el mal por antonomasia.
Porque no hay en la tierra mal alguno que sea comparable y semejante a la
peste. En cuanto en un reino o en una república se enciende ese fuego violento
e impetuoso, se ve a los magistrados estupefactos, a las poblaciones asustadas,
el gobierno político desarticulado. La justicia ya no es obedecida; los
talleres se detienen, las familias pierden su coherencia, y las calles su
animación. Todo queda reducido a extrema confusión. Todo es ruina. Porque todo
es alcanzado y derribado por el peso de la enormidad de una calamidad tan
horrible. Las gentes, sin distinción de estado o de fortuna, quedan ahogadas en
una tristeza mortal. Sufriendo unos la enfermedad, otros el miedo, se ven enfrentados,
a cada paso, bien a la muerte, bien al peligro. Los que ayer enterraban, hoy
son enterrados, y a veces encima de los muertos que ellos habían sepultado la
víspera.
Es el británico Daniel Defoe, el autor
de los conocidísimos cuentos Los viajes de Guilliver quien nos da este escalofriante relato de la
peste que asoló a Londres en 1665 en su Diario de la peste, escenas
alucinantes y anécdotas perturbadoras: gentes
que aúllan cuando penetra por una calle la carreta de los muertos; un enfermo
que baila desnudo a la intemperie; madres llevadas a la desesperación, al
delirio, a la locura, que matan a sus hijos; un pestífero, atado a su cama, que
se libera prendiendo fuego a sus sábanas con una candela,; un apestado “loco
furioso” que canta en la calle como si estuviera ebrio y que se precipita sobre
una mujer encinta para besarla y trasmitirle el contagio.
Más cerca a nuestros días aparece la
temible peste del cólera. Los diarios de
París en 1832 dan la noticia que fue tomada a la ligera. Un tal H. Heine
cuenta: como era el jueves de la tercera semana
de cuaresma, como hacia un sol esplendido y un tiempo delicioso, los parisinos
se divertían con toda su jovialidad en los bulevares en los que incluso se
vieron algunas máscaras, que parodiando el color enfermizo y la cara
descompuesta, se burlaban del temor al cólera y de la enfermedad misma. Durante
la noche de ese mismo día, los bailes públicos estuvieron más frecuentados que
nunca: las risas mas presuntuosas cubrían casi la ruidosa música; se animaban
mucho con el chahut , danza más que equivoca; se engullía toda clase de helados y de bebidas frías cuando, de pronto,
el más vivaracho de los arlequines sintió demasiado frío en las piernas, se
quitó la máscara y descubrió ante el asombro de todo el mundo un rostro de un
azul violáceo.
En mi país el cólera asiático, que se
difundió desde la India desde 1817, tiene una interesante historia, y que tiene su raíz cuando se cernió el mal sobre la creyente ciudad de Barquisimeto, al
occidente de Venezuela. En 1855 provoca una enorme mortandad la peste, de tal
magnitud que motiva al religioso presbítero
José Macario Yépez pedirle a la
Virgen Divina Pastora que fuera su persona la última víctima de la peste, lo
que en efecto ocurrió, pues la virulencia comenzó a ceder desde entonces. Desde
ese momento se organiza todos los 14 de enero de cada año una gigantesca
procesión a la cual acuden unos cuatro a cinco millones de fieles devotos y que rivaliza en
cantidad con otras procesiones marianas de Iberoamérica y del mundo.
Hasta finales del siglo XIX se ignoraron las
causas de la peste, que la ciencia de antaño atribuía a la polución del aire, ocasionada
a su vez bien por funestas conjunciones astrales, bien por emanaciones pútridas
venidas del suelo o del subsuelo. De ahí las precauciones inútiles de rociar de
vinagre cartas y monedas, cuando se encendían fogatas purificadoras en las
encrucijadas de una ciudad contaminada, cuando se desinfectaban individuos,
harapos y casas por medio de perfumes violentos y de azufre, cuando se salía a
la calle en periodos de contagio con una máscara en forma de cabeza de pájaro
cuyo pico estaba lleno de sustancias odoríficas. El papel de las ratas y de las
pulgas fue ignorado entonces, afirma Delemeau, en cambio se destacaba con mucha
frecuencia el peligro del contagio interhumano. El sentido común popular tenía
razón en este punto frente a los “sabios” que se negaban a creer en el contagio.
Y fueron las medidas cada vez más eficaces de aislamiento las que hicieron
retroceder el azote. Todas las crónicas de la peste insisten también en la
detención del comercio y del artesanado, el cierre de los almacenes, de las
iglesias incluso, la prohibición de toda diversión, el vacío de calles y plazas
y el silencio de los campanarios. Qué cerca estamos en el siglo que comienza de
esa pavorosa realidad, cuando hasta el papa Francisco celebra su oración en
solitario en una Plaza de San Pedro totalmente vacía, y que hasta la febril
actividad bursátil de la Gran Manzana neoyorkina ha sido suspendida, pues se
cuentan más de 100.000 casos de coronavirus allí hasta el pasado 3 de abril de
2020. Las consecuencias
económicas se prevén devastadoras. Se estiman pérdidas de miles de millones de
dólares. Hay una correlación negativa entre políticas
neoliberales y salud, nos advierte el científico y filósofo recientemente
fallecido argentino Mario Bunge
(1919-2020).
Tres
explicaciones culpabilizadoras.
¿A quién culpar de la peste y los inmensos desastres que ocasionaba? Se
formulaban tres explicaciones, escribe el autor de El miedo en Occidente. La
primera atribuía la epidemia a una corrupción del aire, la aparición de cometas,
conjunción de planetas como cuando Marte “miraba” a Júpiter, bien por diferentes
emanaciones pútridas. Segunda: había sembradores de contagio que difundían
deliberadamente la enfermedad, la escalada acusadora identifica los culpables
en el seno mismo de la comunidad azotada por el contagio. A partir de ese
momento cualquiera puede ser considerado un enemigo y la caza de brujos y de
brujas escapa a todo control, se creyeron ver untadas las murallas y las casas
de Milán en 1830 de sustancias venenosas compuestas de extractos de sapos, de
serpientes, de pus y de baba de los apestados, una receta diabólica inspirada
por Satán. La tercera aseguraba que Dios, irritado por los pecados de una
población, había decidido vengarse; había que aplacarle haciendo penitencia Se ordenaba el encierro de los pobres, se
decía que se respira un aire mejor cuando los harapientos y mendigos son
recluidos. Otro chivo expiatorio fueron los leprosos. El aspecto horrible de sus lesiones pasaba por un
castigo del cielo. Por precaución se mata en masa a los animales: cerdos,
perros y gatos. En 1665 se habrían matado en Londres 40.000 perros y cinco
veces más gatos. La agresividad colectiva se volvía contra los extranjeros, los
viajeros y todos aquellos que no están perfectamente integrados en una comunidad, como es el caso
de los judíos. La Peste Negra estalla en una atmósfera cargada de
antisemitismo. Los pogromos estallan después de
1348 en Cataluña, Cervera, Tárrega, en Lérida asesinan a 300 hebreos al grito
“¡muerte a los traidores!”
La medicina de la
religión.
No debemos caer en fáciles anacronismos,
como recomendaba Lucien Fevbre, al poner en perspectiva el miedo al morbo de la
peste. Es fácil modernizar el pasado, es un vicio común en los historiadores.
No olvidemos que Robert Koch y Luis Pasteur no habían aparecido en el horizonte
de la medicina, y que penicilina y aspirina son felices invenciones muy
recientes. No se habían descubierto los microorganismos, y cuando fueron vistos
por vez primera se pensó erróneamente que eran demasiado pequeños como para
hacer daño. Quedaba pues lo que llama Jean Delumeau la medicina de la religión:
Si en una ciudad atacada por la epidemia podía temerse cualquier cosa y de
cualquiera, dado que el mal seguía siendo misterioso y no cedía ante la
medicina ni ante las medidas de profilaxis, cualquier extravagancia pasaba por
normal. Los tiempos de “pestilencia” veían, pues, multiplicarse los charlatanes
y vendedores de amuletos, de talismanes y de filtros milagrosos. Muchos médicos
y charlatanes murieron en Londres, cuenta Daniel Defoe.
La Iglesia, refiriéndose de forma
constante a los episodios del Viejo Testamento, y sobre todo a la historia de
Nínive, presentaba las calamidades como castigos queridos por el Altísimo
encolerizado. Esta doctrina se aceptada por mucho tiempo tanto de la parte
ilustrada de la opinión como por la masa de gente. Muchas civilizaciones
establecieron espontáneamente entre calamidad terrestre y cólera divina. El
judeocristianismo no lo inventó. Pero también es cierto que los hombres de
Iglesia y la élite que ellos arrastraban lo reforzaron todo lo que pudieron.
Católicos y protestantes hablaban el mismo lenguaje sobre el tema de la peste, y
aconsejaban bajo formas diversas la misma terapéutica de arrepentimiento, a la
que se esforzaba por recurrir una buena parte de las poblaciones
afectadas. Sermones públicos ininterrumpidos
con lágrimas, ayunos solemnes y oraciones con presencia del rey y los lores en
Westminster en 1620. Lutero afirma que son castigo del Cielo. En los países
musulmanes el discurso religioso era fundamentalmente idéntico, dice Mahoma que
el que muera por la peste será un mártir igual a aquel que muere en la guerra
santa, la yihad, una idea que hogaño aterroriza en Oriente Medio.
La panoplia de imploraciones católicas estaba
más surtida que la de los protestantes. Peregrinaciones a los santuarios de los
santos protectores, las grandiosas procesiones como las de Milán en 1630 y
Marsella en 1720, la Peste Negra dio lugar a histéricas y sangrientas andanzas
de flagelantes, procesiones en honor a la Virgen que recorrían los cuatro
extremos de las ciudades y sus muros que son muestra de antiguos ritos de
circunvalación, exorcismos litúrgicos contra la peste en Sevilla atacada por la
fiebre amarilla en 1801, se muestra a la multitud un fragmento de la verdadera
cruz que ya había detenido la peste en 1649,
muchachas y muchachos desnudos cavaban un foso alrededor de las ciudades
en Serbia y Transilvania, “cinturones de cera” a la Virgen y a los santos
antipestes, san Vicente, san Sebastián, san Roque, el culto alentado por el
papa y los jesuitas a san Carlos Borromeo, autos de fe españoles que
duraban toda una jornada.
Sin embargo, agrega Delemeau para
finalizar, preces, misas, votos, ayunos
y procesiones no lo podían todo. Si la epidemia continuaba tan virulenta, las
gentes se instalaban en adelante en una especie de torpor, no tomaban ya
precauciones, descuidaban su aspecto: era la incuria del abatimiento. Luego
la epidemia declinaba bruscamente, volvía soltar amarras de nuevo, finalmente
se aplacaba. Entonces estallaban los Te
Deum, surgía la alegría ruidosa y se manifestaba, antes de que fuera
razonable, el frenesí de los matrimonios que todos los cronistas de la peste, uno tras otro, han observado. Hombres
y mujeres que quedaron se casaron a porfía. Las mujeres supervivientes tuvieron
un número extraordinario de hijos, los hombres se hicieron más codiciosos y
avaros todavía, habiéndose vuelto más codiciosos, perdían la tranquilidad en
las disputas, las intrigas, las querellas y los procesos.
Las
pestes en las artes.
La Peste Negra y las que le siguieron modificaron
el arte europeo, dice Delemeau, orientándolo más que antes hacia la evocación de la violencia, del
sufrimiento, del sadismo, de la demencia y de lo macabro. La peste ha sido una
fuente de inspiración artística. Giovanni Boccacio escribe El Decamerón en tiempos
de Florencia asediada por la peste de 1348, el suramericano Gabriel García Márquez escribe El
amor en los tiempos del cólera. El niño que se aferra al seno del
cadáver materno lo encontramos en Rafael Sanzio, la danza macabra dibujada por
Holbein en 1530, San Roque rezando por los apestados de Domenichino,
dos telas que Poussin consagró respectivamente a Una epidemia en Atenas y
a La peste de los filisteos ( Museo
de Louvre) durante la epidemia de 1630, la composición de Tiépolo Santa Tecla liberando Este de la peste,
de H. Hess La peste en Basilea, el médico
que se coloca un pañuelo sobre la
nariz en la Pestilencia de G. Zumbo. Muchos pintores, entre ellos Poussin, (reproducción de abajo) sitúan al lado del
recién nacido crispado sobre el cuerpo de la madre, un tercer personaje, que,
tapándose la boca, trata de llevarse al niño.
M. Spadaro en su célebre Piazza del Mercatello en Nápoles en 1656
no perdona al espectador ningún detalle: las convulsiones y las suplicas de los
agonizantes, la hinchazón del vientre por la putrefacción, las vísceras
disputadas por las ratas, los muertos llevados a hombros o en sillas. En España las telas de Valdés Leal Los dos cadáveres y La muerte rodeada de los
emblemas de la vanidad humana fueron compuestas por un hombre que había
sido testigo horrorizado de la peste que
en Sevilla en 1640 diezmó 60.000 de sus 120.000 habitantes. Si hay tantos
cráneos, tanta sangre y tanta muerte, tantas carnes lívidas y tantos ojos
convulsos en el arte del “siglo de oro”, ¿no es en parte debido a las epidemias
que, por oleadas sucesivas, se encarnizaron entonces sobre la gloriosa pero
frágil España?
Lo que nos enseñan las
pestes.
Lo primero: toma valor y palpitante
actualidad la tesis de que la Tierra es un organismo vivo, idea que se conoce
con el nombre de la diosa griega Gaia. No lo fue desde un principio pero en el
transcurso de millones de años la vida se convierte en el constituyente
esencial de lo terrestre. Y los virus son un componente básico de la inmensa
cadena de la vida que se inicia en una atmósfera primitiva cargada de gases
sulfurosos y electricidad hace miles de millones de años. Otra lección que
destrona nuestra humana arrogancia que deriva del judeocristianismo: bacterias
y virus son en esa cadena de vida más importantes que los seres humanos. No
somos, en consecuencia, el centro de la creación bíblica, arrogante antropocentrismo
radical que está siendo examinado en nuestro retiro cuarentenal.
La polémica Eva africana, término poco
afortunado que agrada a los fundamentalistas cristianos, nos recuerda -así no
lo queramos- con insistencia que somos
una sola raza los humanos, linaje que tiene por origen en el negro continente
africano, región hoy execrado por la
arrogancia caucásica. Allí principia hace unos 200.000 años, escriben los
genetistas italianos Luca y Francesco
Cavalli-Sforza, un proceso que da inicio al hombre moderno, cuando una bacteria
llamada mitocondria, que hace mil millones de años se adaptó a la vida en simbiosis con la célula
y pasó a ser una parte muy importante de ella, pues utiliza el oxigeno para
producir energía. La mitocondria posee un cromosoma formado por ADN, estructura
portadora de la herencia que permite transformar la materia inanimada en
material vivo y construir nuevos organismos y que solo se transmite por vía
femenina. Allan Wilson y sus colaboradores de la Universidad de Berkeley erigen
el árbol de ADN mitocondrial ¡en el continente negro! ¿Qué pensarán los
supremacistas, seguidores de las ideas de Joseph Arthur Gobineau y los nazis
del siglo pasado de tamaño y sensacional
descubrimiento? El invisible y minúsculo
Covid19 coloca el dedo sobre la llaga: somos , como dice el mexicano Octavio
Paz, “monos gramáticos” componentes de un solo linaje, una sola y única familia
somos bosquimanos y teutones, amerindios y francos, turcos y mongoles, todos
tenemos hemoglobina trasportadora en la sangre del vital oxígeno y que es
deleite y delicia del coronavirus: la Raza Humana.
Cuando el coronavirus se abalanza sobre sus
víctimas, nosotros animales de sangre caliente, no repara en el color de la
piel o de la forma de la nariz, del tamaño de la caja craneal, indicativos que
de manera decisoria, artera y maliciosa tomaron y toman los racistas y
supremacistas de ayer y de hoy para defenestrar a los negros africanos para
considerarlos una raza incapaz de construir una civilización como la europea. Escribe
el paleoantropólogo Stephen Jay Gould en
La
falsa medida del hombre, que hubo científicos que después de inobjetables
y bien medidos experimentos, como aconsejaba el positivismo, demostraron en
Estados Unidos que solo los humanos de nariz grecolatina, piel y cabellos
caucasoides, un mito nacido en el siglo XVIII, podían lograr tal portento de la
cultura en civilización. Es ironía reciente que sea el aborrecido y denigrado continente
negro el menos atacado por la pandemia del siglo XXI, y que sean las naciones
opulentas y ricas de Europa y Norteamérica las más castigadas
por la peste.
La peste de hogaño le ha dado a la
Organización Mundial de la Salud (OMS) una notoriedad desconocida y que no
tiene precedentes. Su director, Tedros Adhanom, un africano de tez oscura,
refleja por su rostro humildad y equilibrio. Procede este médico de un país que sufre de hambrunas
y plagas de langostas periódicas, regímenes monárquicos y comunistas despóticos e
intolerantes, invasiones extranjeras como la que ordena Mussolini en 1933:
Etiopía, antiguo reino de Abisinia, y hogaño país católico. Es un hombre que
conoce y ha vivido el sufrimiento y sabe de qué manera enfrentar las
calamidades. Ha recibido ataques
despiadados del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, no exentos de odio
racial. Su figura estoica y serena,
empero, se ha crecido ante la adversidad
y creo que le ha dado a la OMS un impulso descomunal. De haberse obedecido
desde un principio a la OMS no estuviésemos viendo el espectáculo de las fosas
comunes en New York, o el horrendo cuadro de los cadáveres diseminados en las
calles de Guayaquil, Ecuador.
Sin embargo las periódicas pestes no
detuvieron la marcha de occidente. El milagro de la civilización occidental, afirma
Delemeau, es que ha vivido todos los miedos sin dejarse paralizar por ellos. La
universidad como excelso patrimonio medieval no deja de expandirse por Europa
desde el siglo XII, continente que ve
florecer las magníficas e inigualables catedrales
góticas en esas centurias, la Escolástica llega a su cenit con la Summa Teológica de Santo Tomás de
Aquino; Florencia será la cuna del prodigioso movimiento artístico que quizás
no tenga parangón, el Renacimiento italiano, apenas cien años luego de la
temible Peste Negra de 1348, dando así una muestra de recuperación y de
adelanto en todos los órdenes realmente
increíbles. El siglo XVII fue de
la Revolución científica con Galileo y Newton, y el XVIII la centuria de la
Razón y de la crítica moderna con Rousseau, Voltaire y Kant. La población crece
sin pausa al tiempo que los sistemas sanitarios mejoran sin cesar. Pero estamos
urgidos de otro Kant – dice Octavio Paz- que escriba la crítica de la razón
científica.
Es,
pues, una lección de entereza y vigor que nos da el pasado azaroso de Europa,
enseñanza dura, es verdad, pero que debe ser examinada por nosotros los
habitantes del tercer milenio que esperamos en el horizonte un mundo más
tolerante, juicioso y en suma más humano luego de esta horrorosa peste del
coronavirus que nos azota y castiga en la alborada del siglo XXI. La humanidad saldrá adelante. Eso esperamos.
Como habrá observado el lector, el ensayo que
acá presentamos se basa fundamentalmente en la obra de Jean Delaumeau El miedo en Occidente, y su
capitulo 3, que se titula Tipología de los comportamientos colectivos
en tiempos de peste, páginas 155 a 222. Es una suerte de resumen de tal
capítulo salpicado de mis comentarios a tono con la peste del siglo XXI.
Cavalli-Sforza, Luca y Francesco. ¿Quiénes somos? Historia de la diversidad
humana. Crítica. Barcelona, 1999. 308
páginas.
Delumeau, Jean. El miedo en Occidente (Siglos
XIV-XVIII) Una ciudad sitiada. Taurus, Pensamiento. Alfaguara, S.A. Buenos
Aires, Bogotá, 2002. 665 páginas.
Gould, Stephen Jay. La falsa medida del hombre. Crítica, Barcelona, 1981. 399 páginas.
Paz Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. Seix Barral, Biblioteca Breve.
Barcelona, 1993. 223 páginas.